miércoles, 16 de abril de 2014

CAPITULO 60




Apreté los labios y me encogí de hombros, mostrando mi sonrisa más
inocente. Pedro echó la cabeza hacia atrás, estallando en carcajadas. Intentaba
hablar, pero no podía, y entonces golpeó la mesa con el puño.
—¡Tu novia nos ha desplumado! —dijo Manuel, señalándome.
—¡Joder, no puede ser! —aulló Marcos, mientras se levantaba.
—Buen plan, Pedro. Traer a una jugadora consumada a la noche de póquer
—dijo Horacio, guiñándome el ojo.
—¡No lo sabía! —exclamó él, negando con la cabeza.
—¡Gilipolleces! —dijo Pablo, sin quitarme los ojos de encima.
—¡Que no, de verdad! —insistió entre carcajadas.
—Odio decirlo, hermano, pero creo que acabo de enamorarme de tu chica
—confesó Nahuel.
—¡Oye, ándate con cuidadito! —amenazó Pedro, cuya sonrisa se convirtió
rápidamente en una mueca de disgusto.
—Se acabó. Estaba siendo bueno contigo, Pau, pero pienso recuperar mi
dinero, ahora mismo —avisó Marcos.
Pedro se retiró en las últimas manos, limitándose a observar cómo sus
hermanos ponían todo su empeño en recuperar su dinero. Mano tras mano, me fui
quedando con todas sus fichas y, mano tras mano, Pablo me observaba con más
atención. Cada vez que dejaba mis cartas sobre la mesa, Pedro y Horacio se reían,
Manuel lanzaba un juramento, Nahuel proclamaba su amor inmortal por mí y a Marcos
le daba una tremenda rabieta.
Cambié mis fichas y les di a cada uno sus cien dólares una vez que nos
acomodamos en el salón. Horacio se negó, pero los hermanos los aceptaron con
gratitud. Pedro me cogió de la mano y caminamos hacia la puerta.
Me di cuenta de que estaba disgustado, así que le estreché la mano.
—¿Qué pasa?
—¡Acabas de soltar cuatrocientos pavos, Paloma! —dijo Pedro con el ceño
fruncido.
—Si fuera la noche del póquer en Sig Tau, me los habría quedado, pero no
puedo robar a tus hermanos la primera vez que los veo.
—¡Ellos se habrían quedado con tu dinero! —dijo él.
—Y no me habría quitado el sueño ni por un segundo tampoco —añadió
Manuel.
Pablo me miraba fijamente en silencio desde la esquina de la habitación.
—¿Por qué no le quitas los ojos de encima a mi chica, Pablito?
—¿Cómo has dicho que te apellidabas? —preguntó Pablo.
Me moví con nerviosismo. Pensé frenéticamente en alguna manera
ingeniosa o sarcástica de salirme por la tangente, pero en lugar de eso me mordí
las uñas nerviosa, maldiciéndome en silencio. Debería haber sido más lista y no
haber ganado todas esas manos. Pablo lo sabía. Lo veía en sus ojos.
Al reparar en mi inquietud, Pedro se volvió hacia su hermano y me pasó el
brazo por la cintura. No estaba segura de si lo hacía para protegerme o porque se
estaba preparando para lo que pudiera decir su hermano.
Pedro se volvió, visiblemente incómodo ante la pregunta de su hermano.
—Es Chaves, pero ¿qué importa eso?
—Entiendo por qué no has atado cabos antes de esta noche, Pepe, pero
ahora ya no tienes excusa —dijo Pablo, con petulancia.
—¿De qué cojones estás hablando? —preguntó Pedro.
—¿No tendrás algún tipo de relación con Ruben Chaves por casualidad?
—continuó Pablo.
Todos se volvieron para mirarme y, nerviosa, me eché el pelo hacia atrás
con los dedos.
—¿De qué conoces a Ruben?
Pedro giró la cabeza para mirarme a la cara.
—Es uno de los mejores jugadores de póquer de la historia. ¿Lo conoces?
Cerré los ojos, consciente de que finalmente me habían arrinconado sin otra
opción que decir la verdad.
—Es mi padre.
La habitación estalló en gritos.
—¡No me jodas!
—¡Lo sabía!
—¡Acabamos de jugar con la hija de Ruben Chaves!
—¿Ruben Chaves? ¡Joder!
Pablo, Horacio y Pedro eran los únicos que no gritaban.
—Chicos, os advertí de que era mejor que no jugara —dije.
—Si hubieras mencionado que eras la hija de Ruben Chaves, te habríamos
tomado más en serio —apuntó Pablo.
Me volví a mirar a Pedro, que no salía de su asombro.
—¿Eres el Trece de la Suerte? —preguntó, con mirada algo confusa.
Marcos se levantó y me señaló, boquiabierto.
—¡El Trece de la Suerte está en nuestra casa! No puede ser. ¡Joder, no puedo
creérmelo!
—Ese fue el apodo que me pusieron los periódicos. Y la historia no era
demasiado precisa —dije inquieta.
—Tengo que llevar a Pau a casa, chicos —dijo Pedro, observándome
todavía asombrado. Horacio me miró por encima de las gafas.
—¿Por qué no era precisa?
—No le robé la suerte a mi padre. A ver, es ridículo —me reí, retorciéndome
el pelo con un dedo.
Pablo sacudió la cabeza.
—No, Ruben dio esa entrevista. Dijo que a las doce de la noche de tu
decimotercer cumpleaños se le agotó la suerte.
—Y empezó la tuya —añadió Pedro.
—¡Te criaron unos mafiosos! —dijo Marcos, sonriendo de emoción.
—Eh…, no —solté una carcajada—. No me criaron, solo… venían mucho a
casa.
—Eso fue una maldita vergüenza, no fue justo que Ruben arrastrara tu
nombre por el barro en todos los periódicos. Eras solo una niña —dijo Horacio,
sacudiendo la cabeza.
—Como mucho, era la suerte del principiante —dije, intentando
desesperadamente ocultar mi humillación.
—Ruben Chaves te enseñó a jugar —dijo Horacio, sacudiendo la cabeza
asombrado—. Jugabas contra profesionales y ganabas a los trece años, por Dios
santo. —Miró a Pedro y sonrió—. No apuestes contra ella, hijo. Nunca pierde.
Pedro me miró; por su expresión era evidente que seguía conmocionado y
desorientado.
—Bueno… Tenemos que irnos, papá. Adiós, chicos.

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