viernes, 11 de abril de 2014

CAPITULO 46



Permanecí impasible y, mirándolo directamente a los ojos, le dije:
—No me has hecho nada. ¿Desde cuándo el sexo es cuestión de vida o
muerte para ti?
—¡Desde que lo hice contigo!
Miré a mi alrededor, consciente de que estábamos montando una escena. La
gente pasaba a nuestro lado lentamente, mirándonos y hablándose entre susurros.
Sentí que me ardían las orejas y esa sensación se extendió por toda mi cara, hasta
que se me humedecieron los ojos.
Cerró los ojos para intentar recuperar la compostura antes de hablar de
nuevo.
—¿Es eso? ¿Crees que no significó nada para mí?
—Eres Pedro Alfonso.
Sacudió la cabeza, asqueado.
—Si no te conociera mejor, pensaría que me estás echando en cara mi
pasado.
—No me parece que lo ocurrido hace cuatro semanas sea el pasado. —Su
gesto se torció y yo me reí—. ¡Solo bromeo! Pedro, no pasa nada. Yo estoy bien, tú
estás bien. No hay por qué hacer una montaña de un grano de arena.
Desapareció toda emoción de su cara y exhaló profundamente por la nariz.
—Sé lo que intentas hacer. —Apartó la mirada un momento, perdido en sus
pensamientos—. No me queda más remedio que demostrártelo, entonces.
—Frunció los ojos y me miró con la misma resolución que exhibía en sus peleas—.
Si crees que simplemente voy a volver a follarme a cualquiera, te equivocas. No
quiero a nadie más. ¿Quieres que seamos amigos? Bien, somos amigos. Pero los
dos sabemos que lo que ocurrió no fue solo sexo.
Pasó furioso junto a mí y cerré los ojos, soltando la respiración que había
estado aguantando sin darme cuenta. Pedro se volvió para mirarme y continuó el
camino hacia su siguiente clase. Una lágrima huidiza me cayó por la mejilla, y me
la sequé de inmediato. Las miradas curiosas de mis compañeros de clase se
clavaron en mi espalda cuando me fui caminando apesadumbrada a clase.

Adrian estaba en segunda fila, y me senté en la mesa que había junto a la
suya.
Una sonrisa se extendió en su cara.
—Tengo muchas ganas de que llegue esta noche.
Respiré hondo y sonreí, intentando dejar atrás mi conversación con Pedro.
—¿Cuál es el plan?
—Bueno, ya estoy instalado del todo en mi apartamento. He pensado que
podríamos cenar allí.
—Yo también tengo muchas ganas de que llegue esta noche —dije,
intentando convencerme.
Dado que Rosario se negó a colaborar,Clara se convirtió en la única
persona disponible, aunque reticente, para ayudarme a elegir un vestido para mi
cita con Adrian. En cuanto me lo puse, volví a quitármelo a toda prisa y me deslicé
dentro de un par de tejanos. Después de pasarme toda la tarde reflexionando
melancólica sobre mi fallido plan, no tenía ánimos para arreglarme mucho.
Pensando en el frío que haría, me puse un jersey de cachemira color marfil, sobre
un top marrón, y esperé junto a la puerta. Cuando el reluciente Porsche de Adrian
se detuvo delante de Morgan, me apresuré a salir por la puerta antes de que él
pudiera subir.
—Pensaba pasar a recogerte —dijo decepcionado mientras sujetaba la
puerta.
—Pues te he ahorrado el viaje —dije, mientras me abrochaba el cinturón.
Se sentó a mi lado y, tocándome ambos lados de la cara, me besó con sus
suaves labios de peluche.
—Vaya —dijo con un suspiro—, he añorado tu boca.
Su aliento era mentolado, su colonia olía increíblemente bien, sus manos
eran cálidas y suaves, y tenía un aspecto fantástico con unos tejanos y una camisa
verde de vestir, pero no pude obviar la sensación de que faltaba algo. Era obvio
que la emoción del principio había desaparecido, y en silencio maldije a Pedro por
quitarme eso.
Me obligué a sonreír.
—Me tomaré eso como un cumplido.
Su apartamento era exactamente como había imaginado: inmaculado, con
caros aparatos electrónicos en cada rincón, y con toda probabilidad decorado por
su madre.
—¿Y bien? ¿Qué te parece? —dijo él, sonriendo como un niño que enseña su
juguete nuevo.
—Es genial.
Su expresión cambió de juguetona a íntima; me atrajo hacia sus brazos y me
besó en el cuello. Todos los músculos de mi cuerpo se tensaron. Habría preferido
estar en cualquier parte menos en ese apartamento.
Mi móvil sonó y, antes de responder, le ofrecí una sonrisa de disculpa.
—¿Cómo va la cita, Paloma?
Me volví de espaldas a Adrian y susurré al teléfono.
—¿Qué necesitas, Pedro?
Intenté que mi voz sonara dura, pero se ablandó por mi alivio de oír su voz.
—Quiero ir a jugar a los bolos mañana. Necesito a mi compañera.
—¿Bolos? ¿No podrías haberme llamado después?
Me sentí una hipócrita al decirle aquello puesto que había esperado una
excusa para alejar los labios de Adrian de mí.
—¿Cómo iba a saber cuándo habrías acabado? Oh, eso no ha sonado bien…
—dijo las últimas palabras en voz más baja, parecía que le habían hecho gracia.
—Te llamo mañana y lo hablamos, ¿vale?
—No, no vale. Me has dicho que querías que fuéramos amigos, ¿y no
podemos salir? —Puse los ojos en blanco y Pedro resopló—. No me pongas los
ojos en blanco. ¿Vienes o no?
—¿Cómo has sabido que he puesto los ojos en blanco? ¿Me estás acosando?
—pregunté, dándome cuenta de que las cortinas estaban corridas.
—Siempre estás poniendo los ojos en blanco. ¿Sí? ¿No? Estás malgastando
un tiempo precioso de tu cita.
Qué bien me conocía. Luché contra mis deseos de pedirle que pasara a
recogerme inmediatamente. No pude evitar sonreír al pensarlo.
—¡Sí! —dije en voz baja, intentando no sonreír—. Iré.
—Te recogeré a las siete.
Me volví a Adrian, sonriendo como el gato de Cheshire.
—¿Pedro? —me preguntó con un gesto de complicidad.
—Sí —fruncí el ceño al ver que me había pillado.
—¿Seguís siendo solo amigos?
—Solo amigos —apostillé de inmediato.
Estábamos sentados a la mesa, compartiendo comida china para llevar. Fui
sintiéndome más cómoda con él después de un rato, y me recordó lo encantador
que era. Me sentía más ligera, casi presa de la risa tonta, lo que suponía un
marcado cambio respecto a unas horas antes. Por mucho que intentara apartar la
idea de mi mente, no podía negarme que la mejoría en mi humor se debía a mis
planes con Pedro.
Después de cenar, nos sentamos en el sofá para ver una película, pero, antes
de que los créditos iniciales hubieran acabado, Adrian ya me había tumbado. Me
alegré de haber elegido llevar tejanos; No habría sido capaz de esquivarlo tan
fácilmente si me hubiera puesto un vestido. Sus labios bajaron por mi clavícula y
su mano se detuvo en mi cinturón. Se esforzó torpemente por abrirlo y, una vez
que lo consiguió, me escabullí de debajo de él y me levanté.
—¡Muy bien! Me parece que eso es todo lo lejos que tu lanzamiento va a
llegar está noche —dije, abrochándome el cinturón.
—¿Qué?
—¿Primera base…, segunda base? No importa. Es tarde, será mejor que me
vaya.
Se enderezó y me agarró por las piernas.
—No te vayas, Paupy. No quiero que pienses que esa es la razón por la que te
he traído aquí.
—Ah, ¿no lo es?
—Por supuesto que no —dijo él, sentándome en su regazo—. Me he pasado
las últimas dos semanas pensando en ti. Discúlpame por la impaciencia.
Me besó en la mejilla y me incliné hacia él, sonriendo cuando su aliento me
hizo cosquillas en el cuello. Me volví hacia él y apreté mis labios contra los suyos,
intentando con todas mis fuerzas sentir algo, pero no fue así. Me aparté de él y
suspiré.
Adrian frunció el entrecejo.
—Ya te he dicho que me disculparas.
—Y yo te he dicho que era tarde.
Volvimos a Morgan, y Adrian me estrechó la mano después de darme un
beso de buenas noches.
—Intentémoslo de nuevo. ¿Vamos mañana a Biasetti?
Apreté los labios.
—Mañana voy con Pedro a jugar a los bolos.
—¿El miércoles entonces?
—Sí, el miércoles, genial —dije, con una sonrisa forzada.
Adrian se agitó en su asiento. Algo lo inquietaba.
—Pau, hay una fiesta dentro de un par de fines de semana en la
Fraternidad…
Me encogí incómoda, temiendo la discusión que tendríamos
inevitablemente.
—¿Qué pasa? —preguntó él, riendo nervioso.
—No puedo ir contigo —dije, mientras salía del coche.
Él me siguió y se reunió conmigo en la entrada de Morgan.
—¿Tienes planes?
Hice un mohín.
—He quedado… Pedro ya me ha pedido que vaya con él.
—¿Que Pedro te ha pedido qué?
—Que vaya con él a la fiesta de citas —le expliqué, un poco frustrada.
La cara de Adrian se puso colorada y pasaba el peso del cuerpo de un pie a
otro.
—¿Vas a la fiesta de citas con Pedro? Él nunca asiste a esas cosas. Y solo sois
amigos, así que no tiene sentido que vayas con él.
—Rosario no quería ir con Valen si yo no iba.
Se relajó.
—Entonces puedes ir conmigo —dijo, sonriendo y entrelazando sus dedos
con los míos.
Respondí a su solución con una mueca.
—No puedo cancelar los planes con Pedro y después ir contigo.
—No veo dónde está el problema —dijo encogiéndose de hombros—.
Podrás estar allí para contentar a Rosario y Pedro se librará de tener que ir.
Siempre está defendiendo que dejen de celebrarse esas fiestas. Cree que son una
plataforma para que nuestras novias nos obliguen a hacer pública una relación.
—Era yo la que no quería ir. Él tuvo que convencerme.
—Bueno, pues ahora tienes una excusa —argumentó él.
Su confianza en que iba a cambiar de opinión resultaba exasperante.
—Lo cierto es que no quiero ir con nadie.
A Adrian se le había agotado la paciencia.
—Solo para dejar las cosas claras. Tú no quieres ir a la fiesta de citas. Pedro
quiere ir, te invita… ¿y no quieres cancelar los planes con él para ser mi
acompañante, aunque al principio ni siquiera querías ir?
Me costó mucho mirarle o los ojos.
—No puedo hacerle eso, Adrian, lo siento.
—¿Entiendes qué es una fiesta de citas? Es algo a lo que vas con tu novio.
Su tono condescendiente hizo que desapareciera cualquier empatía que
pudiera sentir hacia él.
—Bueno, como yo no tengo novio, no debería ir en absoluto.
—Pensaba que íbamos a intentarlo otra vez. Pensaba que teníamos algo.
—Y lo intento.
—¿Qué esperas que haga? ¿Que me quede en casa solo mientras tú estás en
la fiesta de citas de mi fraternidad con otro? ¿Debería invitar a otra chica?
—Puedes hacer lo que quieras —dije, irritada por su amenaza.
Alzó la mirada y negó con la cabeza.
—No quiero pedírselo a otra chica.
—No espero que no vayas a tu propia fiesta. Nos veremos allí.
—¿Quieres que se lo pida a otra persona? Y tú vas con Pedro. ¿Acaso no ves
lo absurda que resulta esta situación?
Me crucé de brazos, preparándome para una pelea.
—Le dije que iría antes de empezar a salir contigo. No puedo cancelar mi
compromiso con él.
—¿No puedes o no quieres?
—No hay diferencia. Siento que no lo comprendas. —Abrí la puerta de
Morgan, y Adrian apoyó su mano sobre la mía.
—De acuerdo —dijo con un suspiro de resignación—. Obviamente, esta es
una cuestión en la que tendré que trabajar. Pedro es uno de tus mejores amigos,
eso lo entiendo. No quiero que afecte a nuestra relación. ¿Vale?
—Vale —dije, asintiendo.
Abrió la puerta y me hizo un gesto para que pasara; justo antes de entrar,
me dio un beso en la mejilla.
—¿Miércoles a las seis?
—A la seis —dije, despidiéndolo con la mano mientras subía las escaleras.
Rosario salía del cuarto de duchas cuando doblé la esquina, y sus ojos
brillaron al reconocerme.
—¡Hola, guapa! ¿Qué tal ha ido?
—Ha ido —dije, desalentada.
—Oh, oh.
—No se lo digas a Pedro, ¿vale?
Ella resopló.
—No lo haré. ¿Qué ha pasado?
—Adrian me ha pedido que vaya con él a la fiesta de citas.
Rosario apretó su toalla.
—No pensarás dejar tirado a Pepe, ¿no?
—No, y a Adrian no le entusiasma la idea.
—Comprensible —dijo ella, asintiendo—. Es una situación condenadamente
difícil.

CAPITULO 45



ME situé dos mesas más allá y una mesa más atrás. Apenas veía a Rosario
y a Valentin desde mi asiento, y me agaché sobre la mesa, mientras observaba a
Pedro mirar fijamente la silla vacía que solía ocupar yo antes de sentarme al final
del comedor. Me sentía ridícula por esconderme así, pero no estaba preparada para
sentarme delante de él durante una hora entera. Cuando acabé de comer, respiré
hondo y salí fuera, donde Pedro estaba acabando de fumar un cigarrillo.
Me había pasado la mayor parte de la noche intentando trazar un plan que
nos devolviera a donde estábamos antes. Si trataba nuestro encuentro tal y como él
solía considerar el sexo en general, mis posibilidades mejoraban. El plan
conllevaba el riesgo de perderlo definitivamente, pero esperaba que su enorme ego
masculino lo obligara a comportarse del mismo modo que yo.
—Hola —dije.
Él puso cara de contrariedad.
—Hola. Pensaba que estarías comiendo.
—Tuve que entrar y salir a toda prisa, tengo que estudiar —le respondí,
encogiéndome de hombros y fingiendo despreocupación lo mejor que pude.
—¿Necesitas algo de ayuda?
—Es Cálculo. Creo que lo tengo controlado.
—Puedo pasarme para darte apoyo moral.
Sonrió y se metió la mano en el bolsillo. Los sólidos músculos del brazo se le
tensaron con el movimiento, y el recuerdo de sus brazos flexionándose mientras
me penetraba volvió con vívido detalle a mi cabeza.
—Eh… ¿Cómo? —pregunté, desorientada por el repentino pensamiento
erótico que había cruzado mi mente.
—¿Se supone que tenemos que fingir que lo de la otra noche nunca pasó?
—No, ¿por qué? —dije fingiendo confusión, a lo que él respondió con un
suspiro, frustrado por mi comportamiento.
—No sé…, ¿porque te quité la virginidad quizás? —Se inclinó hacia mí y
pronunció esas últimas palabras en voz baja.
—Estoy segura de que no es la primera vez que desfloras a una virgen,
Pepe.
Justo como me temía, mi intento de quitarle hierro al asunto lo enfadó.
—Pues, de hecho, sí lo fue.
—Vamos… Te dije que no quería que esto volviera las cosas raras entre
nosotros.
Pedro dio una última calada a su cigarrillo y lo tiró al suelo.
—Bueno, si algo he aprendido en los últimos días es que no siempre
consigues lo que quieres.
—Hola, Pau —dijo Adrian, besándome en la mejilla.
Pedro fulminó a Adrian con una mirada asesina.
—¿Te recojo sobre las seis? —dijo Adrian.
Asentí.
—A las seis.
—Nos vemos dentro de un rato —dijo, siguiendo su camino a clase.
Observé cómo se alejaba, asustada de las consecuencias de esos últimos diez
segundos.
—¿Vas a salir con él esta noche? —preguntó furioso Pedro.
Tenía las mandíbulas apretadas y podía verlas moverse bajo la piel.
—Ya te había dicho que me pediría una cita cuando volviera a Morgan. Me
llamó ayer.
—Las cosas han cambiado un poco desde esa conversación, ¿no crees?
—¿Por qué?
Se alejó de mí y yo tragué saliva, intentando no romper a llorar. Pedro se
detuvo y volvió, hasta que se paró muy cerca de mi cara.
—¡Por eso dijiste que no te echaría de menos después de hoy! Sabías que me
enteraría de lo tuyo con Adrian y pensaste… ¿qué? ¿Que pasaría de ti? ¿No confías
en mí o es que, simplemente, no soy lo suficientemente bueno? Responde, maldita
sea. Dime qué cojones te he hecho como para que me trates así.

CAPITULO 44



Cerré los ojos con fuerza y las lágrimas que inundaban mis ojos resbalaron
por mis mejillas.
Rosario me ofreció su móvil.
—Tienes que llamarlo. Al menos tienes que decirle que estás bien.
—Está bien, lo llamaré.
Volvió a ofrecerme el móvil.
—No, vas a llamarlo ahora.
Cogí el teléfono y acaricié las teclas, mientras intentaba imaginar qué podía
decirle. Me lo arrancó de la mano, marcó y me lo devolvió. Sujeté el teléfono junto
a mi oído y respiré hondo.
—¿Ro? —respondió Pedro, con la voz llena de preocupación.
—Soy yo.
La línea se quedó en silencio durante un momento, antes de que él, por fin,
se decidiera a hablar.
—¿Qué cojones te pasó anoche? Me desperté esta mañana y te habías ido…
¿Te…, te largas sin más y ni te despides? ¿Por qué?
—Lo siento…
—¿Que lo sientes? ¡Casi consigues que me vuelva loco! No respondes al
teléfono, te escapas y por… ¿por qué? Pensaba que, por fin, habíamos aclarado lo
nuestro.
—Solo necesitaba algo de tiempo para pensar.
—¿En qué? —Hizo una pausa—. ¿Es que… te hice daño?
—¡No! ¡No tiene nada que ver con eso! De verdad, lo siento mucho,
muchísimo. Seguro que Rosario ya te lo ha dicho. No se me dan bien las
despedidas.
—Necesito verte —dijo con voz desesperada.
Suspiré.
—Hoy tengo muchas cosas que hacer, Pepe. Todavía debo deshacer todas
las maletas y lavar montones de ropa sucia.
—Te arrepientes —dijo con voz quebrada.
—No…, ese no es el problema. Somos amigos. Eso no va a cambiar.
—¿Amigos? Entonces, ¿qué cojones fue lo de anoche? —dijo, sin poder
ocultar la ira de su voz.
Cerré con fuerza los ojos.
—Sé lo que quieres. Solo que no puedo dártelo… ahora mismo.
—Entonces, ¿simplemente necesitas algo de tiempo? —me preguntó con voz
más tranquila—. Podrías habérmelo dicho. No tenías por qué huir de mí.
—Me pareció la forma más sencilla.
—Más sencilla, ¿para quién?
—No conseguía dormir y no dejaba de pensar en qué pasaría por la
mañana, cuando tuviéramos que cargar el coche de Ro y… no pude soportarlo,
Pepe —dije.
—Ya es suficientemente malo que no sigas viviendo aquí, pero no puedes
desaparecer sin más de mi vida.
Me obligué a sonreír.
—Nos vemos mañana. No quiero que nada sea raro, ¿vale? Simplemente
tengo que resolver algunas cosas. Nada más.
—Está bien —dijo él—. Eso puedo hacerlo.
Colgué el teléfono y Rosario me fulminó con la mirada.
—¿Dormiste con él? ¡Serás zorrón! ¿Y ni siquiera pensabas decírmelo?
Puse los ojos en blanco y me dejé caer sobre la almohada.
—Eso no va contigo, Ro. Todo esto se está liando muchísimo.
—¿Dónde ves el problema? ¡Tendríais que estar en el séptimo cielo y no
rompiendo puertas o escondiéndoos en vuestra habitación!
—No puedo estar con él —susurré, sin apartar la mirada del techo.
Puso la mano encima de la mía y me habló suavemente.
—Pedro necesita algo de trabajo. Créeme, comprendo todas las reservas que
puedas tener sobre él, pero mira lo mucho que ha cambiado ya por ti. Piensa en las
dos últimas semanas, Pau. Él no es Ruben.
—¡No, yo soy Ruben! Me involucro sentimentalmente con Pedro y todo
aquello por lo que nos hemos esforzado… ¡puf! —Chasqueé los dedos—. ¡Así, sin
más!
—Pedro no dejaría que eso pasara.
—No depende de él, ¿a que no?
—Vas a romperle el corazón, Pau. ¡Vas a romperle el corazón! Eres la
única chica en la que confía lo suficiente como para enamorarse ¡y tú piensas
colgarlo del palo mayor!
Me aparté de ella, incapaz de ver la expresión que acompañaba al tono de
súplica de su voz.
—Necesito el final feliz. Por eso vine aquí.
—No tienes que hacerlo. Podría funcionar.
—Hasta que la suerte me dé la espalda.
Rosario levantó las manos al cielo y después las dejó caer en su regazo.
—Por Dios, Pau, no empieces con esa mierda otra vez. Ya lo hemos
hablado.
Mi teléfono sonó y miré la pantalla.
—Es Adrian.
Ella sacudió la cabeza.
—No hemos terminado de hablar.
—¿Diga? —respondí, evitando la mirada de Rosario.
—¡Paupy! ¡Tu primer día de libertad! ¿Qué tal te sientes? —dijo él.
—Pues… me siento libre —dije, incapaz de fingir entusiasmo alguno.
—¿Cenamos mañana por la noche? Te he echado de menos.
—Sí. —Me sequé la nariz con la manga—. Mañana me va genial.
Después colgué el teléfono, Rosario frunció el entrecejo.
—Cuando vuelva me preguntará —dijo ella—. Querrá saber de qué hemos
hablado. ¿Qué se supone que tengo que decirle?
—Dile que mantendré mi promesa. Mañana, a estas horas, ya no me echará
de menos.