jueves, 24 de abril de 2014

CAPITULO 89




De camino a clase con Jeronimo después del almuerzo, seguimos hablando sobre la fiesta de citas y lo mucho que ambos la temíamos. Elegimos un par de mesas en nuestra clase de Fisiología, y sacudí la cabeza cuando el profesor empezó a detallar el cuarto plan de estudios del día. La nieve empezó a caer de nuevo, golpeando contra las ventanas, rogando entrar educadamente para acabar cayendo decepcionada al suelo.

Cuando la clase acabó, un chico al que solo había visto una vez en la casa de Sig Tau dio un golpe en mi mesa al pasar y me guiñó un ojo. Le respondí con una sonrisa educada y después me volví hacia Jeronimo. Él me lanzó una sonrisa irónica, mientras yo recogía mi libro y mi portátil, y los guardaba en mi mochila sin esfuerzo.

Me colgué la bolsa del hombro y caminamos con dificultad hasta Morgan por la acera cubierta de sal. Un pequeño grupo de estudiante había empezado una pelea de bolas de nieve en el césped, y Jeronimo se estremeció al verlos cubiertos de polvo incoloro. 

Mientras hacía compañía a Jeronimo hasta que se acabara el cigarrillo, noté que me temblaba la rodilla. Rosario vino disparada hacia nosotros, frotándose sus mitones verde brillante.

—¿Dónde está Valen? —pregunté.

—Se ha ido a casa. Pedro necesitaba ayuda con algo, creo.

—¿Y no has ido con él?

—No vivo allí, Pau.

—Eso, en teoría —le dijo Jeronimo guiñándole un ojo.

Rosario puso los ojos en blanco.

—Disfruto pasando tiempo con mi novio.

Jeronimo tiró su cigarrillo a la nieve.

—Me voy, señoritas. ¿Nos vemos en la cena?

Rosario y yo asentimos, sonriendo cuando Jeronimo me besó primero a mí en la mejilla y luego a Rosario. Se quedó en la acera húmeda, procurando no salirse del centro para no dar un mal paso y caerse en la nieve.

Rosario meneó la cabeza al ver sus esfuerzos.

—Es ridículo.

—Es de Florida, Ro. No está acostumbrado a la nieve.

Se rio y me empujó hacia la puerta.

—¡Pau!

Me volví y vi a Adrian que pasaba corriendo junto a Jeronimo. Se paró y tuvo que esperar a recuperar algo de aliento antes de hablar. Su voluminoso abrigo gris se hinchaba con cada respiración, y me reí ante la mirada curiosa con la que Rosario lo observaba.

—¡Iba a… uf! Iba a preguntarte si querías ir a comer algo esta noche.

—Oh. Pues…, pues la verdad es que ya le he dicho a Jeronimo que cenaría con él.

—Muy bien, no pasa nada. Solo quería probar ese sitio nuevo de hamburguesas del centro. Todo el mundo dice que es muy bueno.

—Tal vez otro día —dije, cayendo en la cuenta de mi error.
Deseé que no interpretara mi respuesta frívola como un aplazamiento.

Adrian asintió, se metió las manos en los bolsillos y rápidamente volvió por donde había venido.

Carla estaba leyendo las próximas lecciones de sus nuevos libros y, cuando Rosario y yo entramos, nos recibió con una mueca de disgusto. Su mal carácter no había mejorado después de las vacaciones.

Antes, solía pasar tanto tiempo en casa de Pedro que podía aguantar los insufribles comentarios y actitudes de Carla. Sin embargo, después de pasar cada tarde y noche con ella durante las dos semanas anteriores a que el semestre acabara, me di cuenta de que mi decisión de no compartir habitación con Rosario era más que lamentable.

—Oh, Carla, no sabes cómo te he echado de menos —dijo Rosario.

—El sentimiento es mutuo —gruñó Carla, sin apartar la mirada de su libro.

Rosario me contó lo que hacía y los planes que tenía con Valentin para el fin de semana. Buscamos vídeos divertidos en Internet, y nos reímos tanto que se nos saltaban las lágrimas. Carla resopló unas cuantas veces por el jaleo que
montábamos, pero la ignoramos.

Agradecí la visita de Rosario. Las horas pasaban tan rápidamente que no me pregunté ni un momento si Pedro habría llamado hasta que ella decidió dar por terminada la noche.

Rosario bostezó y miró su reloj.

—Me voy a la cama. Ro…, ah, ¡mierda! —dijo ella, chasqueando los dedos—. Me he dejado la bolsa del maquillaje en casa de Valen.

—Eso no es ninguna tragedia, Ro —dije, todavía riéndome del último vídeo que habíamos visto.

—No lo sería si no tuviera allí mis pastillas anticonceptivas. Vamos. Tengo que ir a buscarlo.

—¿No puedes pedirle a Valentin que te las traiga?

—Pedro tiene su coche. Está en el Red con Marcos.

Me sentí mareada.

—¿Otra vez? ¿A qué viene eso de salir tanto con Marcos, por cierto?

Rosario se encogió de hombros.

—¿Qué más da? ¡Vamos!

—No quiero ir a casa de Pedro . Se me haría raro.

—¿Pero alguna vez me escuchas? No está allí, está en el Red. ¡Venga, vamos! —gritó ella, cogiéndome del brazo.

Me levanté oponiendo una ligera resistencia a que me sacara de la habitación.

—Por fin —dijo Carla.

CAPITULO 88






LOS exámenes finales eran una maldición para todo el mundo excepto para mí. Me mantuve ocupada estudiando con Carla y Rosario en mi habitación y en la biblioteca. Solo vi a Pedro de pasada cuando los horarios cambiaron para los exámenes. Me fui a casa de Rosario a pasar las vacaciones de invierno,agradeciendo que Valentin se quedara con Pedro para no tener que sufrir sus constantes muestras de afecto.

Los últimos cuatro días de vacaciones cogí un resfriado, lo que me dio una buena razón para quedarme en la cama.

 Pedro había dicho que quería que fuéramos amigos, pero no me había llamado. Fue un alivio tener unos cuantos días
para entregarme a la autocompasión. Quería librarme de ella antes de volver a clase.

El viaje de regreso a Eastern pareció durar años. Estaba ansiosa por empezar el semestre de primavera, pero mi deseo de ver a Pedro era aún mayor.

El primer día de clase, una energía renovada había cubierto el campus junto con un manto de nieve. Nuevas clases conllevaban nuevos amigos y un nuevo principio. No tenía ni una sola clase con Pedro, Adrian, Valentin o Rosario, pero
Jeronimo estaba en todas ellas, excepto en una.

Anhelaba ver a Pedro en el almuerzo, pero cuando llegó simplemente me guiñó un ojo y se sentó al final de la mesa junto con el resto de sus hermanos de fraternidad. 

Intenté concentrarme en la conversación de Rosario y Jeronimo sobre el último partido de fútbol de la temporada, pero la voz de Pedro seguía captando mi atención. Estaba contando las aventuras y los roces con la ley que había tenido durante las vacaciones, y las novedades sobre la nueva novia de Marcos, a la que habían conocido una noche en The Red Door. Me preparé para que apareciera mi
nombre o el de cualquier otra chica a la que hubiera llevado a casa o hubiera conocido, si es que lo había hecho, pero no estaba dispuesto a compartir eso con sus amigos.

Todavía colgaban bolas metálicas rojas y doradas del techo de la cafetería, y se movían con la corriente de la calefacción. Me cubrí con la chaqueta de punto y, cuando Jeronimo se dio cuenta, me abrazó y me frotó el brazo. Sabía que estaba mirando demasiado hacia Pedro, pero tenía la esperanza de que alzara los ojos hacia mí; sin embargo, él parecía haberse olvidado de que yo estaba sentada en aquella mesa.

Parecía insensible a las hordas de chicas que se le acercaban después de que se extendiera la noticia de nuestra ruptura, pero también estaba contento con que
nuestra relación hubiera vuelto a su estado platónico, aunque todavía fuera forzada. Habíamos pasado casi un mes separados, y ahora me sentía nerviosa e insegura cuando tenía que relacionarme con él.

Una vez que hubo acabado su almuerzo, el corazón me dio un vuelco cuando vi que se acercaba a mí por detrás y apoyaba las manos sobre mis hombros.

—¿Qué tal tus clases, Valen? —preguntó él.

Valentin puso cara de disgusto.

—El primer día da asco. Solo horarios y reglas. Ni siquiera sé por qué aparezco la primera semana. ¿Y tú qué tal?

—Eh…, bueno, todo forma parte del juego. ¿Qué hay de ti, Paloma? —me preguntó.

—Igual —dije, procurando que mi voz sonara relajada.

—¿Has pasado unas buenas vacaciones? —me preguntó, balanceándome juguetón de un lado a otro.

—Bastante, sí. —Hice lo posible por parecer convincente.

—Genial, ahora tengo otra clase. Nos vemos luego.

Observé cómo se marchaba directamente hacia las puertas. Las abrió de un empujón y se encendió un cigarrillo mientras caminaba.

—Vaya —dijo Rosario con voz aguda.

Observó a Pedro atajar por el césped nevado, y después sacudió la cabeza.

—¿Qué ocurre? —preguntó Valentin.

Rosario apoyó el mentón sobre la palma de la mano, con aspecto algo desconcertado.

—Eso ha sido bastante raro, ¿no?

—¿Por qué? —preguntó Valentin, apartando la trenza rubia de Rosario para rozarle el cuello con los labios.

Rosario sonrió y se inclinó para besarlo.

—Está casi normal…, tan normal como puede estar Pepe. ¿Qué le pasa?

Valentin sacudió la cabeza y se encogió de hombros.

—No lo sé. Lleva así ya un tiempo.

—¿No te parece injusto, Pau? Él está bien y tú, hecha un asco —dijo Rosario sin preocuparse de quienes nos escuchaban.

—¿Estás hecha un asco? —me preguntó Valentin sorprendido.

Me quedé boquiabierta y me ruboricé por la vergüenza que sentí al instante.

—Pues claro que no.

Rosario removió la ensalada de su cuenco.

—Bueno, pero él está casi exultante.

—Déjalo, Ro—la avisé.

Ella se encogió de hombros y siguió comiendo.

—Me parece que está fingiendo.

Valentin le dio un codazo.

—¿Rosario? ¿Vendrás a la fiesta de citas de San Valentín conmigo o no?

—¿No me lo puedes pedir como un novio normal, es decir, con educación?

—Te lo he pedido… varias veces. Y siempre me respondes que te lo pregunte después.

Se desplomó en su asiento, haciendo pucheros.

—Es que no quiero ir sin Pau.

Valentin puso cara de frustración.

—La última vez estuvo todo el tiempo con Pepe. Apenas la viste.

—Deja de comportarte como un bebé, Ro—dije, lanzándole una ramita de apio. Jeronimo me dio un codazo.

—Te llevaría, tesoro, pero no me van los chicos de la fraternidad, lo siento.

—De hecho, es una buena idea —dijo Valentin, con ojos brillantes.

Jeronimo hizo una mueca de disgusto ante la idea.

—No soy de los Sig Tau, Valen. No soy nada. Las hermandades van en contra de mi religión.

—Jeronimo, por favor —se lo pidió Rosario.

—Esto es un déjà-vu —mascullé.

Jeronimo me miró por el rabillo del ojo y luego suspiró.

—No es nada personal, Pau. Tampoco puedo decir que nunca haya tenido una cita… con una chica.

—Lo sé. —Sacudí la cabeza con despreocupación, procurando ocultar la profunda vergüenza que sentía—. No pasa nada. De verdad.

—Necesito que vayas —dijo Rosario—. Hicimos un pacto, ¿te acuerdas? Nada de ir a fiestas solas.

—No estarás sola,Ro. Deja de ser tan dramática —respondí, aburrida ya de la conversación.

—¿Quieres dramatismo? ¡Te llevé una papelera al lado de la cama, te aguanté una caja de pañuelos de papel durante toda la noche y me levanté a por tu medicina para la tos dos veces durante las vacaciones! ¡Me lo debes!

Arrugué la nariz.

—¡Cuántas veces te he recogido el pelo para que no se te manchara de vómito, Rosario!

—¡Me estornudaste en plena cara! —dijo ella, señalándose la nariz.

Me aparté el flequillo de los ojos de un soplido. Nunca podía discutir con Rosario cuando estaba decidida a salirse con la suya.

—Vale —dije entre dientes.

—¿Jeronimo? —le pregunté con mi mejor sonrisa falsa—. ¿Querrías acompañarme a la estúpida fiesta de San Valentín de Sig Tau?

Jeronimo me abrazó.

—Sí, pero solo porque has dicho que era estúpida.

CAPITULO 87



Mientras yacía junto a su piel desnuda, al ver el amor incondicional que se desprendía de sus ojos, me olvidé de mi decepción, de mi rabia y de mi terca decisión. Lo amaba y, por muchas razones que pudiera esgrimir para vivir sin él,
sabía que eso no era lo que quería. Aunque mis ideas no habían cambiado, nos resultaba imposible estar alejados el uno del otro.

—¿Por qué no nos quedamos en la cama todo el día? —dijo con una sonrisa.

—He venido para cocinar, ¿te acuerdas?

—No, has venido aquí para ayudarme a cocinar, y no pienso cumplir con mi obligación durante las próximas ocho horas.

Le toqué la cara; el ansia por acabar con nuestro sufrimiento se había vuelto insoportable. Cuando le dijera que había cambiado de opinión y que quería que las cosas volvieran a la normalidad, no tendríamos que pasarnos el día fingiendo. En lugar de eso, podríamos pasarlo celebrándolo.

Pedro, creo que…

—No lo digas, ¿vale? No quiero pensar en ello hasta que no tenga más remedio.

Se levantó, se puso los calzoncillos y fue hasta donde estaba mi bolsa. Dejó mi ropa sobre la cama y, después, se puso una camisa.

—Quiero que tengas un buen recuerdo de este día.

Preparé huevos para desayunar y sándwiches para almorzar; cuando el partido dio comienzo, empecé a organizar la cena.Pedro aparecía detrás de mí siempre que tenía la oportunidad, y me abrazaba por la cintura mientras me besaba en el cuello. Me descubrí mirando el reloj, ansiosa por encontrar un momento a solas con él para explicarle mi decisión. Anhelaba ver su mirada y volver a donde estábamos.

El día estuvo lleno de risas, de conversación y de una retahíla de quejas por parte de Manuel debido a las constantes muestras de afecto de Pedro.

—¡Búscate una habitación, Pedro! ¡Por Dios! —gruñó Manuel.

—Vaya…, pero si tu cara está adquiriendo un feo tono verde —se burló Pablo.

—Sí, pero porque me dan náuseas, no porque esté celoso, gilipollas —respondió Manuel mordaz.

—Déjalos tranquilos, Manu —le avisó Horacio.

Cuando nos sentamos a cenar, Horacio insistió en que Pedro trinchara el pavo, y yo sonreí cuando él se levantó orgulloso para cumplir con su obligación. Estaba un
poco nerviosa hasta que empezaron a llegarme las felicitaciones. Cuando serví el pastel, no quedaba ni un trozo de comida en la mesa.

—¿He hecho suficiente? —dije riéndome.

Horacio sonrió, mientras chupaba el tenedor y se preparaba para el postre.

—Has hecho mucha comida, Pau. Pero creo que queríamos ponernos hasta arriba hasta el año que viene…, a menos que quieras repetir esto en Navidad. Ahora eres una Alfonso. Te espero en todas las fiestas, y no para cocinar.

Miré de reojo a Pedro, a quien se le había borrado la sonrisa, y se me partió el corazón. Tenía que decírselo pronto.

—Gracias,Horacio.

—No le digas eso, papá —dijo Marcos—. Tiene que cocinar. ¡No he probado una comida así desde que tenía cinco años! —Se metió media rebanada de pastel de nueces en la boca, con un murmullo de satisfacción.

Me sentía en mi casa, sentada a una mesa llena de hombres que se inclinaban hacia atrás en sus sillas mientras se rascaban las barrigas llenas. Me embargó la emoción cuando fantaseé sobre Navidad, Pascua y todas las demás fiestas que pasaría en esa mesa. Lo único que quería era formar parte de aquella familia rota y ruidosa a la que ya adoraba.

Cuando acabaron con los pasteles, los hermanos de Pedro empezaron a recoger la mesa y los gemelos se encargaron de fregar.

—Yo me ocupo de eso —dije, mientras me ponía de pie.

Horacio negó con la cabeza.

—De eso nada. Los chicos pueden solos. Tú llévate a Pedro al sofá y relájate. Habéis trabajado duro, hermanita.

Los gemelos se salpicaban el uno al otro con el agua de los platos y Marcos soltó un taco cuando se resbaló en un charco y tiró un plato. Pablo regañó a sus hermanos, mientras cogía la escoba y el recogedor para barrer el cristal. Horacio dio unas palmaditas a sus hijos en los hombros y se encogió de hombros antes de irse a
su habitación a dormir.

Pedro me puso las piernas sobre su regazo y me quitó los zapatos, mientras me masajeaba las plantas de los pies con los pulgares. Eché la cabeza hacia atrás y suspiré.

—Este ha sido el mejor día de Acción de Gracias desde que mamá murió.

Levanté la cara para ver su expresión. Su sonrisa estaba teñida de tristeza.

—Me alegro de haber estado aquí para verlo.

La cara de Pedro cambió y me preparé para lo que estaba a punto de decir.

Sentía el corazón latiéndome contra el pecho, esperando que me pidiera que volviéramos para poder decirle que aceptaba.

Allí sentada con mi nueva familia, parecía que había pasado toda una vida desde Las Vegas.

—Soy diferente. No sé qué me pasó en Las Vegas. Aquel no era yo. Pensaba en todo lo que podríamos comprar con ese dinero, y en nada más… No veía el daño que te hacía queriendo llevarte de vuelta allí, aunque creo que, en el fondo, lo sabía. Me merecía que me dejaras. Me merecía todo el sueño que perdí y el dolor que sentí. Tuve que pasar por todo eso para darme cuenta de lo mucho que te
necesitaba, y lo que estoy dispuesto a hacer para que sigas en mi vida.

Me mordí el labio, impaciente por llegar a la parte en la que le decía que sí.

Quería que me llevara a su apartamento y pasar el resto de la noche celebrándolo.

No podía esperar a relajarme en el sofá nuevo con Moro, mientras veíamos una película y nos reíamos como solíamos hacer.

—Has dicho que lo nuestro se ha acabado, y lo acepto. Soy una persona diferente desde que te conocí. He cambiado… para mejor. Sin embargo, por mucho que lo intente, parece que no hago las cosas bien contigo. Primero fuimos amigos, y no puedo perderte, Paloma. Siempre te querré, pero veo que no tiene mucho sentido que intente recuperarte. No puedo imaginarme estar con otra persona, pero seré feliz mientras sigamos siendo amigos.

—¿Quieres que seamos amigos? —pregunté, notando que las palabras me ardían en la boca.

—Quiero que seas feliz. No me importa lo que sea necesario para ello.

Sentí un nudo en las entrañas al oír sus palabras, y me sorprendió el dolor abrumador que me embargó. Me estaba dando una salida, y lo hacía justamente cuando yo no la quería. Podría haberle dicho que había cambiado de opinión y él retiraría todo lo que acababa de decir, pero sabía que no era justo para ninguno de los dos aferrarme a aquella relación cuando él había aceptado su final.

Sonreí para mantener a raya las lágrimas.

—Cincuenta pavos a que me lo agradecerás cuando conozcas a tu futura mujer.

Pedro juntó las cejas y puso cara de tristeza.

—Esa apuesta es fácil. La única mujer con la que querría casarme alguna vez acaba de romperme el corazón.

No podía fingir una sonrisa después de eso. Me sequé los ojos y me levanté.

—Creo que es hora de que me lleves a casa.

—Vamos, Paloma, lo siento, no ha tenido gracia.

—No es eso, Pedro. Simplemente estoy cansada y lista para irme a casa.

Contuvo un suspiro y asintió mientras se levantaba. Me despedí de sus hermanos con un abrazo y pedí a Marcos que dijera adiós a Horacio de mi parte.

Pedro se quedó en la puerta con nuestras bolsas; mientras todos se ponían de acuerdo en volver a casa para Navidad, conseguí aguantar la sonrisa hasta salir por la puerta.

Cuando Pedro me llevó a Morgan, su cara seguía siendo de tristeza, pero la angustia había desaparecido. Después de todo, el fin de semana no era una artimaña para recuperarme. Era una despedida.

Se inclinó para besarme la mejilla y me sujetó la puerta, mientras me observaba entrar.

—Gracias por el día de hoy. No sabes lo feliz que has hecho a mi familia.

Me detuve al principio de las escaleras.

—Mañana se lo contarás, ¿verdad?

Miró hacia el aparcamiento y luego a mí.

—Estoy bastante seguro de que ya lo saben. No eres la única que sabe poner cara de póquer, Paloma.

Me quedé mirándolo perpleja y, por primera vez desde que nos habíamos conocido, se alejó de mí sin volverse a mirar atrás.