TRILOGIA:LA PRIMER PARTE CONTADA POR PAULA,LA SEGUNDA POR PEDRO Y LA TERCERA EN UN MOMENTO ESPECIFICO DE SUS VIDAS
lunes, 28 de abril de 2014
CAPITULO 101
JUSTO antes de que el sol asomara por el horizonte, Rosario y yo dejamos silenciosamente el apartamento. No hablamos durante el camino a Morgan.
Agradecía el silencio. No quería hablar, no quería pensar, solo deseaba borrar las últimas doce horas. Sentía el cuerpo pesado y dolorido, como si hubiera tenido un accidente de coche. Cuando entramos en mi habitación, vi que la cama de Carla estaba hecha.
—¿Puedo quedarme un rato? Necesitaría que me dejaras tu plancha —me dijo Rosario.
—Ro, estoy bien. Vete a clase.
—No estás bien en absoluto. No quiero dejarte sola.
—Precisamente es lo único que quiero en este momento.
Abrió la boca para protestar, pero solo suspiró. No iba a cambiar de opinión.
—Volveré a ver cómo estás después de clase.
Asentí y cerré con llave la puerta tras ella. La cama crujió cuando me dejé caer encima resoplando. Durante todo ese tiempo, creía que era importante para Pedro, que me necesitaba. Sin embargo, en ese momento, me sentía como el resplandeciente juguete nuevo que Adrian decía que era. Pedro había querido demostrarle a Adrian que seguía siendo suya. Suya.
—No soy de nadie —dije a la habitación vacía.
Al oír esas palabras, me sentí abrumada por la pena que sentía por la noche anterior. No pertenecía a nadie.
Nunca me había sentido tan sola en mi vida.
Jeronimo me puso delante una botella marrón. A ninguno de nosotros le apetecía celebrar nada, pero al menos me reconfortaba el hecho de que,según Rosario, Pedro pensara evitar la fiesta de citas a toda costa. Del techo colgaban
latas de cerveza vacías envueltas en papel rojo y rosa, y no paraban de pasar chicas con vestidos rojos de todos los estilos. Además, las mesas estaban cubiertas de pequeños corazones de papel de aluminio.Jeronimo puso los ojos en blanco ante las ridículas decoraciones.
—El día de San Valentín en una hermandad. Qué romántico —dijo, sin quitar ojo a las parejas que pasaban junto a nosotros.
Valentin y Rosario habían estado bailando en el piso de abajo desde el momento en que llegamos, y Jero y yo hicimos notar nuestro descontento por estar allí poniendo mala cara en la cocina. Me bebí rápidamente el contenido de la botella, decidida a olvidar los recuerdos de la última fiesta a la que había asistido.
Jeronimo abrió otra botella y me pasó una más a mí, consciente de lo desesperada que estaba por olvidar.
—Iré a buscar más —me dijo, volviéndose hacia el frigorífico.
—El barril es para los invitados, las botellas para los Sig Tau —comentó desdeñosa una chica a mi lado.
Bajé la mirada al vaso rojo que sujetaba en la mano.
—O tal vez eso es lo que te ha dicho tu novio porque contaba con que la cita le saliera barata.
Frunció los párpados y se alejó de la encimera, llevándose su vaso a otro sitio.
—¿Quién era esa? —preguntó Jeronimo, dejando delante de nosotros cuatro botellas más.
—La típica zorra de hermandad —dije, sin dejar de mirarla mientras se iba.
Cuando Valentin y Rosario se reunieron con nosotros, había seis botellas vacías en la mesa a mi lado. Tenía los dientes adormilados y noté que me costaba mucho menos sonreír. Apoyada sobre la encimera, me sentía más a gusto. Al
parecer, Pedro no iba a presentarse, así que podría soportar el resto de la fiesta en paz.
—¿Es que no vais a bailar o qué? —preguntó Rosario.
Miré a Jeronimo.
—¿Quieres bailar conmigo, Jero?
—¿Tú crees que vas a poder? —preguntó alzando una ceja.
—Solo hay una manera de averiguarlo —dije, mientras lo empujaba escaleras abajo.
Saltamos y bailamos hasta que una fina capa de sudor empezó a formarse bajo mi vestido. Justo cuando pensaba que me iban a estallar los pulmones, una canción lenta empezó a sonar por los altavoces. Jeronimo observó incómodo a nuestro alrededor cómo la gente se emparejaba y se acercaba.
—Vas a hacerme bailar esto, ¿no? —preguntó él.
—Es San Valentín, Jero. Finge que soy un chico.
Él se rio y me cogió entre sus brazos.
—Me va a resultar difícil con ese vestido rosa corto que llevas.
—Ya, claro, como si nunca hubieras visto a un chico con un vestido.
Jeronimo se encogió de hombros.
—Cierto.
Se rio mientras acercaba mi cabeza a su hombro. Sentí el cuerpo pesado y torpe cuando intenté moverme siguiendo aquel ritmo lento.
—¿Puedo interrumpir, Jero ?
Pedro estaba de pie a nuestro lado. Parecía divertido por la situación, pero también alerta a mi reacción. Inmediatamente se me encendieron las mejillas.
Jeronimo me miró a mí y luego a Pedro.
—Claro.
—Jeronimo —dije entre dientes, mientras él se alejaba.
Pedro me empujó contra él, pero yo intenté mantener tanto espacio entre nosotros como me fue posible.
—Pensé que no ibas a venir.
—Y no iba a hacerlo, pero me he enterado de que estabas aquí, así que tenía que venir.
CAPITULO 100
Pedro entró con una toalla anudada a la cintura y sujetando una lata fría de cerveza contra el ojo. Rosario salió de la habitación sin una palabra mientras Pedro se ponía los calzoncillos. Después cogió su almohada. Valentin trajo cuatro vasos esta vez, todos llenos hasta el borde de licor ámbar. Todos apuramos el whisky sin dudarlo.
—Nos vemos por la mañana —dijo Rosario, dándome un beso en la mejilla.
Pedro cogió mi vaso y lo dejó en la mesita de noche. Se quedó mirándome un momento y después fue hasta su armario, descolgó una camisa y la lanzó sobre la cama.
—Siento cagarla tanto —dijo él, sujetándose la cerveza contra el ojo.
—Tienes un aspecto terrible. Mañana estarás hecho una mierda.
Él sacudió la cabeza, disgustado.
—Pau, has sufrido un ataque esta noche. No te preocupes por mí.
—Es difícil mientras veo cómo se te hincha el ojo —dije, mientras me ponía la camisa en el regazo.
Apretó las mandíbulas.
—No habría pasado si hubiera dejado que te quedaras con Adrian. Pero sabía que, si te lo pedía, vendrías. Quería demostrarle que sigues siendo mía. Y has acabado herida.
Sus palabras me pillaron desprevenida y pensé que no había oído bien.
—¿Por eso me pediste que fuera esta noche? ¿Para demostrarle algo a Adrian?
—En parte, sí —dijo, avergonzado.
Se me heló la sangre en las venas. Por primera vez desde que nos conocíamos, Pedro me había engañado. Había ido a Hellerton con él pensando que me necesitaba, pensando que, a pesar de todo, habíamos vuelto a donde estábamos
al principio. Y no era más que un farol; él había marcado su territorio y yo se lo había permitido.
Se me llenaron los ojos de lágrimas.
—¡Vete!
—Paloma —dijo él, dando un paso hacia mí.
—¡Vete!—dije cogiendo el vaso de la mesita de noche y lanzándolo contra él.
Pedro se agachó y el vaso estalló contra la pared en cientos de pequeños y relucientes añicos.
—¡Te odio!
Pedro suspiró como si le hubieran sacado todo el aire de un golpe y, con una expresión de dolor, me dejó a solas.
Me quité la ropa y me puse la camiseta. El ruido que salió de mi garganta me sorprendió. Llevaba mucho tiempo sin sollozar incontrolablemente. Al cabo de un momento, Rosario entró corriendo en la habitación.
Se metió en la cama y me rodeó con los brazos. No me hizo ninguna pregunta ni intentó consolarme, simplemente me abrazó mientras la funda de la almohada se empapaba con mis lágrimas.
CAPITULO 99
Una pequeña multitud se reunió alrededor de ellos mientras luchaban en el suelo. Pedro asestó un puñetazo tras otro en la cara de aquel hombre, mientras Valentin volvía a apretarme contra su pecho, aún jadeando. El hombre dejó de devolver los golpes, y Pedro lo dejó sangrando en el suelo.
Quienes se habían congregado a su alrededor, se dispersaron para dar más espacio a Pedro, al ver la rabia en sus ojos.
—¡Pedro! —gritó Valentin, señalando al otro lado del edificio.
Eduardo cojeaba en la sombra, usando el muro de ladrillos de Hellerton para sujetarse. Cuando oyó a Valentin gritar el nombre de Pedro, se volvió justo a tiempo para ver a su asaltante abalanzarse sobre él. Tras lanzar la botella de
cerveza que llevaba en las manos, Eduardo cruzó cojeando el césped en dirección a la calle tan rápido como sus piernas se lo permitían. Precisamente cuando llegó a su
coche, Pedro lo cogió y lo golpeó contra el vehículo.
Eduardo no dejaba de suplicar a Pedro, pero este lo agarró por el cuello de la camisa y estampó su cabeza en la puerta del coche. Las súplicas se acabaron con el sonoro golpe de su cráneo contra el parabrisas; inmediatamente, Pedro lo empujó delante del coche y rompió un faro con la cara de Eduardo.Pedro lo lanzó sobre el capó y aplastó su cara contra el metal mientras gritaba obscenidades.
—Mierda —dijo Valentin. Me volví y vi el resplandor azul y rojo de las luces de un coche de policía que se acercaba rápidamente. Montones de personas saltaron desde la plataforma, creando una cascada humana desde la salida de incendios, y ráfagas de estudiantes salieron corriendo en todas las direcciones.
—¡Pedro! —grité.
Pedro dejó el cuerpo inerte de Eduardo sobre el capó del coche y corrió hacia nosotros. Valentin me llevó hasta el aparcamiento y abrió a toda velocidad la puerta de su coche. Salté al asiento trasero y esperé angustiada a que ambos
entraran. Muchos coches salieron rápidamente de donde estaban aparcados en dirección a la carretera, pero se detuvieron chirriando cuando un segundo coche de policía bloqueó el camino.
Pedro y Valentin saltaron a sus asientos, y Valentin lanzó una maldición cuando vio que los coches atrapados volvían marcha atrás desde la única salida.
Arrancó el coche, y el Charger botó cuando saltó por encima de la cuneta. Pasó sobre el césped y salió volando entre dos edificios, hasta que volvió a rebotar cuando cogimos la calle que estaba detrás de la universidad.
Los neumáticos chirriaron y el motor rugió cuando Valentin pisó el acelerador. Me deslicé por el asiento hasta darme contra el interior de la carrocería del vehículo cuando giramos y me golpeé el codo que ya tenía magullado. Las
luces de la calle entraban por la ventanilla mientras corríamos hacia el apartamento, pero parecía que había pasado cerca de una hora cuando finalmente nos detuvimos en el aparcamiento.
Valentin aparcó el Charger y apagó el motor. Los chicos abrieron sus puertas en silencio, y Pedro pasó al asiento de atrás para cogerme en brazos.
—¿Qué ha ocurrido? Joder, Pepe, ¿qué te ha pasado en la cara? —dijo Rosario corriendo escaleras abajo.
—Te lo contaré dentro —dijo Valentin, guiándola hacia la puerta.
Conmigo en brazos, Pedro subió las escaleras, cruzó el salón y el pasillo sin decir una palabra, hasta que me dejó en su cama.Moro me daba pataditas en las piernas y saltaba sobre la cama para lamerme la cara.
—Ahora no, pequeño —dijo Pedro en voz baja, mientras se llevaba al cachorro al pasillo y cerraba la puerta.
Se arrodilló delante de mí y tocó los bordes deshilachados de mi manga. Su ojo estaba en la fase inicial de un hematoma, rojo e hinchado. La piel irritada de encima estaba rasgada y bañada en sangre. Tenía los labios manchados de escarlata y desgarros en la piel de algunos nudillos. La camiseta que antes había sido blanca estaba ahora manchada de una combinación de sangre, hierba y barro.
Le toqué el ojo y él hizo un gesto de dolor, apartándose de mi mano.
—Lo siento mucho, Paloma. Intenté llegar hasta ti. De verdad… —Se aclaró la garganta, asfixiado por la ira y la preocupación—. Pero no podía.
—¿Puedes pedirle a Rosario que me lleve de vuelta a Morgan? —dije.
—No puedes volver allí esta noche. El sitio está a rebosar de policías. Tú quédate aquí, yo dormiré en el sofá.
Ahogué una exhalación entrecortada, intentando no derramar más lágrimas.
Ya se sentía bastante mal.
Pedro se levantó y abrió la puerta.
—¿Adónde vas? —le pregunté.
—Tengo que darme una ducha. Vuelvo enseguida.
Rosario se cruzó con él cuando salió y se sentó a mi lado en la cama, acercándome a su pecho.
—¡Siento muchísimo no haber estado allí! —gritó ella.
—Estoy bien —dije mientras me secaba la cara manchada por las lágrimas.
Valentin llamó a la puerta y entró con un vaso lleno hasta la mitad de whisky.
—Toma —dijo, dándoselo a Rosario.
Ella me lo puso en las manos y me dio un ligero golpe con el codo.
Eché hacia atrás la cabeza y dejé que el líquido cayera por mi garganta.
Arrugué la cara conforme el whisky pasaba ardiendo hasta mi estómago.
—Gracias —dije, devolviéndole el vaso a Valentin.
—Tendría que haber llegado antes. Ni siquiera me di cuenta de que no estabas. Lo siento, Pau, debería…
—No es culpa tuya, Valen. No es culpa de nadie.
—Es culpa de Eduardo —dijo entre dientes—. Ese cabrón estaba metiéndole mano por todas partes contra la pared.
—¡Cariño! —dijo Rosario, conmocionada y acercándome a ella.
—Necesito otra copa —dije, empujando el vaso vacío hacia Valentin.
—Yo también —dijo este antes de volver a la cocina.
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