viernes, 4 de abril de 2014

CAPITULO 23



Me bajé la cremallera del vestido, me lo quité contoneándome por encima
de las caderas y lo lancé con un pie a un rincón. Rápidamente me puse una
camiseta y luego me solté el sujetador sacándolo a través de la manga. Mientras me
recogía el pelo haciéndome un moño en el cogote, me di cuenta de que me estaba
mirando.
—Estoy segura de que no tengo nada que no hayas visto antes —dije
poniendo los ojos en blanco. Me deslicé bajo la ropa de cama y me instalé en mi
almohada haciéndome un ovillo. Se soltó el cinturón, se bajó los tejanos y se los
quitó con un saltito.
Esperé mientras él estaba de pie sin moverse por un instante. Le daba la
espalda, así que me preguntaba qué estaba haciendo, de pie junto a la cama y en
silencio. La cama se movió cuando finalmente se arrastró en el colchón junto a mí,
y yo me puse rígida cuando su mano se posó en mi cadera.
—He faltado a una pelea esta noche —dijo—. Agustin llamó. No fui.
—¿Por qué? —dije volviéndome hacia él.
—Quería estar seguro de que volvías a casa.
Arrugué la nariz.
—No tienes que cuidar de mí.
Deslizó uno de sus dedos a lo largo de mi brazo produciéndome escalofríos.
—Lo sé. Supongo que todavía me siento mal por lo de la otra noche.
—Te dije que no me importaba.
Se apoyó en el codo con una expresión dudosa en la cara.
—¿Por eso estuviste durmiendo en el sillón? ¿Porque no te importaba?
—No podía dormirme después de que tus… amigas se fueran.
—Estabas durmiendo tranquilamente en el sillón. ¿Por qué no podías
dormir conmigo?
—¿Quieres decir junto a un tipo que todavía tenía el olor de un par de
busconas de bar que acababa de mandar a casa? ¡No sé! ¡Qué egoísta fui!
Pedro hizo un gesto de vergüenza.
—Ya te dije que lo sentía.
—Y yo dije que no me importaba. Buenas noches —respondí, antes de
darme media vuelta.
Pasaron unos momentos de silencio. Entonces, deslizó su mano por encima
de mi almohada y colocó su mano sobre la mía. Acarició la delicada piel de entre
mis dedos y luego apretó sus labios contra mi pelo.
—Y yo preocupado por que nunca volvieras a hablarme… Creo que es peor
tu indiferencia.
Mis ojos se cerraron.
—¿Qué quieres de mí, Pedro? No quieres que me preocupe por lo que
hiciste, pero quieres que me preocupe. Le dices a Rosario que no quieres salir
conmigo, pero te cabreas tanto cuando yo digo lo mismo que te marchas de casa
enfurecido y te emborrachas. Nada de lo que haces tiene sentido.
—¿Por eso le dijiste esas cosas a Rosario? ¿Porque yo había dicho que no
quería salir contigo?
Me rechinaron los dientes. Acababa de insinuar que estaba jugando con él.
Le respondí de la forma más directa que pude.
—No, quise decir lo que dije. Simplemente no tenía intención de que fuera
un insulto.
—Pues yo lo dije porque… —se rascó nerviosamente su corto pelo— no
quiero estropear nada. Ni siquiera sé cómo hacer para ser lo que te mereces. Solo
intentaba averiguarlo.
—Vale, muy bien, pero tengo que dormir. Tengo una cita esta noche.
—¿Con Adrian? —preguntó; su tono volvía a traicionar su mal humor.
—Sí. ¿Puedo dormir, por favor?
—Claro —dijo, saliendo bruscamente de la cama y dando un portazo tras de
sí al salir. El sillón crujió bajo su peso y luego el murmullo de voces de la televisión
llegó desde la sala. Cerré los ojos con fuerza e intenté calmarme lo suficiente para
adormilarme aunque solo fuera unas horas.
El despertador dio las tres de la tarde cuando abrí trabajosamente los ojos.
Agarré una toalla y mi bata, y me dirigí torpemente al baño. En cuanto cerré la
cortina de la ducha, la puerta se abrió y se cerró. Esperé a que alguien hablara pero
solo oí la tapa del inodoro golpeando la porcelana.
—¿Pedro?
—No, soy yo —dijo Rosario.
—¿Tienes que hacer pis aquí? Tienes tu propio baño.
—Valen ha estado allí más de media hora con la mierda de las cervezas. No
pienso entrar allí.
—Encantador.
—He oído que tienes una cita esta noche. ¡Pedro está cabreado! —canturreó.
—¡A las seis! Es tan dulce, Rosario. Es simplemente… —Mi voz se apagó en
un suspiro. Estaba muy efusiva y no es lo mío ser efusiva. Seguí pensando en lo
perfecto que había sido desde el momento en que nos habíamos conocido. Era
exactamente lo que necesitaba: el polo opuesto a Pedro.
—¿Te ha dejado sin habla? —dijo con una risita tonta.
Asomé la cabeza por la cortina.
—¡No quería volver a casa! ¡Podría haber estado hablando con él para
siempre!
—Suena prometedor. ¿Pero no le parece raro que estés aquí?
Metí la cabeza bajo el agua para enjuagarme la espuma.
—Ya se lo expliqué.
Sonó el ruido de la cadena del inodoro y del grifo que se abría haciendo que
el agua saliera fría por un momento. Grité y la puerta se abrió del todo.
—¿Paloma? —dijo Pedro.
Rosario se rio.
—Solo he tirado de la cadena, Pepe, cálmate.
—Oh. ¿Estás bien, Paloma?
—Estoy estupendamente. Sal. —La puerta se cerró de nuevo y suspiré—.
¿Es mucho pedir que haya pestillos en las puertas? —Rosario no contestó—.
¿Ro?
—Me sabe fatal que lo vuestro no cuajara. Eres la única chica que podría
haber… —suspiró—. En fin, no te preocupes. Ahora ya no importa.
Cerré el grifo y me envolví en una toalla.
—Están tan mal como él. Debe de ser una enfermedad…, aquí nadie tiene
sentido común. ¿Te acuerdas de lo mucho que te cabreaba su comportamiento?
—Lo sé —asintió.
Encendí el secador de pelo y comencé a acicalarme para mi cita con Adrian.

CAPITULO 22




—PASE —grité al oír los golpes en la puerta.
Pedro se quedó helado en el vano de la puerta.
—¡Guau!
Sonreí y me miré el vestido. Un corpiño que se alargaba para formar una
corta falda: era lo más osado que me había atrevido a llevar puesto en toda mi
vida. El tejido era fino, negro y se transparentaba como un fino envoltorio. Adrian
estaría en esa fiesta y tenía ganas de hacerme notar.
—Tienes un aspecto impresionante —dijo mientras yo me calzaba los
tacones.
Le puse buena cara a su camisa blanca y tejanos.
—Tú también estás muy bien.
Llevaba las mangas recogidas por encima de los codos, enseñando en sus
antebrazos el entramado de tatuajes. Me di cuenta de que llevaba su pulsera de
cuero favorita en la muñeca cuando se metió las manos en los bolsillos.
Rosario y Valentin nos esperaban en la sala de estar.
—Adrian se va a mear encima cuando te vea —se rio tontamente Rosario
mientras íbamos hacia el coche.
Pedro abrió la puerta, y yo me deslicé en el asiento trasero de la camioneta
de Valentin. Aunque nos habíamos sentado allí innumerables veces antes, de
repente era muy incómodo estar así junto a él.
Los coches se alineaban en la calle; algunos se encontraban aparcados
incluso en el césped de delante. La Casa reventaba por las costuras, y todavía
bajaba más gente desde los pabellones de dormitorios. Valentin aparcó sobre el
césped de la parte de atrás, y Rosario y yo seguimos a los chicos hacia el interior.
Pedro me trajo una copa de plástico rojo llena de cerveza, y entonces se
inclinó y me dijo al oído.
—No cojas esto de nadie más excepto de mí o de Valen. No quiero que nadie
te eche nada en la bebida.
Puse los ojos en blanco.
—Nadie me va a poner nada en la bebida, Pedro.
—Simplemente no bebas nada que no te dé yo, ¿de acuerdo? Ya no estás en
Kansas, Paloma.
—Nunca había oído nada igual —dije sarcásticamente, mientras cogía mi
bebida.
Había pasado una hora y Adrian seguía todavía desaparecido. Rosario y
Valentin estaban bailando una canción lenta en la sala cuando Pedro tiró de mi
mano.
—¿Quieres bailar?
—No, gracias —dije.
Se puso lívido.
Toqué su espalda.
—Es simplemente que estoy cansada, Pepe.
Puso su mano en la mía y comenzó a hablar, pero cuando lo miraba vi un
poco más allá a Adrian. Pedro se dio cuenta de mi expresión y se volvió.
—¡Eh, Paula! ¡Has podido venir! —me saludó Adrian, riéndose.
—Sí, llevamos aquí una hora o así —dije, sacando la mano de entre las de
Pedro.
—¡Estás guapísima! —gritó por encima de la música.
—¡Gracias! —añadí con una sonrisa, mirando a Pedro de soslayo. Tenía los
labios apretados, y sus cejas se habían unido en una línea.
Adrian señaló la sala y sonrió.
—¿Quieres bailar?
Arrugué la nariz y dije que no con la cabeza.
—No, estoy algo cansada.
Adrian volvió entonces la mirada hacia Pedro.
—Pensaba que no ibas a venir.
—Cambié de opinión —dijo Pedro, molesto por tener que explicarse.
—Ya veo —dijo Adrian, mirándome—. ¿Te apetece salir a tomar el aire?
Asentí con la cabeza y después seguí a Adrian escaleras arriba. Se detuvo y
me cogió la mano mientras subíamos al segundo piso. Cuando llegamos arriba,
abrió de par en par las puertas del balcón.
—¿Tienes frío? —preguntó.
—Sí, hace un poquito de fresco —dije, sonriendo cuando se quitó la
americana y me cubrió con ella los hombros—. Gracias.
—¿Estás aquí con Pedro?
—Vinimos en coche juntos.
La boca de Adrian se ensanchó en una amplia sonrisa, y luego miró hacia el
césped. Había un grupo de chicas apiñadas; se abrazaban para combatir el frío. El
suelo se hallaba cubierto de papel pinocho y latas de cerveza, además de botellas
de licor vacías. Entre la confusión, los hermanos Sig Tau estaban alrededor de su
obra maestra: una pirámide de barriles decorados con luces blancas.
Adrian sacudió la cabeza.
—Este lugar quedará destrozado por la mañana. El equipo de limpieza va a
estar muy atareado.
—¿Tenéis un equipo de limpieza?
—Sí —sonrió—, los llamamos los novatos.
—Pobre Valen.
—Él no está en el grupo. Tiene un trato especial porque es primo de Pedro y
no vive en la Casa.
—¿Y tú sí vives en la Casa?
Adrian asintió.
—Los dos últimos años. Sin embargo, necesito conseguir un apartamento.
Necesito un lugar más tranquilo para estudiar.
—Déjame que adivine…, ¿te especializas en Economía?
—Biología, con Anatomía de optativa. Me queda un año más, hacer los
exámenes de ingreso a la facultad de Medicina, y luego, si sale bien, ir a hacer
Medicina en Harvard.
—¿Ya sabes dónde te metes?
—Mi padre fue a Harvard. Quiero decir, no lo sé seguro, pero él es un
antiguo alumno feliz, ya sabes qué quiero decir. Por ahora llego a cuatro punto
cero, saqué un dos mil doscientos en selectividad, y treinta y seis de media en el
bachillerato. Tengo muchas posibilidades de conseguir una plaza.
—¿Y tu padre? ¿Es médico?
Adrian asintió con una sonrisa benévola.
—Cirujano ortopédico.
—Impresionante.
—¿Y tú? —preguntó.
—No me he decidido.
—Típica respuesta de estudiante de primer año.
Suspiré teatralmente.
—Imagino que he desperdiciado mi oportunidad de ser excepcional.
—Oh, no tienes que preocuparte por eso. Reparé en ti el primer día de clase.
¿Qué haces en Cálculo Tres si estás en primer curso?
Sonreí mientras enroscaba un mechón de cabello con el dedo.
—Las matemáticas me resultan fáciles. No me perdía las clases en el
instituto, y luego hice dos cursos de verano en la estatal de Wichita.
—Eso es impresionante —dijo.
Estuvimos en el balcón más de una hora, hablando de todo, desde los
garitos de comida locales a cómo me hice tan amiga de Pedro.
—No pensaba mencionarlo, pero vosotros dos parecéis ser el tema de todas
las conversaciones.
—Genial.
—Es que esto no es normal en Pedro. Él no suele congeniar con las mujeres.
De hecho, tiene más tendencia a crearse enemigos entre ellas.
—Oh, no sé. He visto a unas pocas que o tienen pérdida de memoria a corto
plazo o bien son proclives a perdonar cuando se trata de él.
Adrian se rio. Sus blancos dientes brillaron contrastando con su dorado
bronceado.
—La gente simplemente no entiende vuestra relación. Tienes que admitir
que es un poco ambigua.
—¿Me estás preguntando si me acuesto con él?
Sonrió.
—No estarías aquí con él si lo hicieras. Lo conozco desde que tenía catorce
años y soy muy consciente de cómo se comporta. Sin embargo, siento curiosidad
por vuestra amistad.
—Es lo que es —me encogí de hombros—. Salimos juntos, comemos, vemos
la tele, estudiamos y hablamos. Eso es todo.
Adrian se rio sonoramente, sacudiendo la cabeza y asombrado por mi
sinceridad.
—He oído que eres la única persona a la que se le permite poner a Pedro en
su sitio. Eso es un honor.
—No sé muy bien qué significa eso, pero Pedro no es tan malo como todo el
mundo dice.
El cielo se puso rojo y luego rosa cuando el sol se hundió en el horizonte.
Adrian miró su reloj y después observó por encima de la reja al grupo de gente que
iba disminuyendo en el césped.
—Parece que la fiesta se acaba.
—Será mejor que busque a Valen y Ro.
—¿Te importa si te llevo a casa en mi coche? —preguntó.
Intenté contener mi emoción.
—En absoluto. Se lo diré a Rosario —Caminé hacia la puerta y luego me
encogí de vergüenza antes de volverme a decir—: ¿Sabes dónde vive Pedro?
Las espesas y oscuras cejas de Adrian se arquearon.
—Sí, ¿por qué?
—Porque vivo allí —dije, esperando su reacción.
—¿Que estás con Pedro?
—Perdí una apuesta y por eso estoy pasando allí un mes.
—¿Un mes?
—Es una larga historia —dije, encogiéndome de hombros tímidamente.
—Pero ¿sois simplemente amigos?
—Sí.
—Entonces te llevaré a casa de Pedro —concluyó sonriendo.
Bajé las escaleras al galope para buscar a Rosario y pasé de largo junto a un
sombrío Pedro que parecía enojado con la chica borracha con la que hablaba. Me
siguió al recibidor mientras llamé a Rosario dándole una sacudida a su vestido.
—Chicos, podéis ir tirando. Adrian se ha ofrecido a llevarme a casa.
—¿Qué? —dijo Rosario con ojos asombrados.
—¿Cómo? —preguntó Pedro enfadado.
—¿Hay algún problema? —le pregunté.
Miró airadamente a Rosario y luego me llevó a un rincón, con la mandíbula
temblándole bajo la piel.
—Ni siquiera conoces a ese tipo.
Tiré para liberar mi brazo de su sujeción.
—Esto no es asunto tuyo, Pedro.
—Al diablo si no lo es. No te voy a permitir ir a casa en el coche de un
perfecto extraño. ¿Y si intenta hacerte algo?
—¡Genial! ¡Es una monada!
La expresión de Pedro pasó de la sorpresa a la rabia, y me preparé para lo
que pudiera decir a continuación.
—¿Adrian Hayes, Paloma? ¿De verdad? Adrian Hayes —repitió con
desdén—. ¿Pero qué clase de nombre es ese?
Crucé los brazos.
—Para un momento, Pepe. Estás siendo un imbécil.
Se inclinó; parecía aturdido.
—Lo mataré si te toca.
—Me gusta —dije, enfatizando cada palabra.
Parecía pasmado por mi confesión y luego sus rasgos se volvieron duros.
—Bien. Si acaba tumbándote en el asiento trasero de su coche, no me vengas
llorando.
Me quedé boquiabierta, ofendida y enfadada al instante.
—No te preocupes, no lo haré —dije alejándome y dándole la espalda.
Pedro me agarró por el brazo y suspiró, me miró por encima de los
hombros.
—No quise decir eso, Paloma. Si te hace daño, si tan siquiera te hace sentir
incómoda, dímelo.
La rabia amainó y mis hombros se relajaron.
—Sé que no lo decías en serio. Pero tienes que dominar ese sentimiento
sobreprotector de hermano mayor que te hace perder el control.
Pedro se rio.
—No estoy jugando al hermano mayor, Paloma. Ni por asomo.
Adrian apareció en la esquina y se metió las manos en los bolsillos
ofreciéndome el brazo.
—¿Todo arreglado?
Pedro apretó la mandíbula, y yo me puse al otro lado de Adrian para evitar
que viese la expresión de Pedro.
—Sí, vamos.
Cogí el brazo de Adrian y caminé con él unos pasos antes de volverme a
decir adiós a Pedro, pero él seguía con su mirada en dirección a la espalda de
Adrian. Sus ojos me lanzaron dardos y luego sus rasgos se suavizaron.
—Para ya —dije entre dientes, siguiendo a Adrian por en medio de la gente
que quedaba hasta su coche.
—El mío es el plateado.
Las luces delanteras del coche parpadearon dos veces cuando accionó el
mando del coche. Abrió la puerta del acompañante y reí.
—¿Llevas un Porsche?
—No es simplemente un Porsche. Es el nueve cero uno GT-tres. Hay una
gran diferencia.
—Déjame adivinar, ¿es el amor de tu vida? —dije, repitiendo la frase que
Pedro había dicho sobre su moto.
—No, es un coche. El amor de mi vida será una mujer con mi apellido.
Me permití una sonrisita, intentando que su sensibilidad no me afectara
demasiado. Me cogió de la mano para ayudarme a entrar en el coche y, cuando se
puso detrás del volante, apoyó la cabeza contra su asiento y me sonrió.
—¿Qué vas a hacer esta noche?
—¿Esta noche? —pregunté.
—Ya es mañana. Quiero invitarte a cenar antes de que otro me quite la
oportunidad.
Sonreí de oreja a oreja.
—No tengo ningún plan.
—¿Te recojo a las seis?
—De acuerdo —dije, mirando como deslizaba sus dedos entre los míos.
Adrian me llevó directamente a casa de Pedro, manteniendo la velocidad
permitida y mi mano en la suya. Aparcó detrás de la Harley y, como antes, me
abrió la puerta. Cuando llegamos a la entrada se inclinó para besarme en la mejilla.
—Descansa un poco. Te veré esta noche —me susurró al oído.
—Adiós —dije, girando el pomo.
Cuando empujé la puerta, cedió y me caí hacia delante. Pedro me agarró
por el brazo antes de tocar el suelo.
—Alto ahí, Excelencia.
Me volví para ver a Adrian mirándonos con una expresión incómoda. Se
aupó para fisgar dentro del apartamento.
—¿Hay alguna chica humillada, abandonada ahí dentro, que necesite que la
lleve?
Pedro fulminó a Adrian con la mirada.
—No te metas conmigo.
Adrian sonrió y me guiñó el ojo.
—Siempre se lo hago pasar mal. No lo consigo a menudo ya que se ha dado
cuenta de que es más fácil si las chicas vienen en sus propios coches.
—Imagino que eso simplifica las cosas —dije, tomándole el pelo a Pedro.
—No tiene gracia, Paloma.
—¿Paloma? —preguntó Adrian.
—Es… un mote, simplemente un apodo, ni siquiera sé de dónde salió —dije.
Fue la primera vez que me sentí rara con el nombre que Pedro me había puesto la
noche que nos conocimos.
—Ya me lo explicarás cuando lo averigües. Parece una buena historia
—sonrió Adrian—. Buenas noches, Pau.
—¿No quieres decir buenos días? —dije, mirándolo bajar las escaleras al
trote.
—Eso también —me contestó con una dulce sonrisa.
Pedro cerró la puerta de un portazo, y tuve que apartar la cabeza
bruscamente hacia atrás para evitar que me pillara la cara.
—¿Qué pasa? —le grité enfadada.
Pedro agitó la cabeza y se fue a su habitación. Lo seguí y luego fui saltando
sobre un pie tras lanzar uno de mis zapatos de tacón.
—Es muy majo, Pepe.
Suspiró y caminó hacia mí.
—Te vas a hacer daño —dijo, cogiéndome la cintura con uno de sus brazos y
quitándome el otro tacón con la otra. Lo lanzó al armario y luego se quitó la camisa
en dirección hacia la cama.

CAPITULO 21




Si me hubiera despertado en un país extranjero, no me habría sentido más
confusa. Nada de aquello tenía sentido. Primero había pensado que me habían
echado, y después Pedro aparece con bolsas llenas de mi comida favorita.
Dio unos pasos hacia el comedor, metiéndose nervioso las manos en los
bolsillos.
—¿Tienes hambre, Paloma? Te prepararé unas tortitas. Ah, y también hay
avena. Y te he comprado esa espuma rosa con la que se depilan las chicas, y un
secador y…, y… espera un segundo, está aquí —dijo, corriendo al dormitorio.
Se abrió la puerta, se cerró y entonces apareció por la esquina, pálido.
Respiró hondo y levantó las cejas.
—Todas tus cosas están recogidas.
—Lo sé —dije.
—Te vas —admitió, derrotado.
Miré a Rosario, que estaba fulminando a Pedro, como si pudiera matarlo
con la mirada.
—¿De verdad esperabas que se quedara?
—Nena… —susurró Valentin.
—Joder, Valentin, no empieces. Y ni se te ocurra defenderlo —sentenció
Rosario, furiosa.
Pedro parecía desesperado.
—Lo siento muchísimo, Paloma. Ni siquiera sé qué decir.
—Paula, vámonos —dijo Rosario.
Se levantó y me tiró del brazo.
Pedro dio un paso hacia delante, pero Rosario lo apuntó con un dedo
amenazante.
—¡Por Dios santo, Pedro! ¡Como intentes detenerla, te rociaré con gasolina y
te prenderé fuego mientras duermes!
—Rosario —la interrumpió Valentin, que parecía también un poco
desesperado.
Vi con claridad que se debatía entre apoyar a su primo o a la mujer a la que
amaba, y me sentí fatal por él. Se encontraba en la situación exacta que había
intentado evitar desde el principio.
—Estoy bien —dije, exasperada por la tensión del cuarto.
—¿Qué quieres decir con que estás bien? —preguntó Valentin, casi
esperanzado.
Puse los ojos en blanco.
—Pedro trajo a unas chicas del bar a casa anoche. ¿Y qué?
Rosario parecía preocupada.
—Pero, Paula, ¿intentas decir que no te importa lo que pasó ayer?
Los miré a todos.
—Pedro puede traer a su casa a quien quiera. Es su apartamento.
Rosario se quedó mirándome fijamente como si creyera que había perdido
el juicio, Valentin estaba a punto de sonreír y Pedro parecía peor que antes.
—¿No has empaquetado tus cosas? —preguntó Pedro.
Negué con la cabeza y miré el reloj; pasaban de las dos de la tarde.
—No, y ahora voy a tener que deshacer todas las maletas. Aún tengo que
comer, ducharme, vestirme… —dije, mientras entraba en el baño.
Una vez que la puerta se cerró detrás de mí, me apoyé contra ella y me dejé
caer sobre el suelo. Estaba segura de haber cabreado a Rosario más allá de
cualquier desagravio posible, pero había hecho una promesa a Valentin, y estaba
decidida a mantener mi palabra.
Un suave golpeteo resonó en la puerta por encima de mí.
—¿Paloma? —dijo Pedro.
—¿Sí? —dije, intentando que sonara normal.
—¿Te vas a quedar?
—Puedo irme si quieres, pero una apuesta es una apuesta.
La puerta vibró con el suave golpe de la frente de Pedro contra la puerta.
—No quiero que te vayas, pero no te culparía si lo hicieras.
—¿Me estás diciendo que me liberas de la apuesta?
Hubo una larga pausa.
—Si digo que sí, ¿te irás?
—Pues claro, no vivo aquí, tonto —dije, obligándome a reír.
—Entonces, no, la apuesta sigue en pie.
Levanté la mirada y sacudí la cabeza, sintiendo que las lágrimas me ardían
en los ojos. No tenía ni idea de por qué lloraba, pero no podía parar.
—¿Y ahora? ¿Puedo ducharme?
—Sí… —dijo él, con un suspiro.
Oí los zapatos de Rosario en el pasillo, que atropellaban a Pedro.
—Eres un cabrón egoísta —gruñó ella, cerrando tras ella la puerta de
Valentin con un portazo.
Me levanté del suelo apoyándome en la puerta, abrí el agua de la ducha y,
entonces, me desvestí y corrí.
Después oí que volvían a llamar a la puerta, y que Pedro se aclaraba la
garganta.
—¿Paloma? Te he traído unas cuantas cosas.
—Déjalas en el lavabo. Después las cogeré.
Pedro entró y cerró la puerta.
—Estaba enfadado. Te oí escupiendo todos mis defectos delante de
Rosario, y eso me cabreó. Solo pretendía ir a tomar unas copas e intentar
aclararme las ideas, pero, antes de darme cuenta, estaba totalmente borracho y esas
chicas… —Hizo una pausa—. Me desperté esta mañana y no estabas en la cama y,
cuando te encontré en el sillón y vi los envoltorios en el suelo, sentí náuseas.
—Podrías habérmelo pedido antes de gastarte todo ese dinero en comida
solo para obligarme a quedarme.
—No me importa el dinero, Paloma. Tenía miedo de que te fueras y no
volvieras a dirigirme la palabra jamás.
Su explicación me hizo sentir avergonzada. No me había parado a pensar en
cómo le habría sentado oírme hablar de lo malo que era él para mí, y ahora la
situación se había complicado de forma salvaje.
—No pretendía herir tus sentimientos —dije, de pie bajo el agua.
—Sé que no. Y sé que no importa lo que diga ahora, porque he jodido las
cosas…, como hago siempre.
—¿Pedro?
—¿Sí?
—No vuelvas a conducir la moto borracho, ¿vale?
Esperé un minuto entero hasta que él respiró hondo y habló por fin.
—Sí, vale —dijo, antes de cerrar la puerta tras él.