TRILOGIA:LA PRIMER PARTE CONTADA POR PAULA,LA SEGUNDA POR PEDRO Y LA TERCERA EN UN MOMENTO ESPECIFICO DE SUS VIDAS
martes, 15 de abril de 2014
CAPITULO 58
Se quitó el camisón de los ojos y se rio ante mi intento desesperado por estar
presentable. Cogí una camiseta negra de cuello en pico y me la puse bien, después
corrí al baño, me lavé los dientes y me pasé el cepillo por el pelo. Pedro apareció
detrás de mí, completamente vestido y preparado, y me rodeó con sus brazos por
la cintura.
—¡Estoy hecha un asco! —dije, con el gesto torcido delante del espejo.
—¿No te das cuenta de lo guapa que estás? —me preguntó él, besándome
en el cuello.
Resoplé y fui corriendo a su habitación para ponerme un par de zapatos de
tacón y después cogí a Pedro de la mano, mientras me llevaba hasta la puerta. Me
detuve, me subí la cremallera de la chaqueta negra de cuero y me recogí el pelo en
un moño apretado, preparándome para el agitado trayecto hasta la casa de su
padre.
—Cálmate, Paloma. Solo seremos un grupo de tíos sentados alrededor de
una mesa.
—Es la primera vez que voy a ver a tu padre y a tus hermanos…, y todo a la
vez… ¿Y quieres que me calme? —dije, subiéndome a la moto tras él.
Giró el cuello, me tocó la mejilla y me besó.
—Los vas a enamorar, igual que a mí.
Cuando llegamos, me solté el pelo y lo peiné con los dedos unas cuantas
veces antes de que Pedro me hiciera cruzar la puerta.
—¡Vaya, vaya! ¡Pero si es el caraculo! —gritó uno de los chicos.
Pedro asintió una vez. Intentó poner cara de enfado, pero podía notar que
estaba emocionado de ver a sus hermanos. La casa era antañona, empapelada de
un color amarillo y marrón desvaído, y había una alfombra de pelo largo de
diferentes tonos de marrón. Cruzamos un pasillo que daba directamente a una
habitación con la puerta abierta de par en par. El humo salía hasta el vestíbulo, y
sus hermanos y su padre estaban sentados a una mesa de madera, redonda, con
sillas diferentes.
—Oye…, vigila lo que dices delante de la señora —pidió su padre, con un
puro en la boca, que se movía de arriba abajo mientras hablaba.
—Paloma, este es mi padre, Horacio Alfonso. Papá, esta es Paloma.
—¿Paloma? —preguntó Horacio, con una expresión de extrañeza.
—Pau —dije, mientras le estrechaba la mano.
Pedro señaló a sus hermanos.
—Marcos, Nahuel, Manuel y Pablo.
Todos asintieron y, excepto Pablo, todos parecían versiones mayores de
Pedro; pelo rapado, ojos marrones, camisetas estrechas que resaltaban sus
músculos abultados y cubiertos de tatuajes. Pablo llevaba una camisa de vestir y
una corbata desanudada, tenía los ojos verde avellana y el pelo rubio oscuro, un
poco más largo.
—¿Y Pau tiene apellido? —preguntó Horacio.
—Chaves—respondí asintiendo.
—Es un placer conocerte, Pau—dijo Pablo, con una sonrisa.
—Un auténtico placer —siguió Marcos, pegándome un repaso descarado.
Horacio le dio una colleja y él soltó un quejido.
—¿Qué he dicho? —preguntó él, frotándose la nuca.
—Siéntate, Pau. Mira cómo desplumamos a Pepe —dijo uno de los
gemelos. Era incapaz de decir cuál, porque eran unas copias exactas el uno del
otro, incluso sus tatuajes encajaban.
CAPITULO 57
ME metí una pastillita blanca en la boca y me la tragué con un gran vaso de
agua. Estaba de pie en medio del dormitorio de Pedro, en sujetador y bragas,
preparándome para ponerme el pijama.
—¿Qué es eso? —preguntó Pedro desde la cama.
—Eh…, mi píldora.
Frunció el ceño.
—¿Qué píldora?
—La píldora, Pedro. Todavía tienes que volver a rellenar tu cajón y lo
último que necesito es preocuparme de si me va a venir la regla o no.
—Ah.
—Uno de nosotros tiene que ser responsable —dije, enarcando una ceja.
—Santo cielo, qué sexi estás —dijo Pedro, apoyando la cabeza en la
mano—. La mujer más guapa de Eastern es mi novia. Menuda locura.
Puse los ojos en blanco e introduje la cabeza por el camisón de seda
púrpura, justo antes de meterme en la cama a su lado. Me senté a horcajadas sobre
su regazo y le besé el cuello; solté una risita tonta cuando dejó caer la cabeza contra
el cabecero.
—¿Otra vez? Vas a acabar conmigo, Paloma.
—No puedes morirte —dije, mientras le cubría la cara de besos—. Tienes
demasiado mal genio.
—¡No, no puedo morirme porque hay demasiados gilipollas peleándose a
empujones por ocupar mi lugar! Podría vivir para siempre solo para fastidiarlos.
Solté una risita contra su boca y él me puso boca arriba. Deslizó el dedo bajo
el delicado lazo púrpura que tenía sobre el hombro, y me lo bajó por el brazo,
mientras me besaba la piel que dejaba libre tras él.
—¿Por qué yo, Pepe?
Se inclinó hacia atrás, buscando mi mirada.
—¿A qué te refieres?
—Has estado con muchas mujeres y siempre te has negado a apuntar tan
siquiera un número de teléfono…, ¿por qué yo?
—¿A qué viene esa pregunta? —dijo él, mientras me acariciaba la mejilla
con el pulgar.
Me encogí de hombros.
—Solo tengo curiosidad.
—¿Y por qué yo? Tienes a la mitad de los hombres de Eastern esperando a
que yo la fastidie contigo.
Arrugué la nariz.
—Eso no es verdad. No cambies de tema.
—Claro que es cierto. Si no hubiera estado persiguiéndote desde principios
de curso, habrías tenido a más chicos siguiéndote por ahí, además de Adrian
Hayes. Él simplemente está demasiado pagado de sí mismo como para tenerme
miedo.
—¡No haces más que esquivar mi pregunta! ¡Y muy mal, añadiría!
—¡Vale, vale! ¿Que por qué tú? —Una sonrisa se extendió en su cara,
mientras se agachaba hasta que sus labios tocaron los míos—. Me sentí atraído
hacia ti desde la noche de aquella primera pelea.
—¿Cómo? —dije con una expresión de duda.
—Sí. ¿Allí en medio, con esa chaqueta de punto manchada de sangre?
Estabas absolutamente ridícula —dijo riéndose.
—Gracias.
Su sonrisa desapareció.
—Fue cuando levantaste la mirada hacia mí. Ese fue el momento preciso.
Me miraste con los ojos abiertos de par en par, con inocencia…, sin fingimientos.
No me miraste como si fuera Pedro Alfonso —dijo él, poniendo los ojos en blanco
al oír sus propias palabras—. Me miraste como si fuera…, no sé…, una persona,
supongo.
—Última hora, Pepe. Eres una persona.
Me apartó el pelo de la cara.
—No, antes de que llegaras, Valentin era el único que me trataba con
normalidad. No te acobardaste, ni intentaste flirtear, ni te pasaste el pelo por la
cara. Simplemente me viste.
—Fui una completa zorra contigo.
Me besó en el cuello.
—Eso es lo que acabó de sellar el trato.
Deslicé las manos por su espalda hasta el interior de sus calzoncillos.
—Espero que esto vaya bien. No creo que llegue a cansarme de ti jamás.
—¿Me lo prometes? —preguntó, sonriendo.
Su teléfono vibró sobre la mesita de noche y sonrió, mientras se lo llevaba a
la oreja.
—¿Diga?… Oh, joder, no. Estoy aquí con Paloma. Nos estábamos
preparando para ir a la cama… Cierra la puta boca, Marcos, no tiene gracia… ¿De
verdad? ¿Qué hace en la ciudad? —Me miró y suspiró—. Está bien. Estaremos allí
dentro de media hora… Ya me has oído, capullo. Porque no voy a ninguna parte
sin ella, por eso. ¿Quieres que te parta la cara cuando llegue? —Pedro colgó y
sacudió la cabeza.
Enarqué una ceja.
—Esa ha sido la conversación más rara que he oído jamás.
—Era Marcos. Pablo está en la ciudad y han organizado una noche de
póquer en casa de mi padre.
—¿Noche de póquer? —Tragué saliva.
—Sí, normalmente se quedan con todo mi dinero. Son unos cabrones
tramposos.
—¿Voy a conocer a tu familia dentro de media hora?
—Dentro de veintisiete minutos, para ser exactos.
—¡Oh, Dios mío, Pedro! —aullé, saltando de la cama.
—¿Qué haces? —dijo con un suspiro.
Rebusqué en el armario y saqué un par de pantalones vaqueros; me los puse
dando saltitos, y después me quité el camisón por la cabeza y se lo tiré a Pedro a la
cara.
—¡No puedo creer que me avises de que voy a conocer a tu familia con
veinte minutos de antelación! ¡Podría matarte ahora mismo!
CAPITULO 56
La noche fue larga. No dejé de mirar el reloj, y me sentía mal cada vez que
veía que había pasado otra hora. No podía dejar de pensar en Pedro y en si lo
llamaría o no, preguntándome si él también estaría despierto. Finalmente, como
último recurso, me puse los auriculares del iPod en los oídos y escuché todas las
canciones repugnantes de mi lista de reproducción a todo volumen.
Cuando miré el reloj por última vez, eran más de las cuatro. Los pájaros
cantaban ya junto a mi ventana, y sonreí cuando empecé a notar los ojos pesados.
Parecía que habían pasado solo unos minutos cuando oí que llamaban a la puerta,
y Rosario irrumpió en la habitación.
Me quitó los auriculares de los oídos y se dejó caer en mi silla de escritorio.
—Buenos días, encanto. Tienes un aspecto horrible —dijo ella. De su boca,
salió una burbuja rosa, que hizo estallar ruidosamente.
—¡Cierra el pico, Rosario! —dijo Carla desde debajo de las sábanas.
—Te das cuenta de que es inevitable que dos personas de carácter, como
Pepe y tú, se peleen, ¿no? —dijo Rosario, mientras se limaba las uñas, sin dejar de
mascar una enorme bola de chicle.
Me giré en la cama.
—Estás oficialmente despedida. Eres una conciencia terrible.
Se rio.
—Es que te conozco; si te diera mis llaves ahora mismo, irías conduciendo
hasta allí.
—Desde luego que no.
—Lo que tú digas —contestó en tono cantarín.
—Son las ocho de la mañana, Ro. Probablemente sigan desmayados.
En ese preciso momento, oí una tenue llamada a la puerta. El brazo de Carla
salió despedido de debajo de la colcha y giró el pomo.
La puerta se abrió lentamente y vi a Pedro en el umbral.
—¿Puedo entrar? —preguntó en voz baja y áspera. Los círculos púrpura de
debajo de sus ojos daban cuenta de su falta de sueño, si es que había llegado a
pegar ojo en algún momento.
Me senté en la cama, sorprendida por su aspecto exhausto.
—¿Estás bien?
Entró y cayó de rodillas delante de mí.
—Lo siento mucho, Pau, de verdad, lo siento —dijo él mientras me
rodeaba con los brazos por la cintura, con la cabeza enterrada en mi regazo.
Mecí su cabeza en mis brazos y levanté la mirada hacia Rosario.
—Eh… Creo que mejor me voy —dijo incómoda, mientras buscaba el pomo
de la puerta.
Carla se frotó los ojos y suspiró; después cogió su neceser con las cosas para
la ducha.
—Siempre estoy muy limpia cuando estás por aquí, Pau —gruñó ella,
cerrando la puerta de un golpe tras de sí.
Pedro me miró.
—Sé que siempre me comporto como un loco cuando se trata de ti, pero
Dios sabe que lo intento, Paloma. No quiero joder lo nuestro.
—Pues entonces no lo hagas.
—Esto es difícil para mí, ¿sabes? Siento que en cualquier segundo te vas a
dar cuenta del pedazo de mierda que soy y me vas a dejar. Ayer, mientras bailabas,
observé a una docena de tíos mirándote. Entonces te fuiste a la barra, y te vi dando
las gracias a ese tío por la copa. Después, a ese imbécil de la pista de baile no se le
ocurrió otra cosa que cogerte.
—Sí, pero yo no voy dando puñetazos a todas las chicas que hablan contigo.
Además, no puedo quedarme encerrada en el apartamento todo el tiempo. Vas a
tener que controlar ese mal carácter tuyo.
—Lo haré. Nunca antes había querido tener novia, Paloma. No estoy
acostumbrado a sentir esto por alguien…, por nadie. Si eres paciente, te juro que
encontraré el modo de manejarlo.
—Dejemos algo claro: no eres un pedazo de mierda, eres genial. Da igual
que alguien me invite a una copa o a bailar, o que intenten flirtear conmigo. Con
quien me voy a casa es contigo. Me has pedido que confíe en ti, pero tú no pareces
confiar en mí.
Frunció el ceño.
—Eso no es verdad.
—Si crees que te voy a dejar por el primer chico que aparezca, entonces es
que no tienes mucha fe en mí.
Me agarró con más fuerza.
—No soy lo bastante bueno para ti, Paloma. Eso no significa que no confíe
en ti. Solo me preparo para lo inevitable.
—No digas eso. Cuando estamos a solas, eres perfecto. Somos perfectos.
Pero después dejas que cualquiera lo arruine. No espero que cambies
completamente de la noche a la mañana, pero tienes que elegir tus batallas. No
puedes acabar peleándote cada vez que alguien me mire.
Él asintió.
—Haré todo lo que quieras. Solo… dime que me quieres.
—Sabes que es así.
—Necesito oírtelo decir —pidió, juntando las cejas.
—Te quiero —dije, mientras tocaba sus labios con los míos—. Ahora deja de
comportarte como un crío.
Él se rio y se metió en la cama conmigo. Pasamos la hora siguiente sin
movernos, bajo las sábanas, entre risas y besos, y apenas nos dimos cuenta de que
Carla había regresado de la ducha.
—¿Podrías salir? Tengo que vestirme —dijo Carla a Pedro, mientras se
anudaba con más fuerza el albornoz.
Pedro me besó en la mejilla y después salió al pasillo.
—Nos vemos en un segundo.
Me dejé caer sobre la almohada, mientras Carla rebuscaba en su armario.
—¿Por qué estás tan contenta? —rezongó ella.
—Por nada —respondí con un suspiro.
—¿Sabes qué es la codependencia, Pau? Tu novio es un ejemplo de
manual, lo que resulta escalofriante teniendo en cuenta que ha pasado de no tener
respeto alguno hacia las mujeres a pensar que te necesita para respirar.
—Tal vez sea así —dije, resistiéndome a que me chafara el buen humor.
—¿No te preguntas a qué se debe? A ver…, se ha trajinado a la mitad de las
chicas del campus. ¿Por qué tú?
—Dice que soy diferente.
—Por supuesto que sí, pero ¿por qué?
—¿Y a ti qué más te da? —le espeté yo.
—Es peligroso necesitar tanto a alguien. Tú intentas salvarlo y él espera que
lo hagas. Sois un auténtico desastre.
—Me da igual qué es o por qué ha surgido. Cuando todo va bien, Carla…, es
maravilloso.
Ella puso los ojos en blanco.
—No tienes remedio.
Pedro llamó a la puerta y Carla lo dejó entrar.
—Voy a la sala de estudio común. Buena suerte —dijo con la voz más falsa
que podía impostar.
—¿A qué venía eso? —preguntó Pedro.
—Me ha dicho que somos un desastre.
—Dime algo que no sepa —dijo sonriendo.
De repente, centró la mirada y me besó la suave piel de detrás de la oreja.
—¿Por qué no vienes a casa conmigo?
Apoyé la mano en su nuca y suspiré al notar sus suaves labios contra la piel.
—Creo que me voy a quedar aquí. Estoy constantemente en tu apartamento.
Levantó de golpe la cabeza.
—¿Y qué? ¿No te gusta estar allí?
Le toqué la mejilla y suspiré. Se preocupaba muy rápidamente.
—Claro que sí que me gusta, pero no vivo allí.
Me recorrió el cuello con la punta de la nariz.
—Te quiero allí. Te quiero allí todas las noches.
—No pienso mudarme contigo —dije negando con la cabeza.
—No te he pedido que te mudes conmigo. He dicho que quiero que estés
allí.
—¡Es lo mismo! —dije riéndome.
Pedro frunció el ceño.
—¿De verdad no vas a quedarte conmigo esta noche?
Dije que no con la cabeza y su mirada se perdió por la pared hasta llegar al
techo. Casi podía oír los engranajes en el interior de su cabeza.
—¿Qué estás maquinando? —pregunté entrecerrando los ojos.
—Intento pensar en otra apuesta.
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