TRILOGIA:LA PRIMER PARTE CONTADA POR PAULA,LA SEGUNDA POR PEDRO Y LA TERCERA EN UN MOMENTO ESPECIFICO DE SUS VIDAS
jueves, 3 de abril de 2014
CAPITULO 20
Me balanceé en el sillón y repasé mentalmente todo lo que había ocurrido
esa última semana. Valentin estaba enfadado conmigo, Rosario, decepcionada, y
Pedro… había pasado de estar más feliz de lo que lo había visto jamás a sentirse
tan ofendido que se había quedado sin habla. Demasiado nerviosa como para
meterme en la cama con él, me quedé observando cómo pasaban los minutos en el
reloj.
Había transcurrido una hora cuando Pedro salió de su habitación y apareció
en el vestíbulo. Cuando dobló la esquina, esperé que me pidiera que fuera a la
cama con él, pero estaba vestido y llevaba las llaves de la moto en la mano. Unas
gafas de sol ocultaban sus ojos, y se metió un cigarrillo en la boca antes de agarrar
el pomo de la puerta.
—¿Te vas? —pregunté, incorporándome—. ¿Adónde?
—Fuera —respondió, abriendo la puerta de un tirón y cerrándola de un
portazo tras él.
Volví a dejarme caer en el sillón y resoplé. De alguna manera me había
convertido en la mala de la historia, y no tenía ni idea de cómo había llegado hasta
ese punto.
Cuando el reloj que había sobre la televisión marcaba las dos de la mañana,
acabé resignándome a irme a la cama. Aquel colchón resultaba solitario sin él, y la
idea de llamarlo al móvil empezó a rondarme por la cabeza. Casi me había
quedado dormida cuando la moto de Pedro se detuvo en el aparcamiento. Dos
puertas de un coche se cerraron poco después, y oí las pisadas de varias personas
que subían las escaleras. Pedro buscó a tientas la cerradura y, entonces, la puerta
se abrió. Se rio y farfulló algo, después oí no una, sino dos voces femeninas. Su
risoteo se interrumpió con el distintivo sonido de los besos y los gemidos. Se me
cayó el alma a los pies e inmediatamente me enfadé por sentirme así. Apreté los
ojos con rabia cuando una de las chicas gritó y después tuve la seguridad de que el
siguiente sonido se correspondía a los tres derrumbándose sobre el sofá.
Consideré pedir las llaves a Rosario, pero la puerta de Valentin se veía
directamente desde el sofá, y mi estómago no podía aguantar ser testigo de la
imagen que acompañaba a los ruidos de la sala de estar. Enterré la cabeza bajo la
almohada y cerré los ojos cuando la puerta se abrió de golpe. Pedro cruzó la
habitación, abrió el cajón superior de la mesita de noche, cogió el tarro de
condones, y después cerró el cajón y volvió al pasillo. Las chicas se rieron durante
lo que pareció una media hora, y después todo se instaló en el silencio.
Al cabo de unos segundos, gemidos, jadeos y gritos llenaron el
apartamento. Sonaba como si estuvieran rodando una película pornográfica en el
salón. Me tapé la cara con las manos y sacudí la cabeza. Una roca impenetrable
había ocupado los límites que hubieran podido difuminarse o desaparecer la
semana anterior. Intentaba librarme de mis ridículas emociones y forzarme a
relajarme. Pedro era Pedro, y nosotros, sin lugar a dudas, éramos amigos y solo
eso.
Los gritos y otros ruidos nauseabundos cesaron después de una hora,
seguidos por el gimoteo y las quejas de las mujeres a las que estaban despidiendo.
Pedro se duchó y se tiró en su lado de la cama, de espaldas a mí. Incluso después
de la ducha, olía como si hubiera bebido whisky suficiente para sedar a un caballo,
y me quedé de piedra al pensar que había conducido la moto hasta casa en
semejante estado.
Después de que la incomodidad desapareciera, se despertó la ira, y seguí sin
poder conciliar el sueño. Cuando la respiración de Pedro se volvió profunda y
regular, me senté para mirar el reloj. El sol empezaría a salir en menos de una hora.
Me desembaracé de las sábanas, salí de la habitación y saqué una manta del
armario del pasillo. Las únicas pruebas que quedaban del trío de Pedro eran dos
paquetes de condones en el suelo. Los pisé y me dejé caer en el sillón.
Cerré los ojos. Cuando volví a abrirlos de nuevo, Rosario y Valentin estaban
sentados en silencio en el sofá viendo la televisión sin sonido. El sol iluminaba el
apartamento, y me encogí cuando mi espalda se quejó al menor intento de
moverme.
Rosario centró su atención en mí.
—¿Pau? —dijo ella, corriendo junto a mí.
Me dedicó una mirada cautelosa. Esperaba que reaccionara con ira, lágrimas
o cualquier otro estallido emocional.
Valentin parecía hecho polvo.
—Siento lo de anoche, Pau. Todo esto es culpa mía.
Sonreí.
—Tranquilo, Valen. No tienes de qué disculparte.
Rosario y Valentin intercambiaron unas miradas, y después ella me cogió la
mano.
—Pedro se ha ido a la tienda. Está…, bueno, da igual dónde está. He
recogido tus cosas y te llevaré a la residencia antes de que vuelva a casa para que
no tengas que verlo.
Hasta ese momento, no sentí ganas de llorar. Me habían echado. Me esforcé
para hablar con voz calmada:
—¿Tengo tiempo para darme una ducha?
Rosario negó con la cabeza.
—Vámonos ya, Pau. No quiero que tengas que verlo. No merece que…
La puerta se abrió de par en par, y Pedro entró, con los brazos cargados de
bolsas de comida. Fue directamente a la cocina y empezó a guardar las latas y cajas
en los armarios a toda prisa.
—Cuando Paloma se despierte, decídmelo, ¿vale? —dijo con voz suave—.
He traído espaguetis, tortitas, fresas y esa cosa de avena con los trozos de
chocolate; y le gustan los cereales Fruity Pebbles, ¿verdad, Ro? —preguntó él,
mientras se daba la vuelta.
Cuando me vio, se quedó helado. Después de una pausa incómoda, su
expresión se relajó y su voz sonó tranquila y dulce.
—Hola, Paloma.
CAPITULO 19
Retrocedió unos pasos y desapareció detrás de la puerta del baño. Enrosqué
el pelo alrededor del dedo, reflexionando sobre el énfasis con el que pronunció la
palabra «nosotros» y la mirada con la que la acompañó. Me pregunté si alguna vez
había existido algún tipo de límite en absoluto, y si yo era la única que pensaba
que Pedro y yo seguíamos siendo solo amigos.
Valentin salió hecho una furia de su cuarto, y Rosario corrió tras él.
—Valen, ¡detente! —le rogó ella.
Él se volvió a mirar la puerta del baño y luego a mí. Hablaba en voz baja
pero enfadada.
—Me lo prometiste, Paula. Cuando te dije que no te dejaras llevar por las
apariencias, ¡no me refería a que os liarais! ¡Pensaba que erais solo amigos!
—Y así es —dije, conmocionada por su ataque sorpresa.
—¡No, no lo sois! —respondió él furibundo.
Rosario le tocó el hombro.
—Cariño, te dije que todo iría bien.
Él se alejó de ella.
—¿Por qué apoyas esto, Ro? ¡Ya te he dicho cómo acabará todo!
Rosario le cogió la cara con ambas manos.
—¡Y yo te he dicho que te equivocabas! ¿Es que no confías en mí?
Valentin suspiró, la miró y después se largó furioso a su habitación.
Rosario se dejó caer en el sillón que había a mi lado y resopló.
—No consigo meterle en la cabeza que, tanto si lo tuyo con Pedro funciona
como si no, no tiene por qué afectarnos. Supongo que está muy quemado por otras
veces. Simplemente, no me cree.
—¿De qué estás hablando, Ro? Pedro y yo no estamos juntos. Solo somos
amigos. Ya lo has oído antes…, a él no le intereso en ese sentido.
—¿Eso has oído?
—Pues sí.
—¿Y te lo crees?
Me encogí de hombros.
—No importa. Nunca pasará nada. Me ha dicho que no me ve de ese modo.
Además, tiene una fobia total al compromiso. Me costaría encontrar a una amiga,
aparte de ti, con la que no se hubiera acostado, y no puedo aguantar sus cambios
de humor. No me puedo creer que Valen piense de otro modo.
—Porque no solo conoce a Pedro… Ha hablado con él, Pau.
—¿Qué quieres decir?
—¿Ro? —Valentin la llamó desde el dormitorio.
Rosario suspiró.
—Eres mi mejor amiga. Me parece que a veces te conozco mejor de lo que te
conoces tú a ti misma. Os veo juntos, y la única diferencia que hay respecto a Valen
y a mí es que nosotros nos acostamos. Nada más.
—Hay una diferencia enorme, enorme. ¿Acaso Valen trae cada noche a casa a
una chica diferente? ¿Vas a ir a la fiesta de mañana con un tío que definitivamente
puede ser un novio potencial? Sabes que no puedo liarme con Pedro, Ro. Ni
siquiera sé por qué estamos discutiéndolo.
La expresión se Rosario se transformó en decepción.
—No estoy inventándome nada, Pau. Has pasado casi cada minuto del
último mes con él. Admítelo: sientes algo por ese chico.
—Déjalo, Ro —dijo Pedro, ciñéndose la toalla alrededor de la cintura.
Rosario y yo dimos un respingo al oír la voz de Pedro y, cuando mi mirada
se cruzó con la suya, vi claramente que la felicidad había desaparecido de ella. Se
fue al vestíbulo sin decir nada más, y Rosario me miró con una expresión triste.
—Creo que estás cometiendo un error —susurró ella—. No necesitas ir a esa
fiesta a conocer a un chico, ya tienes a uno loco por ti aquí mismo —prosiguió,
dejándome a solas.
CAPITULO 18
Me llevó a la ventana, después se arrastró hasta el exterior y me ayudó a
salir al fresco aire de la noche. Los grillos cantaban alegremente en las sombras,
deteniéndose solo el tiempo necesario para dejarnos pasar. Las matas de hierba
que bordeaban la acera se mecían con la suave brisa, recordándome el sonido del
océano cuando no está lo suficientemente cerca como para oír romper las olas. No
hacía ni demasiado calor ni demasiado frío: era la noche perfecta.
—¿Por qué demonios ibas a querer que me quedara contigo, en cualquier
caso? —pregunté.
Pedro se encogió de hombros y se metió las manos en los bolsillos.
—No sé. Todo es mejor cuando estás tú.
Las mariposas que sus palabras me hicieron sentir en el estómago
desaparecieron en cuanto vi las manchas rojas y sanguinolentas de su camisa.
—¡Puaj! Estás cubierto de sangre.
Pedro se miró con indiferencia y entonces abrió la puerta, invitándome a
entrar. Me encontré con Carla, que estaba estudiando en la cama, cautiva de los
libros de texto que la rodeaban.
—Las calderas funcionan desde esta mañana —comentó ella.
—Eso he oído —dije, mientras rebuscaba en mi armario.
—Hola —dijo Pedro a Carla.
La expresión del rostro de Carla se torció cuando escudriñó la figura
sudorosa y manchada de Pedro.
—Pedro, esta es mi compañera de habitación, Carla . Carla, Pedro Alfonso.
—Encantada de conocerte —saludó Carla, empujándose las gafas sobre el
puente de la nariz. Echó una mirada a mis abultadas bolsas—. ¿Te mudas?
—No. He perdido una apuesta.
Pedro estalló en una carcajada mientras cogía mis bolsas.
—¿Lista?
—Sí. ¿Cómo voy a llevar todo esto a tu apartamento? Vamos en tu moto.
Pedro sonrió y sacó su móvil. Llevó mi equipaje hasta la calle y, minutos
después, el Charget negro antiguo de Valentin hizo su aparición.
Bajaron la ventanilla del lado del copiloto, y Rosario asomó la cabeza.
—¡Hola, monada!
—¡Hola! Las calderas vuelven a funcionar en Morgan. ¿Vas a seguir
quedándote con Valen?
—Sí, había pensado quedarme esta noche. He oído que has perdido una
apuesta —dijo, guiñándome un ojo.
Antes de que pudiera hablar, Pedro cerró el maletero y Valen aceleró,
mientras Rosario gritaba al volver a caer sentada en el coche.
Caminamos hasta su Harley, y esperó a que me acomodara en mi asiento.
Cuando lo envolví con mis brazos, apoyó su mano sobre la mía.
—Me alegro de que estuvieras allí esta noche, Paloma. Nunca en mi vida me
he divertido tanto en una pelea.
Apoyé el mentón en su hombro y sonreí.
—Claro, porque intentabas ganar nuestra apuesta.
Inclinó el cuello para mirarme.
—Ya lo creo que sí.
No había ningún signo de burla en su mirada; lo decía en serio y quería que
lo viera.
Arqueé las cejas.
—¿Por eso estabas de tan mal humor hoy? ¿Porque sabías que habían
arreglado las calderas y que me iría esta noche?
Pedro no respondió; se limitó a sonreír cuando arrancó la moto. Recorrimos
el trayecto hasta el apartamento de forma extrañamente lenta. En cada semáforo,
Pedro cubría mis manos con las suyas, o bien posaba la mano sobre mi rodilla. Los
límites volvían a difuminarse, y me pregunté cómo podríamos pasar un mes juntos
sin arruinarlo todo. Los cabos sueltos de nuestra amistad se estaban atando de una
forma que nunca podía haber imaginado.
Cuando llegamos al apartamento, el Charger de Valentin estaba en su hueco
habitual.
Me quedé de pie delante de la escalera.
—Siempre odio cuando llevan un rato en casa. Me siento como si fuéramos
a interrumpirlos.
—Pues acostúmbrate. Esta es tu casa durante las próximas cuatro semanas.
—Pedro sonrió y se volvió, dándome la espalda—. Vamos.
—¿Qué?
Sonreí.
—Vamos, te llevaré a caballito.
Solté una risita y salté sobre su espalda, entrelazando los dedos sobre su
pecho, mientras subía corriendo las escaleras. Rosario abrió la puerta antes de que
pudiéramos llegar arriba y sonrió.
—Menuda parejita… Si no supiera…
—Corta el rollo, Ro —dijo Valentin desde el sofá.
Rosario sonrió como si hubiera hablado más de la cuenta, entonces abrió la
puerta de par en par para que cupiéramos. Pedro se dejó caer sobre el sillón. Chillé
cuando se inclinó sobre mí.
—Te veo tremendamente alegre esta noche, Pepe. ¿A qué se debe? —le
espetó Rosario.
Me agaché para verle la cara. Nunca lo había visto tan contento.
—He ganado un montón de dinero, Ro. El doble de lo que pensaba. ¿Por
qué no iba a estar contento?
Rosario se rio.
—No, es otra cosa —dijo ella, observando a Pedro darme palmaditas en el
muslo.
Tenía razón, Pedro estaba diferente. Lo rodeaba un cierto halo de paz, casi
como si un nuevo sentimiento de alegría se hubiera adueñado de su alma.
—Ro —la avisó Valentin.
—De acuerdo, hablaré de otra cosa. ¿No te había invitado Adrian a la fiesta
de Sig Tau este fin de semana, Pau?
La sonrisa de Pedro se desvaneció y se volvió hacia mí, aguardando una
respuesta.
—Bueno, sí. ¿No vamos a ir todos?
—Yo sí —dijo Valentin, absorto por la televisión.
—Lo que significa que yo también voy —dijo Rosario, mirando con
expectación a Pedro.
Pedro se quedó mirándome un momento y me dio un ligero codazo en la
pierna.
—¿Va a pasar a recogerte o algo así?
—No, simplemente me dijo que iría a la fiesta.
Rosario puso una sonrisa traviesa y asintió con anticipación.
—En todo caso, dijo que te vería allí. Es muy mono.
Pedro lanzó una mirada de irritación a Rosario y después se volvió hacia
mí:
—¿Vas a ir?
—Le dije que lo haría —respondí, encogiéndome de hombros—. ¿Tú vas a
ir?
—Claro —dijo sin vacilación.
La atención de Valentin se volvió entonces hacia Pedro.
—La semana pasada dijiste que no querías ir.
—He cambiado de opinión, Valen. ¿Qué problema hay?
—Ninguno —gruñó él, retirándose a su dormitorio.
Rosario miró a Pedro con el ceño fruncido.
—Sabes muy bien cuál es —dijo ella—. ¿Por qué no paras de volver loco al
chico y lo superas?
Se reunió con Valentin en su habitación y, tras la puerta cerrada, sus voces se
redujeron a un murmullo.
—Bueno, me alegro de que todo el mundo lo sepa —dije.
Pedro se levantó.
—Me voy a dar una ducha rápida.
—¿Le preocupa algo? —pregunté.
—No, solo está un poco paranoico.
—Es por nosotros —me atreví a adivinar.
Los ojos de Pedro se iluminaron y asintió.
—¿Qué pasa? —pregunté, mirándolo suspicaz.
—Vas bien encaminada. Tiene que ver con nosotros. No te quedes dormida,
¿vale? Quiero hablar contigo de algo.
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