martes, 15 de abril de 2014

CAPITULO 56





La noche fue larga. No dejé de mirar el reloj, y me sentía mal cada vez que
veía que había pasado otra hora. No podía dejar de pensar en Pedro y en si lo
llamaría o no, preguntándome si él también estaría despierto. Finalmente, como
último recurso, me puse los auriculares del iPod en los oídos y escuché todas las
canciones repugnantes de mi lista de reproducción a todo volumen.
Cuando miré el reloj por última vez, eran más de las cuatro. Los pájaros
cantaban ya junto a mi ventana, y sonreí cuando empecé a notar los ojos pesados.
Parecía que habían pasado solo unos minutos cuando oí que llamaban a la puerta,
y Rosario irrumpió en la habitación.
Me quitó los auriculares de los oídos y se dejó caer en mi silla de escritorio.
—Buenos días, encanto. Tienes un aspecto horrible —dijo ella. De su boca,
salió una burbuja rosa, que hizo estallar ruidosamente.
—¡Cierra el pico, Rosario! —dijo Carla desde debajo de las sábanas.
—Te das cuenta de que es inevitable que dos personas de carácter, como
Pepe y tú, se peleen, ¿no? —dijo Rosario, mientras se limaba las uñas, sin dejar de
mascar una enorme bola de chicle.
Me giré en la cama.
—Estás oficialmente despedida. Eres una conciencia terrible.
Se rio.
—Es que te conozco; si te diera mis llaves ahora mismo, irías conduciendo
hasta allí.
—Desde luego que no.
—Lo que tú digas —contestó en tono cantarín.
—Son las ocho de la mañana, Ro. Probablemente sigan desmayados.
En ese preciso momento, oí una tenue llamada a la puerta. El brazo de Carla
salió despedido de debajo de la colcha y giró el pomo.
La puerta se abrió lentamente y vi a Pedro en el umbral.
—¿Puedo entrar? —preguntó en voz baja y áspera. Los círculos púrpura de
debajo de sus ojos daban cuenta de su falta de sueño, si es que había llegado a
pegar ojo en algún momento.
Me senté en la cama, sorprendida por su aspecto exhausto.
—¿Estás bien?
Entró y cayó de rodillas delante de mí.
—Lo siento mucho, Pau, de verdad, lo siento —dijo él mientras me
rodeaba con los brazos por la cintura, con la cabeza enterrada en mi regazo.
Mecí su cabeza en mis brazos y levanté la mirada hacia Rosario.
—Eh… Creo que mejor me voy —dijo incómoda, mientras buscaba el pomo
de la puerta.
Carla se frotó los ojos y suspiró; después cogió su neceser con las cosas para
la ducha.
—Siempre estoy muy limpia cuando estás por aquí, Pau —gruñó ella,
cerrando la puerta de un golpe tras de sí.
Pedro me miró.
—Sé que siempre me comporto como un loco cuando se trata de ti, pero
Dios sabe que lo intento, Paloma. No quiero joder lo nuestro.
—Pues entonces no lo hagas.
—Esto es difícil para mí, ¿sabes? Siento que en cualquier segundo te vas a
dar cuenta del pedazo de mierda que soy y me vas a dejar. Ayer, mientras bailabas,
observé a una docena de tíos mirándote. Entonces te fuiste a la barra, y te vi dando
las gracias a ese tío por la copa. Después, a ese imbécil de la pista de baile no se le
ocurrió otra cosa que cogerte.
—Sí, pero yo no voy dando puñetazos a todas las chicas que hablan contigo.
Además, no puedo quedarme encerrada en el apartamento todo el tiempo. Vas a
tener que controlar ese mal carácter tuyo.
—Lo haré. Nunca antes había querido tener novia, Paloma. No estoy
acostumbrado a sentir esto por alguien…, por nadie. Si eres paciente, te juro que
encontraré el modo de manejarlo.
—Dejemos algo claro: no eres un pedazo de mierda, eres genial. Da igual
que alguien me invite a una copa o a bailar, o que intenten flirtear conmigo. Con
quien me voy a casa es contigo. Me has pedido que confíe en ti, pero tú no pareces
confiar en mí.
Frunció el ceño.
—Eso no es verdad.
—Si crees que te voy a dejar por el primer chico que aparezca, entonces es
que no tienes mucha fe en mí.
Me agarró con más fuerza.
—No soy lo bastante bueno para ti, Paloma. Eso no significa que no confíe
en ti. Solo me preparo para lo inevitable.
—No digas eso. Cuando estamos a solas, eres perfecto. Somos perfectos.
Pero después dejas que cualquiera lo arruine. No espero que cambies
completamente de la noche a la mañana, pero tienes que elegir tus batallas. No
puedes acabar peleándote cada vez que alguien me mire.
Él asintió.
—Haré todo lo que quieras. Solo… dime que me quieres.
—Sabes que es así.
—Necesito oírtelo decir —pidió, juntando las cejas.
—Te quiero —dije, mientras tocaba sus labios con los míos—. Ahora deja de
comportarte como un crío.
Él se rio y se metió en la cama conmigo. Pasamos la hora siguiente sin
movernos, bajo las sábanas, entre risas y besos, y apenas nos dimos cuenta de que
Carla había regresado de la ducha.
—¿Podrías salir? Tengo que vestirme —dijo Carla a Pedro, mientras se
anudaba con más fuerza el albornoz.
Pedro me besó en la mejilla y después salió al pasillo.
—Nos vemos en un segundo.
Me dejé caer sobre la almohada, mientras Carla rebuscaba en su armario.
—¿Por qué estás tan contenta? —rezongó ella.
—Por nada —respondí con un suspiro.
—¿Sabes qué es la codependencia, Pau? Tu novio es un ejemplo de
manual, lo que resulta escalofriante teniendo en cuenta que ha pasado de no tener
respeto alguno hacia las mujeres a pensar que te necesita para respirar.
—Tal vez sea así —dije, resistiéndome a que me chafara el buen humor.
—¿No te preguntas a qué se debe? A ver…, se ha trajinado a la mitad de las
chicas del campus. ¿Por qué tú?
—Dice que soy diferente.
—Por supuesto que sí, pero ¿por qué?
—¿Y a ti qué más te da? —le espeté yo.
—Es peligroso necesitar tanto a alguien. Tú intentas salvarlo y él espera que
lo hagas. Sois un auténtico desastre.
—Me da igual qué es o por qué ha surgido. Cuando todo va bien, Carla…, es
maravilloso.
Ella puso los ojos en blanco.
—No tienes remedio.
Pedro llamó a la puerta y Carla lo dejó entrar.
—Voy a la sala de estudio común. Buena suerte —dijo con la voz más falsa
que podía impostar.
—¿A qué venía eso? —preguntó Pedro.
—Me ha dicho que somos un desastre.
—Dime algo que no sepa —dijo sonriendo.
De repente, centró la mirada y me besó la suave piel de detrás de la oreja.
—¿Por qué no vienes a casa conmigo?
Apoyé la mano en su nuca y suspiré al notar sus suaves labios contra la piel.
—Creo que me voy a quedar aquí. Estoy constantemente en tu apartamento.
Levantó de golpe la cabeza.
—¿Y qué? ¿No te gusta estar allí?
Le toqué la mejilla y suspiré. Se preocupaba muy rápidamente.
—Claro que sí que me gusta, pero no vivo allí.
Me recorrió el cuello con la punta de la nariz.
—Te quiero allí. Te quiero allí todas las noches.
—No pienso mudarme contigo —dije negando con la cabeza.
—No te he pedido que te mudes conmigo. He dicho que quiero que estés
allí.
—¡Es lo mismo! —dije riéndome.
Pedro frunció el ceño.
—¿De verdad no vas a quedarte conmigo esta noche?
Dije que no con la cabeza y su mirada se perdió por la pared hasta llegar al
techo. Casi podía oír los engranajes en el interior de su cabeza.
—¿Qué estás maquinando? —pregunté entrecerrando los ojos.
—Intento pensar en otra apuesta.

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