miércoles, 16 de abril de 2014

CAPITULO 63


Me dejé caer en mi asiento y suspiré, mientras intentaba controlar el
cosquilleo que sentía en los muslos. Me concentré en el cálculo y, cuando la clase
acabó, vi a Adrian de pie, apoyado contra la pared, junto a la puerta.
—Adrian —dije, decidida a no reaccionar como él esperaba que lo hiciera.
—Sé que estás con él. No tiene que violarte delante de la clase entera por mí.
Me paré en seco y me preparé para atacar.
—Entonces quizá deberías parar de contar a tus hermanos de la fraternidad
que te sigo llamando. Estás forzando las cosas demasiado, y no me darás ninguna
lástima cuando te patee el culo.
Arrugó la nariz.
—¿Te estás oyendo? Has pasado demasiado tiempo con Pedro.
—No, esta soy yo. Es solo un lado de mí del que no sabes nada.
—No se puede decir que me dieras exactamente una oportunidad, ¿no?
—suspiró.
—No quiero pelearme contigo, Adrian. Simplemente no funcionó, ¿vale?
—No, no vale. ¿Crees que me gusta ser el hazmerreír de Eastern?
Apreciamos a Pedro Alfonso porque nos hace quedar bien. Usa a las chicas y las
deja tiradas, de manera que hasta el mayor capullo de Eastern parece un príncipe
azul a su lado.
—¿Cuándo vas a abrir los ojos y te vas a dar cuenta de que ahora ha
cambiado?
—No te quiere, Pau. Eres un juguete nuevo y reluciente. Aunque, después
del numerito que ha montado en clase, supongo que ya no eres tan reluciente.
Le pegué una sonora bofetada antes de darme cuenta de lo que había hecho.
—Si hubieras esperado dos segundos, podría haberte ahorrado el esfuerzo,
Paloma —dijo Pedro, interponiéndose.
Lo cogí por el brazo.
Pedro, no.
Adrian pareció perder la calma, mientras una silueta roja perfecta de mi
mano se dibujaba en su mejilla.
—Te había avisado —dijo Pedro empujando a Adrian violentamente contra
la pared.
Las mandíbulas de Pedro se tensaron y me fulminó con la mirada.
—Considera esto el final, Pedro. Ahora veo que estáis hechos el uno para el
otro.
—Gracias —dijo Pedro, pasándome el brazo por encima de los hombros.
Adrian se apartó de la pared y rápidamente dobló la esquina para bajar las
escaleras, asegurándose con una rápida mirada de que Pedro no lo seguía.
—¿Estás bien? —preguntó Pedro.
—Me pica la mano.
Sonrió.
—Menudo mal genio, Paloma. Estoy impresionado.
—Probablemente me demandará y acabaré pagándole la matrícula de
Harvard. ¿Qué haces aquí? Pensaba que nos veríamos en la cafetería.
Levantó uno de los lados de la boca en una sonrisa traviesa.
—No podía concentrarme en clase. Todavía siento ese beso.
Miré hacia el pasillo y después lo miré a él.
—Ven conmigo.
Juntó las cejas y sonrió.
—¿Para qué?
Caminé hacia atrás y tiré de él hasta que sentí el manillar de la puerta del
laboratorio de Física. La puerta se abrió y miré detrás de mí para comprobar que
estaba vacío y a oscuras. Tiré de su mano, riéndome por su expresión confusa, y
después cerré la puerta, empujándolo contra ella.
Lo besé y se rio.
—¿Qué haces?
—No quiero que por mi culpa no puedas concentrarte en clase —dije, antes
de besarlo de nuevo.
Me levantó y lo envolví con las piernas.
—No estoy seguro de qué haría sin ti —dijo, sujetándome con una mano,
mientras se desabrochaba el cinturón con la otra—, pero no quiero averiguarlo
jamás. Eres todo lo que siempre he querido, Paloma.
—Acuérdate de eso cuando me quede con todo tu dinero en la siguiente
partida de póquer —dije, mientras me quitaba la camiseta.

CAPITULO 62




—Señor Alfonso, ¿cree que podría reprimirse un poco hasta después de la
clase? —dijo el profesor Chaney como reacción a las risitas que me provocaban los
besos de Pedro en el cuello.
Me aclaré la garganta, mientras notaba que se me ruborizaban las mejillas
de la vergüenza.
—No estoy seguro, doctor Chaney. ¿Ha visto usted bien a mi chica? —dijo
Pedro, señalándome.
Las risas resonaron por toda la sala y noté que me ardía la cara. El profesor
Chaney me miró con una expresión entre divertida e incómoda, y después sacudió
la cabeza en dirección a Pedro.
—Haga lo que pueda —dijo Chaney.
La clase volvió a reírse, y yo me hundí en el asiento. Pedro apoyó el brazo
en el respaldo de mi silla y la clase continuó. Una vez hubo acabado, Pedro me
acompañó a mi siguiente clase.
—Lo siento si te he hecho sentir incómoda. No puedo evitarlo.
—Pues inténtalo.
Adrian se acercó y, cuando le devolví el saludo con una sonrisa educada, se
le iluminaron los ojos.
—Hola, Pau. Te veo dentro.
Entró en el aula y Pedro le lanzó una mirada asesina durante unos pocos
tensos minutos.
—Oye —le tiré de la mano hasta que me miró—, pasa de él.
—Ha estado contando a los chicos de la Casa que sigues llamándolo.
—Eso no es verdad —le dije, sin alterarme.
—Lo sé, pero ellos no. Va diciendo que está esperando que llegue su
oportunidad. Que tú solo estás aguardando el momento más adecuado para
dejarme y que lo llamas para contarle lo desgraciada que eres. Está empezando a
cabrearme.
—Sí que tiene imaginación. —Miré a Adrian y, cuando él se volvió hacia mí,
lo fulminé con la mirada.
—¿Te enfadarías si te avergonzara una vez más?
Me encogí de hombros y Pedro se apresuró a acompañarme dentro del aula.
Se detuvo junto a mi mesa y dejó mi bolso en el suelo. Echó una mirada a Adrian y
después me atrajo hacia él. Me puso una mano en la nuca y la otra en el trasero;
entonces me dio un beso profundo y decidido. Movió sus labios contra los míos del
modo que solía reservar para su dormitorio, y no pude evitar cogerlo por la
camiseta con ambos puños.
Los murmullos y risitas se hicieron más fuertes cuando quedó claro que
Pedro no iba a soltarme inmediatamente.
—¡Creo que acaba de dejarla embarazada! —gritó alguien del fondo,
riéndose.
Me aparté con los ojos cerrados, intentando recuperar la compostura.
Cuando miré a Pedro, él me estaba mirando con la misma contención forzada.
—Solo intentaba dejar claras las cosas —susurró él.
—Pues creo que lo has conseguido —asentí.
Pedro sonrió, me besó en la mejilla y después miró a Adrian, que echaba
humo en su asiento.
—Nos vemos en la comida —me dijo con un guiño.

CAPITULO 61




La charla profunda y exaltada de la familia de Pedro se fue desvaneciendo
conforme cruzamos la puerta y llegamos a su moto. Me recogí el pelo en un moño
y me subí la cremallera de la chaqueta, esperando a que él hablara. Se subió a la
moto sin decir una palabra y me senté a horcajadas en el asiento tras él.
Estaba segura de que pensaba que no había sido honesta con él, y
probablemente le avergonzaba haberse enterado de una parte tan importante de
mi vida al mismo tiempo que su familia. Creía que me esperaba una pelea enorme
cuando volviéramos a su apartamento, así que preparé una docena de disculpas
distintas mentalmente antes de llegar a la puerta principal. Me llevó de la mano
por el pasillo y después me ayudó a quitarme la chaqueta.
Tiré del moño que llevaba en lo alto de la cabeza, y el pelo me cayó en
gruesas ondas sobre los hombros.
—Sé que estás enfadado —dije, incapaz de mirarlo a los ojos—. Siento no
habértelo dicho, pero es algo de lo que no me gusta hablar.
—¿Enfadado contigo? —dijo él—. Estoy tan excitado que no puedo pensar
con claridad. Acabas de robar a los gilipollas de mis hermanos su dinero sin
pestañear, has alcanzado la categoría de leyenda con mi padre y sé a ciencia cierta
que perdiste a propósito la apuesta que hicimos antes de mi pelea.
—Yo no diría eso…
Levantó el mentón.
—¿Creías que ganarías?
—Bueno…, no, la verdad es que no —dije, mientras me quitaba los tacones.
Pedro sonrió.
—Así que querías estar aquí conmigo. Creo que acabo de enamorarme de ti
otra vez.
—¿Cómo es posible que no estés enfadado? —le pregunté, mientras
guardaba los zapatos en el armario.
Suspiró y asintió.
—Es un asunto bastante importante, Paloma. Deberías habérmelo contado.
Pero comprendo por qué no lo hiciste. Viniste aquí escapando de todo eso. Pero
ahora es como si el cielo se hubiera despejado…, todo cobra sentido.
—Es un alivio.
—El Trece de la Suerte —dijo él, sacudiendo la cabeza y quitándome la
camiseta por la cabeza.
—No me llames así, Pedro. No es algo positivo.
—¡Joder! ¡Eres famosa, Paloma! —dijo él, sorprendido por mis palabras.
Me desabrochó los pantalones y me los bajó hasta los tobillos, ayudándome
a salir de ellos.
—Mi padre me odió después de eso. Todavía me culpa de sus problemas.
Pedro se libró de su camiseta y me abrazó contra él.
—Todavía no me creo que la hija de Ruben Chaves esté de pie delante de
mí. Llevo contigo todo este tiempo y no tenía ni idea.
Me aparté de él.
—¡No soy la hija de Ruben Chaves, Pedro! Eso es lo que dejé atrás. Soy
Pau. ¡Solo Pau! —dije, caminando hacia el armario.
Saqué una camiseta de una percha y me la puse.
Él suspiró.
—Lo siento. Soy un poco mitómano.
—¡Sigo siendo solo yo! —Me llevé la palma de la mano al pecho,
desesperada por que me comprendiera.
—Sí, pero…
—Pero nada. La forma en la que me miras ahora es precisamente el motivo
por el que no te había contado nada. —Cerré los ojos—. No quiero vivir así nunca
más, Pepe. Ni siquiera contigo.
—¡Eh! Cálmate, Paloma. No saquemos las cosas de quicio. —Su mirada se
centró y se acercó a abrazarme—. No me importa qué eres o qué no eres. Te quiero
sin más.
—Entonces tenemos eso en común.
Me llevó hasta la cama sonriéndome.
—Somos tú y yo contra el mundo, Paloma.
Me acurruqué a su lado. Nunca había planeado que alguien aparte de mí y
de Rosario se enterara de lo de Ruben, y nunca había esperado que mi novio
perteneciera a una familia de chiflados por el póquer. Solté un profundo suspiro y
apreté la mejilla contra su pecho.
—¿Qué ocurre? —me preguntó.
—No quiero que nadie más lo sepa, Pepe. Ni siquiera quería que tú lo
supieras.
—Te quiero,Pau. No volveré a mencionarlo, ¿vale? Tu secreto está a salvo
conmigo —dijo, antes de darme un beso en la frente.

CAPITULO 60




Apreté los labios y me encogí de hombros, mostrando mi sonrisa más
inocente. Pedro echó la cabeza hacia atrás, estallando en carcajadas. Intentaba
hablar, pero no podía, y entonces golpeó la mesa con el puño.
—¡Tu novia nos ha desplumado! —dijo Manuel, señalándome.
—¡Joder, no puede ser! —aulló Marcos, mientras se levantaba.
—Buen plan, Pedro. Traer a una jugadora consumada a la noche de póquer
—dijo Horacio, guiñándome el ojo.
—¡No lo sabía! —exclamó él, negando con la cabeza.
—¡Gilipolleces! —dijo Pablo, sin quitarme los ojos de encima.
—¡Que no, de verdad! —insistió entre carcajadas.
—Odio decirlo, hermano, pero creo que acabo de enamorarme de tu chica
—confesó Nahuel.
—¡Oye, ándate con cuidadito! —amenazó Pedro, cuya sonrisa se convirtió
rápidamente en una mueca de disgusto.
—Se acabó. Estaba siendo bueno contigo, Pau, pero pienso recuperar mi
dinero, ahora mismo —avisó Marcos.
Pedro se retiró en las últimas manos, limitándose a observar cómo sus
hermanos ponían todo su empeño en recuperar su dinero. Mano tras mano, me fui
quedando con todas sus fichas y, mano tras mano, Pablo me observaba con más
atención. Cada vez que dejaba mis cartas sobre la mesa, Pedro y Horacio se reían,
Manuel lanzaba un juramento, Nahuel proclamaba su amor inmortal por mí y a Marcos
le daba una tremenda rabieta.
Cambié mis fichas y les di a cada uno sus cien dólares una vez que nos
acomodamos en el salón. Horacio se negó, pero los hermanos los aceptaron con
gratitud. Pedro me cogió de la mano y caminamos hacia la puerta.
Me di cuenta de que estaba disgustado, así que le estreché la mano.
—¿Qué pasa?
—¡Acabas de soltar cuatrocientos pavos, Paloma! —dijo Pedro con el ceño
fruncido.
—Si fuera la noche del póquer en Sig Tau, me los habría quedado, pero no
puedo robar a tus hermanos la primera vez que los veo.
—¡Ellos se habrían quedado con tu dinero! —dijo él.
—Y no me habría quitado el sueño ni por un segundo tampoco —añadió
Manuel.
Pablo me miraba fijamente en silencio desde la esquina de la habitación.
—¿Por qué no le quitas los ojos de encima a mi chica, Pablito?
—¿Cómo has dicho que te apellidabas? —preguntó Pablo.
Me moví con nerviosismo. Pensé frenéticamente en alguna manera
ingeniosa o sarcástica de salirme por la tangente, pero en lugar de eso me mordí
las uñas nerviosa, maldiciéndome en silencio. Debería haber sido más lista y no
haber ganado todas esas manos. Pablo lo sabía. Lo veía en sus ojos.
Al reparar en mi inquietud, Pedro se volvió hacia su hermano y me pasó el
brazo por la cintura. No estaba segura de si lo hacía para protegerme o porque se
estaba preparando para lo que pudiera decir su hermano.
Pedro se volvió, visiblemente incómodo ante la pregunta de su hermano.
—Es Chaves, pero ¿qué importa eso?
—Entiendo por qué no has atado cabos antes de esta noche, Pepe, pero
ahora ya no tienes excusa —dijo Pablo, con petulancia.
—¿De qué cojones estás hablando? —preguntó Pedro.
—¿No tendrás algún tipo de relación con Ruben Chaves por casualidad?
—continuó Pablo.
Todos se volvieron para mirarme y, nerviosa, me eché el pelo hacia atrás
con los dedos.
—¿De qué conoces a Ruben?
Pedro giró la cabeza para mirarme a la cara.
—Es uno de los mejores jugadores de póquer de la historia. ¿Lo conoces?
Cerré los ojos, consciente de que finalmente me habían arrinconado sin otra
opción que decir la verdad.
—Es mi padre.
La habitación estalló en gritos.
—¡No me jodas!
—¡Lo sabía!
—¡Acabamos de jugar con la hija de Ruben Chaves!
—¿Ruben Chaves? ¡Joder!
Pablo, Horacio y Pedro eran los únicos que no gritaban.
—Chicos, os advertí de que era mejor que no jugara —dije.
—Si hubieras mencionado que eras la hija de Ruben Chaves, te habríamos
tomado más en serio —apuntó Pablo.
Me volví a mirar a Pedro, que no salía de su asombro.
—¿Eres el Trece de la Suerte? —preguntó, con mirada algo confusa.
Marcos se levantó y me señaló, boquiabierto.
—¡El Trece de la Suerte está en nuestra casa! No puede ser. ¡Joder, no puedo
creérmelo!
—Ese fue el apodo que me pusieron los periódicos. Y la historia no era
demasiado precisa —dije inquieta.
—Tengo que llevar a Pau a casa, chicos —dijo Pedro, observándome
todavía asombrado. Horacio me miró por encima de las gafas.
—¿Por qué no era precisa?
—No le robé la suerte a mi padre. A ver, es ridículo —me reí, retorciéndome
el pelo con un dedo.
Pablo sacudió la cabeza.
—No, Ruben dio esa entrevista. Dijo que a las doce de la noche de tu
decimotercer cumpleaños se le agotó la suerte.
—Y empezó la tuya —añadió Pedro.
—¡Te criaron unos mafiosos! —dijo Marcos, sonriendo de emoción.
—Eh…, no —solté una carcajada—. No me criaron, solo… venían mucho a
casa.
—Eso fue una maldita vergüenza, no fue justo que Ruben arrastrara tu
nombre por el barro en todos los periódicos. Eras solo una niña —dijo Horacio,
sacudiendo la cabeza.
—Como mucho, era la suerte del principiante —dije, intentando
desesperadamente ocultar mi humillación.
—Ruben Chaves te enseñó a jugar —dijo Horacio, sacudiendo la cabeza
asombrado—. Jugabas contra profesionales y ganabas a los trece años, por Dios
santo. —Miró a Pedro y sonrió—. No apuestes contra ella, hijo. Nunca pierde.
Pedro me miró; por su expresión era evidente que seguía conmocionado y
desorientado.
—Bueno… Tenemos que irnos, papá. Adiós, chicos.

CAPITULO 59




La habitación estaba salpicada de fotos antiguas de partidas de póquer, de
leyendas del juego posando con Horacio y con quien supuse que sería el abuelo de
Pedro, y en los estantes había barajas de cartas antiguas.
—¿Conoció a Stu Unger? —pregunté, señalando una foto polvorienta.
A Horacio se le iluminó la mirada.
—¿Sabes quién es Stu Unger?
Asentí.
—Mi padre también es admirador suyo.
Se levantó y señaló la foto de al lado.
—Y ese es Doyle Brunson. —Sonreí—. Mi padre lo vio jugar una vez. Es
increíble.
—El abuelo de Pepe era un profesional. Aquí nos tomamos el póquer muy
en serio —dijo Horacio sonriendo.
Me senté entre Pedro y uno de los gemelos, mientras Marcos barajaba las
cartas con cierta habilidad. Los chicos entregaron su efectivo y Horacio se lo cambió por
fichas.
Marcos enarcó una ceja.
—¿Quieres jugar, Pau? —Sonreí educadamente y dije que no con la
cabeza.
—No creo que deba.
—¿Es que no sabes? —preguntó Horacio.
No pude reprimir una sonrisa. Horacio parecía muy serio, casi paternal. Sabía
qué respuesta esperaba y odiaba tener que decepcionarlo. Pedro me dio un beso en
la frente.
—Venga, juega… Te enseñaré.
—Será mejor que te despidas ya de tu dinero, Pau —dijo Pablo con una
carcajada.
Apreté los labios y saqué dos billetes de cincuenta de la cartera. Se los
entregué a Horacio y esperé pacientemente a que me entregara las fichas. Marcos
sonrió con desdén, pero lo ignoré.
—Tengo fe en la capacidad de Pedro para enseñarme —dije.
Uno de los gemelos se puso a aplaudir.
—¡Genial! ¡Esta noche me voy a hacer rico!
—Empecemos poco a poco esta vez —dijo Horacio, lanzando una ficha de cinco
dólares.
Marcos los vio, y Pedro me extendió las cartas en abanico.
—¿Has jugado a las cartas alguna vez?
—Hace bastante —asentí.
—El Uno no cuenta, Pollyanna —dijo Marcos, mientras miraba sus cartas.
—Cierra esa bocaza, Marcos —dijo Pedro, alzando la mirada hacia su
hermano, antes de volver a bajarla a mi mano.
—Tienes que buscar las cartas más altas, números consecutivos y mejor si
son del mismo palo.
En la primera mano, Pedro me miró las cartas y yo miré las suyas.
Básicamente, asentí y sonreí, jugando cuando se me decía. Tanto Pedro como yo
perdimos, y mis fichas habían menguado al final de la primera ronda.
Después de que Pablo repartiera para empezar la segunda ronda, no dejé
que Pedro viera mis cartas.
—Creo que puedo sola —dije.
—¿Estás segura? —me preguntó.
—Sí, cariño.
Tres manos después, había recuperado mis fichas y había masacrado los
montones de fichas de los demás con una pareja de ases, una escalera y con la carta
más alta.
—¡Mierda! —se quejó Marcos—. ¡Maldita suerte del principiante!
—Esta chica aprende rápido, Pepe —dijo Horacio, moviendo la boca sin soltar el
puro.
Pedro dio un trago a su cerveza.
—¡Me estás haciendo sentir orgulloso, Paloma!
Le brillaban los ojos de emoción; su sonrisa era diferente a todas las que
había visto antes.
—Gracias.
—Los que no sirven para actuar, enseñan —dijo Pablo, burlón.
—Muy gracioso, gilipollas —murmuró Pedro.
Cuatro manos después, apuré lo que me quedaba de cerveza y fruncí los
ojos ante el único hombre de la mesa que no se había retirado.
—Tú decides, Manuel. ¿Vas a ser un bebé o verás mi apuesta como un
hombre?
—A la mierda —dijo él, lanzando la última de sus fichas.
Pedro me miró muy animado. Su expresión me recordaba la del público de
sus peleas.
—¿Qué tienes, Paloma?
—¿Manuel? —le apremié.
Una amplia sonrisa se dibujó en su rostro.
—¡Escalera! —dijo sonriendo, mientras dejaba las cartas boca arriba sobre la
mesa.
Cinco pares de ojos se volvieron a mí. Eché un vistazo a la mesa y entonces
enseñé mis cartas de un golpe.
—¡Miradlas y llorad, chicos! ¡Ases y ochos! —dije, riéndome.
—¿Un full? ¿Cómo coño es posible? —gritó Marcos.
—Lo siento. Siempre había querido decir eso —añadí, mientras recogía mis
fichas.
Pablo aguzó la mirada.
—Esto no es solo la suerte del principiante. Esta chica sabe jugar.
Pedro miró a Pablo durante un momento y luego se volvió a mí.
—¿Habías jugado antes, Paloma?