Rosario me saludó con la mano y se fue con Valentin, mientras yo me
encaminaba a la clase de la tarde. Entrecerré los ojos ante el resplandor del sol y
agarré las correas de mi mochila. Eastern era exactamente lo que yo esperaba;
desde las aulas más pequeñas hasta las caras desconocidas. Para mí era un nuevo
comienzo; finalmente podía ir caminando a algún sitio sin tener que aguantar los
susurros de quienes lo sabían todo, o creían saberlo, sobre mi pasado. Era igual
que los demás estudiantes de primero que se iban a clase con los ojos bien abiertos
y ansiosos por aprender; nada de miradas, rumores, lástima o reprobación. Solo la
impresión que yo quería causar:Paula Chaves, seria y vestida de cachemira.
Dejé la mochila en el suelo y me derrumbé en la silla antes de agacharme
para sacar mi portátil del bolso. Cuando me incorporé para dejarlo en la mesa,
Pedro se sentó a la mesa de al lado.
—Bien. Puedes tomar apuntes por mí —dijo.
Mordió el boli que llevaba en la boca y lució su mejor sonrisa.
Lo miré con desprecio.
—Ni siquiera estás en esta clase.
—Cómo que no. Suelo sentarme allí, al fondo —dijo, y señaló con la cabeza
la fila de arriba. Un pequeño grupo de chicas me miraba fijamente y vi una silla
vacía en medio.
—No voy a tomar apuntes por ti —aclaré mientras encendía el portátil.
Pedro se inclinó de tal manera que podía sentir su aliento sobre mi mejilla.
—Lo siento… ¿He dicho algo que te ofenda? —Suspiré y negué con la
cabeza—. Entonces, ¿qué problema tienes?
Mantuve la voz baja.
—No voy a acostarme contigo. Deberías dejarlo ya.
Una sonrisa cruzó lentamente su cara antes de hablar.
—No te he pedido que te acostaras conmigo. —Se quedó pensando,
mirando fijamente al techo—. ¿Verdad?
—No soy un clon de Barbie o una de tus groupies de allí —le dije mientras
echaba un vistazo a las chicas de atrás—. No me impresionas con tus tatuajes, tus
encantos o tu indiferencia estudiada. ¿Por qué no dejas ya tus numeritos?
—De acuerdo, Paloma. —Era totalmente inmune a mis cortes—. ¿Por qué no
te vienes con Rosario esta noche?
Me reí de su petición, pero él se acercó más.
—No intento pillar cacho contigo, solo quiero pasar el rato.
—¿Pillar cacho? ¿Cómo consigues acostarte con alguien si le hablas de esta
manera?
Pedro se echó a reír, sacudiendo la cabeza.
—Ven y ya está. Ni siquiera flirtearé contigo, te lo prometo.
—Me lo pensaré.
El profesor Chaney entró pausadamente, y Pedro volvió la mirada al frente
del aula. Una sonrisa esbozada, que permanecía en su rostro, le marcaba un
hoyuelo en la mejilla. Cuanto más sonreía, más ganas tenía de odiarlo y, aun así,
eso era precisamente lo que me hacía imposible odiarlo.
—¿Alguien sabe decirme qué presidente tenía una mujer bizca que padecía
de feítis aguda? —preguntó Chaney.
—Asegúrate de tenerlo apuntado —susurró Pedro—, me hará falta para las
entrevistas de trabajo.
—¡Shhh! —dije mientras tecleaba cada palabra de Chaney.
Pedro sonreía, relajado en su silla. Durante el tiempo que duró la clase,
bostezaba o se apoyaba en mi brazo para mirar la pantalla. Traté de ignorarlo con
todas mis fuerzas, pero su proximidad y los músculos abultados de su brazo me lo
ponían difícil. Después, se puso a juguetear con la pulsera de cuero negro de su
muñeca hasta que Chaney nos dejó marchar. Salí corriendo por la puerta y
atravesé el pasillo. Justo cuando ya me sentía a una distancia segura, Pedro Alfonso apareció a mi lado.
—¿Te lo has pensado? —preguntó mientras se colocaba las gafas de sol.
Una chica morena se plantó delante de nosotros, con los ojos como platos y
llenos de esperanza.
—Hola, Pedro —canturreó, mientras jugaba con su pelo.
Me detuve, intentando esquivar su voz melosa, y se fue andando después
de rodearla. Ya la había visto antes, hablando de manera normal en las zonas
compartidas de los dormitorios de las chicas: Morgan Hall. Su tono de voz
entonces parecía mucho más maduro y me pregunté por qué creería que a Pedro le
parecería atractiva esa vocecita de niña. Balbuceó en una octava un poco más alta,
hasta que él volvió a ponerse a mi lado.
Después de sacar un mechero del bolsillo, se encendió un cigarrillo y soltó
una espesa nube de humo.
—¿Por dónde iba? Ah, sí…, estabas pensando.
Hice una mueca.
—¿De qué estás hablando?
—¿Has decidido si vas a venir?
—Si digo que sí, ¿dejarás de seguirme?
Consideró mi condición y después asintió.
—Sí.
—Entonces iré.
—¿Cuándo?
Solté un suspiro.
—Esta noche. Iré esta noche.
Pedro sonrió y se detuvo en seco.
—Genial, nos vemos luego, Palomita.
Doblé la esquina y me encontré a Rosario de pie con Jeronimo, fuera de
nuestro dormitorio. Los tres habíamos acabado en la misma mesa en la sesión de
orientación para los estudiantes de primer año, y sabía que sería la tercera rueda
de nuestra bien engrasada máquina. No era excesivamente alto, pero aun así
superaba mi metro sesenta y pico. Tenía unos ojos redondos que compensaban sus
rasgos finos, y normalmente llevaba el pelo decolorado peinado con una cresta
hacia delante.
—¿Pedro Alfonso? Por Dios,Pau, ¿desde cuándo te aventuras por aguas
tan peligrosas? —dijo Jero con mirada de desaprobación.
Rosario se sacó el chicle de la boca formando un largo hilo.
—Si intentas ahuyentarlo solo vas a empeorar las cosas. No está
acostumbrado a eso.
—¿Y qué me sugieres que haga? ¿Acostarme con él?
Rosario se encogió de hombros.
—Ahorraría tiempo.
—Le he dicho que iría a su casa esta noche
Jeronimo y Rosario intercambiaron miradas.
—¿Qué?
—Me prometió que dejaría de darme la lata si decía que sí. Tú estarás en su
casa esta noche, ¿no?
—Pues sí —dijo Rosario—. ¿De verdad vas a venir?
Sonreí, y los dejé para entrar en los dormitorios, preguntándome si Pedro
haría honor a su promesa de no flirtear conmigo. No era difícil calarlo; o bien me
veía como un reto o como lo suficientemente poco atractiva como para ser una
buena amiga. No estaba segura de qué opción me molestaba más.
Cuatro horas después, Rosario llamó a mi puerta para llevarme a casa de
Valentin y Pedro. Cuando salí al pasillo, no se contuvo.
—¡Puf, Pau! ¡Pareces una sin techo!
—Bien —dije, sonriendo por mi conjunto.
Llevaba el pelo recogido en la parte superior de la cabeza en un moño
descuidado. Me había quitado el maquillaje y me había cambiado las lentillas por
gafas de montura negra rectangular. Llevaba una camiseta raída y pantalones de
chándal, y andaba con un par de chanclas. Unas horas antes se me había ocurrido
que lo mejor, en cualquier caso, era ir lo menos atractiva posible. Si todo iba según
lo previsto, las ansias de Pedro se calmarían al instante y dejaría a un lado su
ridícula persistencia. Si buscaba ser mi colega, seguiría siendo demasiado joven
para dejarse ver conmigo.
Rosario bajó la ventanilla y escupió el chicle.
—Está tan claro lo que haces… ¿Por qué no te revuelcas directamente en
mierda de perro para completar tu vestimenta?
—No intento impresionar a nadie —dije.
—Obviamente.
Nos detuvimos en el aparcamiento del complejo de apartamentos de
Valentin, y seguí a Rosario hasta las escaleras. Valentin abrió la puerta y se rio
cuando entré.
—¿Qué te ha pasado?
—Intenta estar poco impresionante —dijo Rosario.
Rosario siguió a Valentin a su habitación. La puerta se cerró y me quedé
sola; me sentía fuera de lugar. Me acomodé en el sillón reclinable que estaba más
cerca de la puerta y me quité las chanclas.
Rosario me acompañó hasta mi cuarto y luego se burló de Carla, mi
compañera de habitación. Enseguida me quité la rebeca ensangrentada y la arrojé
al cesto de ropa sucia.
—Qué asco. ¿Dónde has estado? —preguntó Carla desde su cama.
Miré a Rosario, quien se encogió de hombros.
—Ha sangrado por la nariz. ¿Nunca has visto uno de los famosos sangrados
de nariz de Pau? —Carla se puso las gafas y negó con la cabeza—. Seguro que lo
harás.
Me guiñó un ojo y luego cerró la puerta tras ella.
Menos de un minuto después, sonó mi móvil. Como de costumbre, Rosario
me enviaba un SMS a los pocos segundos de habernos despedido.
m kedo cn Valen, t veo mñn reina dl ring
Le eché una ojeada a Carla, quien me miraba como si mi nariz fuera a
chorrear de un momento a otro.
—Era broma —le dije.
Carla asintió con indiferencia y luego bajó la mirada hacia los libros
desordenados sobre su colcha.
—Creo que voy a darme una ducha —dije mientras cogía una toalla y mi
neceser.
—Avisaré a los medios de comunicación —ironizó Carla, sin levantar la
cabeza.
Al día siguiente, Valentin y Rosario comieron conmigo. Yo tenía toda la
intención de sentarme sola, pero, a medida que los estudiantes empezaron a llenar
la cafetería, tanto los compañeros de fraternidad de Valentin como los del equipo
de fútbol ocuparon las sillas a mi alrededor. Algunos de ellos habían estado en la
pelea, pero ninguno mencionó mi experiencia al borde del cuadrilátero.
—Valen —llamó una voz de paso.
Valentin asintió con la cabeza; Rosario y yo nos dimos la vuelta y vimos a
Pedro mientras tomaba asiento al final de la mesa. Dos exuberantes rubias de bote
con camisetas de Sigma Kappa lo seguían. Una de ellas se sentó en el regazo de
Pedro, mientras que la otra se sentó junto a él y aprovechó para toquetearle la
camisa.
—Me están entrando ganas de vomitar —murmuró Rosario.
La rubia del regazo de Pedro se volvió hacia ella.
—Te he oído, guarra.
Rosario agarró su bocadillo, lo lanzó al otro lado de la mesa y estuvo a
punto de alcanzar la cara de la chica. Antes de que esta pudiera decir una palabra
más, Pedro relajó las rodillas y la mandó directa al suelo.
—¡Ay! —chilló ella, levantando la mirada hacia Pedro.
—Rosario es amiga mía. Tendrás que buscarte otro regazo, Lore.
—¡Pedro! —gimió la chica mientras se ponía de pie.
Pedro volvió su atención al plato, ignorándola. Ella miró a su hermana y
resopló, luego las dos se fueron cogidas de la mano. Como si nada hubiese pasado,
Pedro le guiñó el ojo a Rosario y engulló otro bocado. Fue entonces cuando me di
cuenta de un pequeño corte en su ceja. Intercambió miradas con Valentin y después
se puso a hablar con un chico del equipo de fútbol que tenía enfrente.
Cuando la mesa se despejó, Rosario, Valentin y yo nos quedamos a hablar
sobre los planes para el fin de semana. Pedro se levantó para irse, pero se detuvo
en la cabecera de nuestra mesa.
—¿Qué? —preguntó Valentin en voz alta, llevándose una mano al oído.
Traté de ignorarlo todo lo que pude, pero, cuando levanté la mirada, Pedro
tenía los ojos clavados en mí.
—Ya la conoces, Pepe. ¿Te acuerdas de la mejor amiga de Rosario? Estaba
con nosotros anoche —dijo Valentin.
Pedro me sonrió con la que supuse que debía de ser su sonrisa más
encantadora. Rezumaba sexo y rebeldía con su pelo corto y castaño y los brazos
tatuados, y yo puse los ojos en blanco frente a su intento de seducción.
—¿Desde cuándo tienes una mejor amiga, Ro? —preguntó Pedro.
—Desde tercero de secundaria —contestó ella, apretando los labios mientras
sonreía hacia mí.
—¿No te acuerdas, Pedro? Le estropeaste la chaqueta.
Pedro sonrió.
—Estropeo mucha ropa.
—Asqueroso —murmuré.
Pedro giró la silla vacía a mi lado y se sentó, apoyando los brazos delante.
—Así que tú eres Paloma, ¿eh?
—No —dije bruscamente—, tengo un nombre.
El modo en que me dirigía a él parecía divertirlo, y eso solo hizo que me
enfadara más.
—¿Ah sí? ¿Y cuál es? —preguntó.
Lo ignoré y di un mordisco al último trozo de manzana que me quedaba.
—Entonces te llamas Paloma —dijo, encogiéndose de hombros.
Miré a Rosario y luego me volví hacia Pedro.
—Oye, estoy tratando de comer.
Pedro respondió al desafío que le había lanzado poniéndose más cómodo.
—Me llamo Pedro. Pedro Alfonso.
Puse los ojos en blanco.
—Sé quién eres.
—Lo sabes, ¿eh? —dijo Pedro, levantando la ceja herida.
—No te hagas ilusiones. Es difícil no enterarse cuando hay cincuenta
borrachos gritando tu nombre.
Pedro se incorporó un poco.
—Eso me pasa a menudo.
Volví a poner los ojos en blanco y Pedro se echó a reír.
—¿Tienes un tic?
—¿Un qué?
—Un tic. Tus ojos no dejan de dar vueltas. —Se rio de nuevo cuando lo
fulminé con la mirada—. Aunque lo cierto es que tienes unos ojos alucinantes
—dijo, inclinándose a escasos centímetros de mi cara—. A ver… ¿De qué color
son? ¿Grises?
Bajé la mirada al plato, dejando que los largos mechones de mi pelo color
caramelo formaran una cortina entre nosotros. No me gustaba cómo me hacía
sentir al estar tan cerca. No quería ser como todas esas chicas de Eastern que se
ponían coloradas en su presencia. No quería que, de ninguna manera, tuviera ese
efecto sobre mí.
—Ni lo sueñes, Pedro. Es como si fuera mi hermana —le advirtió Rosario.
—Cariño —dijo Valentin—, acabas de decirle que no lo haga. Ahora no va a
parar.
—No eres su tipo —continuó ella, ignorando a su novio.
Pedro fingió estar ofendido.
—¡Soy el tipo de todas!
Miré hacia él y sonreí.
—¡Ah! Una sonrisa. Al final, no seré un cabrón de cojones —dijo guiñando
un ojo—. Ha sido un placer conocerte, Paloma.
Dio una vuelta alrededor de la mesa y se inclinó hacia el oído de Rosario.
Valentin le lanzó una patata frita a su primo.
—¡Aparta tus labios de la oreja de mi chica, Pepe!
—¡Solo estoy estableciendo contacto!
Pedro retrocedió, con las manos arriba y gesto inocente. Unas chicas lo
siguieron, soltando risitas y pasándose los dedos por el pelo para llamar su
atención. Él les abrió la puerta y ellas casi chillaron de placer.
Rosario se echó a reír.
—Oh, no. Estás en apuros, Pau.
—¿Qué te ha dicho? —pregunté, desconfiada.
—Quiere que la lleves a casa, ¿verdad? —dijo Valentin.
Rosario asintió y él negó con la cabeza.
—Eres una chica inteligente,Pau. Ahora bien, si caes en su puto juego y
acabas cabreándote con él, no la pagues conmigo o con Rosario, ¿vale?
Sonreí.
—A mí no me pasará, Valen. ¿Acaso me has tomado por uno de esos clones
de Barbie?
—No, a ella no le va a pasar —le aseguró Rosario, tocándole el brazo.
—No sería la primera vez, Ro. ¿Sabes cuántas veces me ha jodido las
cosas por acostarse con la mejor amiga de alguien? De pronto salir conmigo es un
conflicto de intereses, ¡porque sería confraternizar con el enemigo! Te lo advierto,
Pau—dijo mirándome—, no le pidas a Ro que deje de verme porque te creas
las gilipolleces de Pepe. Date por avisada.
—No hacía falta, pero te lo agradezco —dije.
Intenté tranquilizarlo con una sonrisa, pero su pesimismo era el resultado
de años de decepciones causadas por las jugarretas de Pedro.
TODO en la sala proclamaba a gritos que yo no pintaba nada allí. Las
escaleras se caían a pedazos; los ruidosos asistentes estaban muy juntos, codo con
codo, en un ambiente que era una mezcla de sudor, sangre y moho. Sus voces se
confundían mientras gritaban números y nombres una y otra vez, y movían los
brazos en el aire, intercambiando dinero y gestos para comunicarse en medio del
estruendo. Me abrí paso entre la multitud, siguiendo de cerca a mi mejor amiga.
—¡Guarda el dinero en la cartera, Paula! —me dijo Rosario.
Su radiante sonrisa relucía incluso en la tenue luz.
—¡Quédate cerca! ¡Esto se pondrá peor cuando empiece todo! —gritó
Valentin a través del ruido.
Rosario le agarró la mano y luego la mía mientras Valentin nos guiaba entre
ese mar de gente.
El repentino balido de un megáfono cortó el aire cargado de humo. El ruido
me sobresaltó y me hizo dar un respingo, buscar de dónde procedía ese toque.
Había un hombre sentado en una silla de madera, con un fajo de dinero en una
mano y el megáfono en la otra. Se llevó el plástico a los labios.
—¡Bienvenidos al baño de sangre! Amigos míos, si andaban buscando un
curso básico de economía…, ¡se han equivocado de sitio! Pero, si buscaban el
Círculo, ¡están en la meca! Me llamo Agustin. Yo pongo las reglas y yo doy el alto.
Las apuestas se acaban cuando los rivales saltan al ruedo. Nada de tocar a los
luchadores, nada de ayudas, no vale cambiar de apuesta, ni invadir el ring. Si la
cagán y no seguís las reglas, ¡se van derechitos a la puta calle sin dinero! ¡Eso
también va por Ustedes, jovencitas! Así que, chicos, ¡no usen a sus zorritas
para hacer trampas!
Valentin sacudió la cabeza.
—¡Por Dios, Agustin! —gritó en medio del estruendo al maestro de
ceremonias, en claro desacuerdo con las palabras que había utilizado aquel.
El corazón me palpitaba en el pecho. Con una rebeca de cachemira color
rosa y unos pendientes de perlas, me sentía como una maestra repipi en las playas
de Normandía. Le prometí a Rosario que podía enfrentarme a todo lo que se nos
viniera encima, pero en plena zona de impacto sentí la necesidad de agarrarme a
su flacucho brazo con las dos manos. Ella no me pondría en peligro, pero el hecho
de estar en un sótano con unos cincuenta típos universitarios y borrachos, decididos
a derramar sangre y ganar pasta, no me hacía confiar mucho en nuestras
posibilidades de salir incólumes.
Desde que Rosario había conocido a Valentin en la sesión de orientación del
primer curso, solía acompañarlo a las peleas clandestinas que tenían lugar en los
diversos sótanos de la Universidad de Eastern. Cada evento se llevaba a cabo en un
lugar diferente y se mantenía en secreto hasta una hora antes de la pelea.
Como me movía en un entorno bastante más tranquilo, me sorprendió saber
de un mundo clandestino en Eastern; pero Valentin lo conocía incluso antes de
haberse matriculado. Pedro, compañero de habitación y primo de Valentin,
participó en su primera pelea hacía siete meses. Se decía que él, ya como estudiante
de primer año, había sido el rival más letal que Agustin había visto en los tres años
desde que había creado el Círculo. Al empezar el segundo curso, Pedro era
invencible, de modo que las ganancias le permitían pagar sin problemas con su
primo el alquiler y las facturas.
Agustin se llevó nuevamente el megáfono a los labios; el ajetreo y los gritos
aumentaron a un ritmo febril.
—¡Esta noche tenemos a un nuevo adversario! El luchador y estrella del
equipo universitario de Eastern, ¡Cristian Young!
Las ovaciones continuaron y la multitud se separó como el mar Rojo cuando
Cristian entró en la sala. Se formó un espacio circular; la turba silbó, abucheó y se
burló del rival. Él daba brincos, sacudía el cuello de un lado a otro; tenía el rostro
serio y concentrado. La multitud se calmó con un sordo rugido, y luego me llevé
las manos a los oídos cuando la música retumbó por los grandes altavoces al otro
extremo de la sala.
—¡Nuestro siguiente adversario no necesita presentación, pero, como me da
un miedo que te cagas, ahí va de todos modos! ¡Temblad, chicos, y quitaos las
bragas, señoritas! Con todos vosotros: ¡Pedro Perro Loco Alfonso!
El volumen se disparó cuando Pedro apareció por una puerta al otro lado
de la sala. Hizo su entrada con el pecho desnudo, tranquilo y espontáneo. Caminó
sin prisas hacia el centro del perímetro, como si llegara al trabajo un día cualquiera.
Sus músculos fibrosos se estiraron bajo la piel tatuada mientras chocaba los puños
contra los nudillos de Cristian. Pedro se inclinó hacia Cristian y le susurró algo al
oído; el luchador mantuvo con gran dificultad su expresión severa. Ambos
contendientes estaban de pie uno frente al otro, mirándose directamente a los ojos.
Cristian tenía una mirada asesina; Pedro parecía ligeramente divertido.
Los dos hombres retrocedieron un poco; Agustin hizo sonar la sirena del
megáfono. Cristian adoptó una postura defensiva y Pedro lo atacó. Al perder la
línea de visión, me puse de puntillas, balanceándome de un lado a otro para
observar mejor. Subía poco a poco, deslizándome entre la turba que gritaba. Recibí
codazos en los costados y golpes de hombros que chocaban contra mí, y me hacían
rebotar de aquí para allá como una bola de pinball. Empezaba a ver las cabezas de
Cristian y Pedro, así que seguí abriéndome paso hacia delante.
Cuando por fin alcancé la primera fila, Cristian cogió a Pedro con sus fuertes
brazos e intentó tirarlo al suelo. Cuando Cristian se inclinó hacia atrás con el
movimiento, Pedro estrelló la rodilla contra la cara de su rival. Sin darle tiempo a
recuperarse del golpe, Pedro lo atacó; sus puños alcanzaron la cara ensangrentada
de Cristian una y otra vez. Cinco dedos se hundieron en mi brazo y me eché hacia
atrás.
—¿Qué demonios estás haciendo, Paula? —preguntó Valentin.
—¡No veo nada desde ahí atrás! —grité.
Me volví justo a tiempo para ver a Cristian lanzar un puñetazo. Pedro se giró
y por un momento pensé que solo había evitado el golpe, pero dio una vuelta
completa, hasta clavar el codo derecho en el centro de la nariz de Cristian. La sangre
me roció la cara y salpicó la parte superior de mi chaqueta. Cristian cayó al suelo de
cemento con un ruido sordo y en un instante la sala se quedó en completo silencio.
Agustin lanzó un pañuelo de tela escarlata sobre el cuerpo sin fuerzas de
Cristian y la multitud estalló. El dinero cambió de manos una vez más y las
expresiones se dividieron entre la suficiencia y la frustración. El vaivén de la gente
me zarandeaba. Rosario me llamó desde algún punto de la parte de atrás, pero yo
estaba hipnotizada por el rastro de color rojo que iba del pecho a la cintura. Unas
botas negras y pesadas se pararon frente a mí, desviando mi atención hacia el
suelo. Mis ojos volaron hacia arriba: tejanos manchados de sangre, unos
abdominales bien cincelados, un torso desnudo, tatuado, empapado de sudor y,
finalmente, unos cálidos ojos marrones. Alguien me empujó por detrás y Pedro me
tomó por el brazo antes de que cayera hacia delante.
—¡Eh! ¡Alejense de ella! —exclamó Pedro, con el ceño fruncido mientras
apartaba a cualquiera que se me acercase.
Su expresión seria se fundió en una sonrisa al ver mi ropa y luego me secó
la cara con una toalla.
—Lo siento, Paloma.
Agustin le dio a Pedro unas palmaditas en la cabeza.
—¡Vamos, Perro Loco! ¡Tu pasta te espera!
Sus ojos no se apartaron de los míos.
—Vaya, qué lástima lo de la chaqueta. Te queda bien.
Acto seguido, fue engullido por sus fans y desapareció tal y como había
llegado.
—¿En qué pensabas, idiota? —gritó Rosario, tirándome del brazo.
—He venido aquí para ver una pelea, ¿no? —sonreí.
—Pau, ni siquiera deberías estar aquí —me regañó Valentin.
—America tampoco —le contesté.
—¡Ella no intenta meterse en el ring! —dijo frunciendo el ceño—. Vámonos.
America me sonrió y me limpió la cara.
—Eres un grano en el culo, Abby. Dios, ¡cómo te quiero!
Me rodeó el cuello con el brazo y nos abrimos paso en dirección a las
escaleras y hacia la noche.
LA CHICA BUENA.Paula Chaves no bebe, no se mete en líos y trabaja
muy duro. Cree que ha enterrado su oscuro pasado, pero cuando llega a la
universidad, un rompecorazones conocido por sus ligues de una noche pone en
peligro su sueño de una nueva vida.
EL CHICO MALO. Pedro Alfonso, sexy, musculoso y cubierto de tatuajes,
es justamente el tipo de chico que le atrae a Paula, justamente lo que quiere evitar.
Dedica sus noches a ganar dinero en un club de lucha itinerante, y sus días a ser el
estudiante ejemplar y el seductor más popular del campus. Toda una mezcla
explosiva.
¿UN DESASTRE INMINENTE… Intrigado por el rechazo de Paula , Pedro
intenta colarse en su vida proponiéndole una apuesta que trastocará sus mundos y
lo cambiará todo.
… O EL INICIO DE ALGO MARAVILLOSO?
En cualquier caso, Pedro no tiene la más mínima idea de que ha iniciado un
tornado de emociones, obsesiones y juegos que los terminará dañando,… aunque
puede que también los una para siempre.