TRILOGIA:LA PRIMER PARTE CONTADA POR PAULA,LA SEGUNDA POR PEDRO Y LA TERCERA EN UN MOMENTO ESPECIFICO DE SUS VIDAS
miércoles, 23 de abril de 2014
CAPITULO 86
—¡Ay! —grité, justo antes de apartar la mano del fogón y chuparme la parte quemada automáticamente.
—¿Estás bien, Paloma? —preguntó Pedro, mientras apoyaba los pies en el suelo y se ponía una camiseta.
—¡Mierda! ¡El suelo está jodidamente congelado!
Ahogué una risita mientras observaba cómo saltaba sobre un pie y el otro hasta que las plantas se le aclimataron al frío de las baldosas.
Cuando el sol apenas había asomado por el horizonte, todos los Alfonso menos uno seguían durmiendo sonoramente en sus camas. Empujé la antigua fuente metálica más adentro en el horno y cerré la puerta, justo antes de volverme para enfriarme los dedos debajo del grifo.
—Puedes volver a la cama. Acabo de meter el pavo.
—¿Vienes conmigo? —me preguntó él, mientras se rodeaba con los brazos para resguardarse del aire frío.
—Sí.
—Tú primero —dijo él, moviendo la mano hacia las escaleras.
Pedro se quitó la camiseta mientras ambos metíamos las piernas bajo las sábanas y nos cubríamos con la manta hasta el cuello. Me estrechó fuertemente entre sus brazos mientras temblábamos, a la espera de que el calor de nuestros cuerpos calentara el pequeño espacio que quedaba entre nuestra piel y las sábanas.
Sentí sus labios contra mi pelo, y su garganta se movió al hablar.
—Mira, Paloma, está nevando.
Me volví hacia la ventana. Los copos blancos solo se veían a la luz de la farola.
—Parece Navidad —dije, cuando por fin notaba que mi piel se calentaba junto a la suya. Suspiró y me volví para mirarlo a la cara—. ¿Qué pasa?
—No estarás aquí en Navidad.
—Estoy aquí ahora.
Abrió la boca por un lado y se agachó para besarme los labios. Me aparté y sacudí la cabeza.
—Pepe…
Me abrazó con más fuerza y bajó la barbilla, con una mirada de determinación en sus ojos avellana.
—Me quedan menos de veinticuatro horas contigo, Paloma. Te voy a besar, de hecho, hoy te voy a besar mucho. Durante todo el día y cada vez que tenga la oportunidad. Si quieres que pare, dímelo, pero, mientras no lo hagas, voy a
aprovechar cada segundo de mi último día contigo.
—Pedro…
Lo pensé durante un momento y llegué a la conclusión de que no se engañaba sobre lo que pasaría cuando me llevara de vuelta a casa. Había ido allí para fingir, pero, por muy duro que fuera para ambos después, no quería decirle
que parase.
Cuando se dio cuenta de que estaba mirándole fijamente a los labios, volvió a levantar una de las esquinas de la boca, y se inclinó para apretar su suave boca contra la mía.
Empezó de forma dulce e inocente, pero, en cuanto separó los labios, acaricié su lengua con la mía. De inmediato, su cuerpo se tensó y empezó a respirar hondo por la nariz, apretando su cuerpo contra mí. Dejé caer la rodilla a un lado y él se puso encima de mí, sin apartar en ningún momento su boca de la mía.
No tardó nada en desvestirme y, cuando ya no había tejido alguno entre nosotros, se agarró a las barras de hierro del cabecero con ambas manos y con un movimiento rápido me penetró. Me mordí fuertemente el labio para ahogar el grito
que intentaba escapar de mi garganta. Pedro gimió contra mi boca, y yo apreté los pies contra el colchón para apoyarme y levantar las caderas junto con las suyas.
Con una mano en la barra de metal y la otra en mi nuca, me penetró una y otra vez; sentí que me temblaban las piernas con sus movimientos firmes y decididos. Su lengua buscó mi boca y sentí la vibración de sus profundos gemidos contra mi pecho, mientras mantenía su promesa de hacer que nuestro último día fuera memorable. Podría invertir mil años en intentar eliminar ese momento de mi memoria y seguiría grabado a fuego en mi cabeza.
Había pasado una hora cuando abrí los ojos de par en par. Todos mis nervios estaban centrados en las sacudidas de mis entrañas.Pedro aguantaba la respiración mientras entraba en mí una última vez. Me derrumbé sobre el colchón, completamente exhausta. Pedro respiraba agitadamente, sin poder hablar y empapado en sudor.
Oí voces escaleras abajo y me tapé la boca, riéndome de nuestro mal comportamiento. Pedro se puso de lado para escrutar mi cara con sus tiernos ojos castaños.
—Has dicho que solo ibas a besarme —dije riéndome.
CAPITULO 85
Pedro sujetó la puerta del dormitorio antes de que se cerrara y después se quedó petrificado.
—¿Quieres que espere en el pasillo mientras te vistes para dormir?
—Me voy a dar una ducha. Así que me vestiré en el baño.
Se rascó la nuca.
—Vale, pues aprovecharé para prepararme la cama.
Asentí de camino al baño. Me froté con fuerza en la ducha destartalada, centrándome en las manchas de agua y jabón para luchar contra el miedo abrumador que me inspiraba tanto esa noche como la mañana siguiente. Cuando regresé al dormitorio, Pedro tiró una almohada al suelo sobre su cama improvisada. Me dedicó una tenue sonrisa antes de dejarme para meterse en la ducha.
Me acomodé en la cama y me tapé con las sábanas hasta el pecho, mientras intentaba ignorar las mantas del suelo.
Cuando Pedro regresó, se quedó mirando su cama en el suelo con la misma tristeza que yo; después, apagó la luz y se acomodó sobre su almohada.
Nos quedamos en silencio durante unos pocos minutos hasta que oí a Pedro soltar un suspiro de pena.
—Esta es nuestra última noche juntos, ¿no?
No respondí de inmediato; intenté pensar cuál sería la respuesta más adecuada.
—No quiero pelear, Pepe. Intenta dormirte.
Cuando le oí moverse, me puse de lado para mirarlo y apreté la mejilla sobre la almohada. Él apoyó la cabeza en la mano y me miró fijamente a los ojos.
—Te amo.
Lo observé un momento antes de decir:
—Me lo prometiste.
—Te dije que esto no era ninguna artimaña para volver juntos. Y no lo era. —Alargó el brazo para cogerme de la mano—. Pero no te puedo prometer que no aproveche todas mis opciones de volver contigo.
—Me importas. No quiero que sufras, pero debería haber seguido mi primer instinto. Lo nuestro nunca podría haber funcionado.
—Pero me querías, ¿verdad?
Apreté los labios.
—Todavía te quiero.
Le brillaron los ojos y me apretó la mano.
—¿Puedo pedirte un favor?
—Todavía estoy con el último que me pediste —dije con una sonrisita burlona.
Sus rasgos no se alteraron, se mostró imperturbable ante mis palabras.
—Si aquí se acaba todo…, si realmente has terminado conmigo…, ¿me dejarías pasar esta noche abrazándote?
—No creo que sea una buena idea, Pepe.
Me agarró con fuerza la mano.
—Por favor. No puedo dormir sabiendo que estás a escasos centímetros; nunca volveré a tener esta oportunidad.
Me quedé mirando fijamente su mirada de desesperación y, entonces, fruncí el ceño.
—No voy a hacer el amor contigo.
Sacudió la cabeza.
—No es eso lo que te pido.
Escruté la tenuemente iluminada habitación, mientras sopesaba las posibles consecuencias, preguntándome si tendría voluntad para detener a Pedro en el caso de que cambiara de idea e intentara algo. Cerré los ojos con fuerza, me aparté del borde de la cama y eché a un lado la manta. Se metió a mi lado en la cama y me estrechó fuertemente entre sus brazos. Su pecho desnudo subía y bajaba con
respiraciones irregulares, y me maldije por sentir tanta paz contra su piel.
—Voy a echar esto de menos —dije.
Me besó en el pelo y me acercó hacia él. Parecía que no me tenía nunca lo suficientemente cerca. Enterró la cara en mi cuello y apoyé la mano en su espalda para consolarlo, aunque yo tenía el corazón tan roto como él. Contuvo un suspiro y apretó su frente contra mi cuello, mientras me clavaba los dedos en la piel de la espalda. Por muy tristes que estuviéramos la última noche de la apuesta, aquello
era mucho, mucho peor.
—No…, no creo que pueda con esto, Pedro.
Me abrazó más fuerte y noté cómo la primera lágrima se me derramaba desde el ojo por la sien.
—No puedo hacerlo —dije, cerrando con fuerza los ojos.
—Pues no lo hagas —respondió contra mi piel—. Dame otra oportunidad.
Intenté salir de debajo de él, pero me agarraba con demasiada fuerza como para poder escapar. Me cubrí la cara con las dos manos y ambos nos movimos al
ritmo de mis sollozos silenciosos. Pedro me miró con los ojos entrecerrados y húmedos. Me apartó la mano de los ojos con sus dedos largos y delicados, y me besó en la palma. Se me entrecortó la respiración cuando me miró primero a los labios y luego a los ojos.
—Nunca amaré a nadie como te amo a ti, Paloma.
Me sorbí las lágrimas y le toqué la cara.
—No puedo.
—Lo sé —dijo él, con voz rota—. Jamás conseguí convencerme de ser lo bastante bueno para ti.
Arrugué la cara y sacudí la cabeza.
—No eres solo tú, Pepe. No somos buenos el uno para el otro.
Sacudió la cabeza, como si quisiera decir algo, pero se lo hubiera pensado mejor. Después de una respiración larga y profunda, apoyó la cabeza sobre mi pecho. Cuando los números verdes del reloj, que estaba al otro lado de la habitación, marcaron las once en punto, la respiración de Pedro finalmente se ralentizó y se volvió regular. Antes de sumirme en un sueño profundo, parpadeé unas cuantas veces.
CAPITULO 84
Pelamos una montaña de patatas, cortamos verduras, sacamos el pavo para que se descongelara y empezamos los pasteles. La primera hora resultó más que incómoda, pero, cuando llegaron los gemelos, todo el mundo se reunió en la cocina. Horacio contó historias de cada uno de los chicos y nos reímos de las anécdotas de anteriores días de Acción de Gracias desastrosos en los que intentaron hacer
algo que no fuera pedir una pizza.
—Ana era una cocinera excelente —dijo Horacio, como si pensara en voz alta—Pepe no se acuerda, pero, después de su muerte, carecía de sentido intentar cualquier cosa.
—No te sientas presionada por ello, Pau —dijo Marcos.
Se rio y cogió una cerveza del frigorífico.
—Saquemos las cartas. Quiero intentar recuperar parte del dinero que se llevó Pau.
Horacio dijo que no a su hijo con el dedo.
—Nada de póquer este fin de semana, Marcos. He bajado el dominó, ve a prepararlo. Y nada de apuestas, maldita sea. Lo digo en serio.
Marcos sacudió la cabeza.
—Está bien, viejo, está bien.
Los hermanos de Pedro salieron de la cocina sin dirección fija, y Marcos los siguió, antes de detenerse y mirar hacia atrás.
—Vamos, Pepe.
—Estoy ayudando a Paloma.
—No queda mucho por hacer, cariño —dije—. Ve.
Su mirada se enterneció con mis palabras y me tocó la cadera.
—¿Estás segura?
Asentí y él se inclinó para besarme la mejilla, apretándome la cadera con los dedos antes de seguir a Marcos a la sala donde estaban jugando. Horacio sacudió la cabeza y sonrió al ver a sus hijos cruzar el umbral.
—Lo que estás haciendo es increíble, Pau. No sé si te das cuenta de lo mucho que lo apreciamos.
—Fue idea de Pepe. Estoy encantada de poder ayudar.
Se apoyó con todo su peso sobre la encimera y dio un sorbo a su cerveza mientras sopesaba sus siguientes palabras.
—Pedro y tú no habéis hablado mucho. ¿Tenéis problemas?
Eché el jabón en el fregadero lleno de agua caliente, mientras intentaba pensar en algo que decir que no fuera una mentira descarada.
—Supongo que las cosas han cambiado un poco.
—Es lo que imaginaba. Tienes que ser paciente con él. Pedro no recuerda mucho del asunto, pero estaba muy unido a su madre, y después de perderla no volvió a ser el mismo jamás. Pensaba que lo superaría… Ya sabes, porque pasó cuando era muy pequeño. Fue duro para todos, pero Pepe… no volvió a intentar querer a nadie después de eso. Me sorprendió que te trajera aquí. Por la forma en la que actúa cuando tú estás presente, por la forma en que te mira…, supe que eras especial.
Sonreí, pero no aparté la mirada de los platos que estaba frotando.
—Pedro va a pasarlo mal. Cometerá muchos errores. Creció rodeado de un montón de críos sin madre y con un viejo gruñón y solitario como padre. Todos estuvimos un poco perdidos después de que Ana muriera, y supongo que yo no
ayudé a los chicos a asumir la pérdida tal y como debería haber hecho. Sé que es difícil no culparlo, pero tienes que quererlo de todos modos, Pau. Eres la única mujer a la que ha querido, aparte de a su madre. No sé cómo se quedará si tú también lo dejas. —Me tragué las lágrimas y asentí, incapaz de replicar. Horacio apoyó la mano en mi hombro y me lo estrechó—. Nunca lo he visto sonreír como cuando
está contigo. Espero que todos mis chicos consigan a una Pau algún día.
Sus pisadas se apagaron por el pasillo y me agarré al borde del fregadero, mientras intentaba recuperar el aliento. Sabía que pasar las vacaciones con Pedro y su familia sería difícil, pero no pensaba que se me volvería a partir el corazón.
Los chicos bromeaban y se reían en la habitación de al lado, mientras yo lavaba y secaba los platos, antes de guardarlos. Limpié la cocina, y después me lavé las manos y me dirigí a las escaleras para acostarme.
Pedro me cogió la mano.
—Es temprano, Paloma. No te irás ya a la cama, ¿no?
—Ha sido un día largo. Estoy cansada.
—Nos estábamos preparando para ver una peli. ¿Por qué no bajas y te quedas con nosotros?
Alcé la mirada hacia las escaleras y, después, contemplé su sonrisa esperanzada.
—Está bien.
Me llevó de la mano hasta el sofá, y nos sentamos juntos cuando empezaban los títulos de crédito.
—¿Puedes apagar esa luz, Nahuel? —pidió Horacio.
Pedro extendió su brazo por detrás de mí, dejándolo sobre el respaldo del sofá. Intentaba mantener la ficción, mientras me tranquilizaba. Había sido muy cuidadoso para no aprovecharse de la situación, pero albergaba un conflicto en mi interior: me sentí agradecida y decepcionada a la vez.
Estaba sentada muy cerca de él, y olía la mezcla de tabaco y de su colonia. Me resultaba muy difícil mantener la
distancia, tanto física como emocionalmente. Justo como había temido, mi resolución estaba desapareciendo. Me afané por olvidarme de todo lo que había dicho Horacio en la cocina.
A mitad de la película, la puerta principal se abrió de par en par y Pablo apareció con las bolsas en la mano.
—¡Feliz Acción de Gracias! —dijo él, mientras dejaba su equipaje en el suelo.
Horacio se levantó y abrazó a su hijo mayor, y todo el mundo excepto Pedro se levantó para saludarlo.
—¿No vas a saludar a Pablo? —susurré yo.
Me respondió sin mirarme, mientras observaba a su familia abrazarse y reír.
—Tengo una noche contigo. No pienso desperdiciar ni un solo segundo.
—Hola, Pau. Me alegro de volver a verte —dijo Pablo sonriendo.
Pedro me puso la mano en la rodilla y yo bajé la mirada hacia mi pierna, para después volverme hacia Pedro. Cuando se dio cuenta de la expresión de mi cara, Pedro retiró la mano de la pierna y cruzó las manos sobre el regazo.
—Vaya, vaya, ¿problemas en el paraíso? —preguntó Pablo.
—Cállate, Pablito —gruñó Pedro.
El humor de la habitación cambió y sentí que todas las miradas recaían sobre mí, a la espera de una explicación. Sonreí nerviosa y cogí la mano de Pedro entre las mías.
—Solo estamos cansados. Llevamos toda la tarde trabajando en la comida —dije, mientras apoyaba la cabeza en el hombro de Pedro.
Bajó la mirada a nuestras manos y me las estrechó mientras levantaba un poco las cejas. Solté un suspiro.
—Me voy directa a la cama, cariño. —Miré a los demás—. Buenas noches, chicos.
—Buenas noches, tesoro —dijo Horacio.
Los hermanos de Pedro me dieron las buenas noches y subí las escaleras.
—Yo también me voy a acostar —oí decir a Pedro.
—Claro, cómo no —espetó burlón Marcos.
—Cabrón con suerte —masculló Manuel.
—Oye, no voy a permitir que nadie hable así de tu hermana —les avisó Horacio.
Se me cayó el alma a los pies. La única familia real que había tenido en años eran los padres de Rosario, y, aunque Sebastian y Patricia siempre habían velado por mí con auténtica bondad, en cierto modo eran prestados. Los seis hombres rebeldes, malhablados y adorables de la planta baja me habían recibido con los brazos abiertos y, al día siguiente, tendría que despedirme de ellos definitivamente.
CAPITULO 83
El viaje hasta casa de su padre transcurrió en silencio. Sentía el coche cargado de nervios, y me resultaba difícil sentarme sin moverme sobre los fríos asientos de cuero. Cuando llegamos, Marcos y Horacio salieron al porche con una gran sonrisa. Pedro sacó nuestro equipaje del coche y Horacio le dio unas palmaditas en la espalda.
—Me alegro de verte, hijo.
Su sonrisa se ensanchó cuando me miró.
—Paula Chaves, esperamos impacientes la cena de mañana. Ha pasado mucho tiempo desde que…, bueno, ha pasado mucho tiempo.
Asentí y seguí a Pedro al interior de la casa. Horacio se puso las manos sobre su prominente barriga y se rio.
—Os he puesto en la habitación de invitados, Pepe. Supongo que no te apetecerá demasiado pelearte con los gemelos en tu habitación.
Miré a Pedro. Era doloroso ver sus dificultades para expresarse.
—Pau…, bueno…, se…, se quedará en la habitación de invitados, y yo me iré a la mía.
Marcos puso una cara rara.
—¿Por qué? ¿No ha estado quedándose en tu apartamento?
—Últimamente no —precisó, en un intento desesperado por evitar decir la verdad.
Horacio y Marcos intercambiaron una mirada.
—Llevamos años usando la habitación de Pablo como trastero, así que iba a dejarlo quedarse con tu habitación, pero supongo que puede dormir en el sofá —dijo Horacio, echando un vistazo a los cojines desgastados y descoloridos del salón.
—No te preocupes, Horacio. Solo intentábamos ser respetuosos —le dije, acariciándole el brazo.
Sus carcajadas resonaron por toda la casa, y me dio unas palmaditas en la mano.
—Ya has conocido a mis hijos, Pau. Deberías saber que es casi imposible ofenderme.
Pedro señaló las escaleras con la cabeza y lo seguí. Abrió una puerta y dejó nuestras bolsas en el suelo, mientras miraba la cama y luego a mí.
La habitación estaba forrada con paneles marrones, y la moqueta marrón estaba más desgastada de lo aconsejable. Las paredes eran de un blanco sucio, y había algunos desconchones. Solo vi un cuadro en la pared: era una foto
enmarcada de Horacio y la madre de Pedro. El fondo era del color azul habitual en los retratos de estudio; los dos llevaban el pelo cortado a capas, eran jóvenes y sonreían a la cámara. Debían de habérsela hecho antes de que nacieran sus hijos, porque ninguno de los dos parecía tener más de veinte años.
—Lo siento, Paloma. Dormiré en el suelo.
—Eso por descontado —dije, mientras me recogía el pelo en una cola de caballo—. No puedo creer que me convencieras para hacer esto.
Se sentó en la cama y se frotó la cara frustrado.
—Joder… Esto va a ser un lío. No sé en qué pensaba.
—Sé exactamente en qué estabas pensando. No soy ninguna estúpida,Pedro.
Me miró y sonrió.
—Y aun así has venido.
—Tengo que dejarlo todo preparado para mañana —dije, mientras abría la puerta.
Pedro se levantó.
—Te ayudo.
CAPITULO 82
Rosario y Valentin me esperaban en la puerta de la cafetería y entramos juntos. Cogí los cubiertos y la bandeja, y dejé caer sobre ella mi plato.
—¿Qué mosca te ha picado, Pau? —preguntó Rosario.
—No puedo irme mañana con vosotros.
Valentin se quedó boquiabierto.
—¿Te vas a casa de los Alfonso?
Rosario me fulminó con la mirada.
—¿Que vas adónde?
Suspiré y metí mi identificación del campus en el cajero.
—Cuando estábamos en el avión de regreso, le prometí a Pepe que iría.
—En su defensa —empezó a decir Valentin—, debo decir que no pensaba que acabarais rompiendo de verdad. Pensaba que volveríais. Cuando se dio cuenta de que ibas en serio, ya era demasiado tarde.
—Eso son chorradas, Valen, y lo sabes —dijo Rosario entre dientes—. No tienes que ir si no quieres, Pau.
Tenía razón. No podía decirse que no tuviera opción, pero era incapaz de hacerle eso a Pedro. Aunque lo odiara, cosa que no ocurría.
—Si no voy, tendrá que explicarles por qué no he aparecido y no quiero arruinarle su día de Acción de Gracias. Todos van a acudir a casa pensando que yo voy a estar.
Valentin sonrió.
—Les has robado el corazón a todos; precisamente, Horacio estuvo hablando con mi padre de ti el otro día.
—Genial —murmuré.
—Pau tiene razón —dijo Valentin—. Si no va, Horacio se pasará el día criticando a Pepe. No tiene sentido arruinarles el día.
Rosario me pasó su brazo por los hombros.
—Todavía puedes venir con nosotros. Ya no estás con él. Ya no tienes por qué sacarle las castañas del fuego.
—Lo sé, Ro, pero es lo correcto.
El sol se ocultó tras los edificios que veía por mi ventana, mientras yo me peinaba de pie ante el espejo e intentaba decidir cómo fingir que seguía con Pedro.
—Solo es un día, Pau. Puedes arreglártelas un día —dije al espejo.
Fingir nunca había sido un problema para mí; lo que me preocupaba era qué pasaría mientras duraba nuestra actuación. Cuando Pedro me dejara en casa después de la cena, tendría que tomar una decisión. Una decisión distorsionada por la falsa felicidad que íbamos a representar para su familia.
Toc, toc.
Me giré y miré hacia la puerta. Carla no había vuelto a nuestra habitación en toda la noche y sabía que Rosario y Valentin ya se habían marchado. No tenía ni idea de quién podía ser. Dejé el cepillo en la mesa y abrí la puerta.
—Pedro —dije con un suspiro.
—¿Estás lista?
Enarqué una ceja.
—¿Lista para qué?
—Dijiste que te recogiera a las cinco.
Crucé los brazos delante del pecho.
—¡Me refería a las cinco de la mañana!
—Ah —dijo Pedro, evidentemente decepcionado.—Supongo que debería llamar a mi padre para decirle que al final no nos quedamos.
—¡Pedro! —me lamenté.
—He traído el coche de Valentin para no tener que llevar las cosas en la moto.Hay un dormitorio libre en el que podrías instalarte. Podemos ver una peli o…
—¡No voy a quedarme en casa de tu padre!
La tristeza se hizo evidente en su rostro.
—Vale…, supongo que…, que nos veremos por la mañana.
Dio un paso atrás y cerré la puerta, apoyándome en ella. Todas las emociones contenidas hervían en mi interior, y solté un suspiro de exasperación.
Con la cara de decepción de Pedro todavía fresca, abrí la puerta, salí y descubrí que iba andando lentamente por el pasillo mientras marcaba un número en su teléfono.
—Pedro, espera. —Se dio media vuelta y la mirada de esperanza de sus ojos me hizo sentir un pinchazo de dolor en el pecho—. Dame un minuto para recoger unas cuantas cosas.
Una sonrisa de alivio y agradecimiento se extendió en su cara y me siguió hasta mi habitación; desde el umbral me observó guardar unas cuantas cosas en una bolsa.
—Te sigo queriendo, Paloma.
No levanté la mirada.
—No sigas. No hago esto por ti.
Contuvo un suspiro.
—Lo sé.
Suscribirse a:
Comentarios (Atom)