TRILOGIA:LA PRIMER PARTE CONTADA POR PAULA,LA SEGUNDA POR PEDRO Y LA TERCERA EN UN MOMENTO ESPECIFICO DE SUS VIDAS
miércoles, 30 de abril de 2014
CAPITULO 109
Mientras el dinero cambiaba de manos y el público empezaba a pasearse por la sala, preparándose para salir, me fijé en una luz que parpadeaba salvajemente mientras se balanceaba hacia delante y hacia atrás en una esquina de la sala, justo detrás de Pedro. Goteaba líquido de su base y empapaba la sábana que tenía debajo. Me quedé sin aire.
—¿Marcos?
Tras llamar su atención, señalé hacia la esquina. En ese momento la luz se soltó de su enganche y se estrelló en la sábana que había debajo, prendiéndose el fuego inmediatamente.
—¡Joder! —gritó Marcos, agarrándose a mis piernas.
Unos cuantos hombres que estaban alrededor del fuego retrocedieron, observando con asombro cómo las llamas alcanzaban la sábana de al lado. Un humo negro empezó a surgir de la esquina, y todas las personas de la habitación
intentaron abrirse paso a empujones hacia las salidas.
Mis ojos se cruzaron con los de Pedro. Una mirada de terror absoluto distorsionaba su cara.
—¡Pau! —gritó él, lanzándose a empujones contra el océano de personas que nos separaba.
—¡Vamos! —gritó Marcos, bajándome de la silla a su lado.
La habitación se oscureció, y una explosión resonó al otro lado de la habitación. Las otras luces se estaban incendiando y se sumaban al fuego en pequeñas explosiones. Marcos me cogió por el brazo y me empujó detrás de él mientras intentaba abrirse paso entre la muchedumbre.
—¡No podemos ir por ahí! ¡Tendremos que volver por donde hemos venido!—grité, resistiéndome.
Marcos miró a su alrededor intentando elaborar un plan de escape en medio de la confusión. Miré de nuevo a Pedro y observé cómo procuraba abrirse paso por la habitación. Al avanzar, la muchedumbre empujó más lejos a Pedro. Las
emocionadas ovaciones de antes eran ahora horribles gritos de miedo y desesperación mientras todo el mundo luchaba por alcanzar las salidas.
Marcos me empujó hacia la salida, y yo me volví a mirar atrás.
—¡Pedro! —grité, tendiendo el brazo hacia él.
Estaba tosiendo, despejando el humo con la mano.
—¡Por aquí, Pepe! —le gritó Marcos.
—¡Sácala de aquí, Marcos! ¡Saca a Pau! —dijo él, tosiendo.
Marcos me miró, angustiado. Podía ver el miedo en sus ojos.
—No sé por dónde se sale.
Me volví a mirar a Pedro una vez más: su silueta oscilaba detrás de las llamas que se habían extendido entre nosotros.
—¡Pedro!
—¡Marchaos! ¡Nos vemos fuera!
El caos que nos rodeaba ahogó su voz, y me agarré a la manga de Marcos.
—¡Por aquí, Marcos! —dije, notando que las lágrimas y el humo me quemaban los ojos. Había docenas de personas aterrorizadas entre Pedro y la única salida.
Tiré de la mano de Marcos, empujando a todos los que se encontraban en mi camino. Llegamos al umbral de la puerta y miramos hacia delante y hacia atrás.
Había dos oscuros pasillos tenuemente iluminados por el fuego detrás de nosotros.
—¡Por aquí! —dije, tirando de nuevo de su mano.
—¿Estás segura? —preguntó Marcos, con la voz cargada de duda y miedo.
—¡Vamos! —dije, tirando de nuevo de él.
Cuanto más nos alejábamos, más oscuras estaban las habitaciones. Después de unos momentos, respiré con más tranquilidad conforme dejábamos atrás el humo, pero los gritos no cesaban. Eran más altos y frenéticos que antes. Los horrorosos sonidos que oía detrás de nosotros alimentaron mi determinación y me hicieron mantener un paso rápido y decidido. Después de girar por segunda vez,
caminamos a ciegas por la oscuridad. Levanté la mano delante de mí. Con mi mano libre mantenía el contacto con la pared y la seguía, mientras que con la otra agarraba a Marcos.
—¿Crees que habrá conseguido salir? —preguntó Marcos.
Su pregunta me desconcentró e intenté no pensar en la respuesta.
—Sigue moviéndote —dije, sin poder respirar.
Marcos se resistió un momento, pero cuando volví a tirar de él, una luz parpadeó. Levantó un mechero y aguzó la vista en busca de la salida en aquel pequeño espacio. Seguí la luz mientras él la movía por la habitación, y ahogué un
grito cuando vimos el umbral de una puerta.
—¡Por aquí! —dije, tirando de él de nuevo.
Cuando me precipité a la siguiente habitación, choqué con un muro de personas, que me tiró al suelo. Eran dos mujeres y dos hombres, todos tenían la cara sucia y me miraron con los ojos abiertos de par en par y asustados.
Uno de los chicos se agachó para ayudarme a levantarme.
—¡Aquí abajo hay unas ventanas por las que podemos salir! —dijo él.
—Venimos precisamente de allí, y no hay nada —dije sacudiendo la cabeza.
—Debéis de haberlas pasado por alto, ¡sé que están por aquí!
Marcos tiró de mi mano.
—¡Vamos,Pau, saben dónde está la salida!
Dije que no con la cabeza.
—Con Pedro, vinimos por aquí.
Me agarró con más fuerza.
—Le dije a Pedro que no te perdería de vista. Vamos con ellos.
—Marcos, hemos estado allí…, ¡no había ventanas!
—¡Venga, Jorge! —gritó una chica.
—Nos vamos —dijo Jorge, mirando a Marcos, que me tiró de la mano de nuevo y se alejó.
—¡Marcos, por favor! ¡Es por aquí, te lo prometo!
—Voy con ellos —dijo él—. Por favor, ven conmigo.
Dije que no con la cabeza, mientras las lágrimas me caían por las mejillas.
—¡He estado aquí antes! ¡Esa no es la salida!
—¡Tú te vienes conmigo! —gritó él, tirándome del brazo.
—¡Marcos, no! ¡Vas por el camino equivocado! —grité.
Él tiró de mí, haciéndome arrastrar los pies por el cemento, pero, al notar que el olor a humo se hacía más fuerte, me solté y corrí en dirección contraria.
—¡Pau! ¡Pau! —gritó Marcos.
Seguí corriendo, con las manos delante de mí, para anticipar la presencia de una pared.
—¡Vamos! ¡Con ella vas a acabar muerto! —dijo una chica.
Me golpeé el hombro en una esquina y giré sobre mí misma, cayéndome al suelo. Gateé por el suelo, manteniendo levantada la mano delante de mí. Cuando toqué con los dedos una piedra lisa, la seguí hacia arriba y me levanté. El borde del umbral de una puerta se materializó bajo mi mano y lo seguí para entrar en la siguiente habitación.
La oscuridad no tenía fin, pero no me dejé llevar por el pánico y seguí andando cuidadosamente en línea recta, alargando el brazo en busca de la siguiente pared. Pasaron varios minutos, y sentí que el miedo crecía en mi interior
cuando los gritos que provenían de la parte de atrás resonaron en mis oídos.
—Por favor —susurré en la oscuridad—, que la salida esté por aquí.
Noté el borde de otra puerta y, cuando me abrí paso, un rayo de luz plateada brilló delante de mí. La luz de la luna se filtraba por el cristal de la ventana, y un sollozo se me escapó de la garganta.
—¡M… Marcos! ¡Es aquí! —grité detrás de mí—. ¡Marcos!
Agucé la vista y conseguí vislumbrar un pequeño movimiento en la distancia.
—¿Marcos? —grité, mientras el corazón me latía salvaje contra el pecho.
Al cabo de un momento, unas sombras bailaron en las paredes; abrí los ojos como platos cuando me di cuenta de que lo que creía que eran personas, en realidad, era la luz titilante de las llamas que se acercaban.
—¡Oh, Dios mío! —dije alzando la vista a la ventana.
Pedro la había cerrado después de entrar y estaba demasiado alta para alcanzarla.
Busqué a mi alrededor algo a lo que poder subirme. La habitación estaba llena de muebles de madera cubiertos de sábanas blancas, las mismas que alimentarían el fuego hasta que la habitación se convirtiera en un infierno.
Cogí un trozo de tela blanco que cubría un pupitre. Una nube de polvo me rodeó cuando tiré la sábana al suelo, y empujé el voluminoso mueble de madera hasta el espacio que había detrás de la ventana. Lo pegué a la pared y me subí, mientras tosía por el humo que lentamente se colaba en la habitación. La ventana seguía estando unos metros por encima de mí.
Con un gruñido, intenté empujarla, moviendo adelante y atrás el cierre con cada empujón. Sin embargo, no había manera de que cediera.
—¡Vamos, maldita sea! —grité, apoyándome en los brazos.
Me eché hacia atrás e intenté usar el peso de mi cuerpo para hacer más fuerza, pero tampoco así conseguí abrirla. Al ver que nada de eso funcionaba, deslicé las uñas por debajo de los bordes, tirando hasta que creí que me había arrancado las uñas. Por el rabillo del ojo, vi una luz que resplandecía, y grité cuando el fuego empezó a devorar las sábanas blancas que flanqueaban el pasillo por el que había llegado minutos antes.
CAPITULO 108
En las sombras de Keaton Hall, Pedro me estrechaba con fuerza junto a él.
El vaho de mi aliento se entrelazaba con el suyo en el ambiente frío de la noche, y podía oír las conversaciones en voz baja de quienes se estaban colando por una puerta lateral a pocos metros de distancia, desconocedores de nuestra presencia allí.
Keaton era el edificio más antiguo de Eastern pero, aunque ya había albergado algún que otro combate del Círculo, me sentía incómoda allí. Agustin esperaba un lleno total, y Keaton no era el más espacioso de los sótanos del
campus. Había unas vigas formando una rejilla a lo largo de las envejecidas paredes de ladrillo, una señal de las renovaciones que se llevaban a cabo dentro.
—Esta es una de las peores ideas de Agustin hasta la fecha —gruñó Pedro.
—Ya es tarde para cambiarlo ahora —dije, levantando la mirada hacia los andamios.
El teléfono móvil de Pedro se encendió y lo abrió. Su cara se tiñó de azul por el brillo de la pantalla, y por fin pude ver las dos arrugas de preocupación entre las cejas cuya presencia conocía de antemano. Apretó unos botones, cerró de golpe el teléfono y me abrazó con más fuerza.
—Pareces nervioso esta noche —susurré.
—Me sentiré mejor cuando Marcos traiga su jodido culo aquí.
—Aquí estoy, llorica —dijo Marcos en voz baja. Apenas podía ver su perfil en la oscuridad, pero su sonrisa brillaba a la luz de la luna—. ¿Qué tal estás, hermanita?
Me rodeó con un brazo, mientras empujaba juguetón a Pedro con el otro.
—Estoy bien, Marcos.
Pedro inmediatamente se relajó y me llevó de la mano a la parte trasera del edificio.
—Si aparece la poli y nos separamos, nos vemos en Morgan Hall, ¿vale? —le dijo Pedro a su hermano.
Nos detuvimos junto a una ventana abierta a nivel del suelo, la señal de que Agustin estaba dentro y esperando.
—Me estás tomando el pelo —dijo Marcos mirando fijamente la ventana—.Pau apenas cabe por ahí.
—Cabrás —lo tranquilizó Pedro, antes de sumergirse en la oscuridad del interior.
Como muchas veces antes, me agaché y me eché hacia atrás, con la seguridad de que Pedro me cogería.
Esperamos un momento y, entonces, Marcos gruñó al saltar desde la repisa y aterrizar en el suelo, perdiendo casi el equilibrio cuando golpeó el cemento con los pies.
—Pau, para mí eres el Trece de mis Amores. No tragaría con esta mierda por nadie que no fueras tú —gruñó Marcos, mientras se limpiaba la camiseta.
De un salto, Pedro cerró la ventana con un movimiento rápido.
—Por aquí —dijo él, guiándonos por la oscuridad.
Pasillo tras pasillo, no me solté de la mano de Pedro, mientras sentía que Marcos me cogía de la camiseta. Podía oír pequeños pedazos de grava que arañaban el cemento al arrastrar los pies por el suelo. Sentí que mis ojos se ensanchaban al intentar ajustarse a la oscuridad del sótano, pero no había luz alguna que pudieran enfocar.
Marcos suspiró después de que giráramos por tercera vez.
—Nunca vamos a encontrar el camino.
—Sígueme. Todo irá bien —dijo Pedro, irritado por las quejas de Marcos.
Al hacerse más intensa la luz del pasillo, supe que estábamos cerca. Y, cuando el rugido sordo de la multitud se convirtió en un intercambio febril de números y nombres, supe que habíamos llegado. En la habitación donde Pedro
esperaba a que lo llamaran normalmente solo había una luz y una silla, pero, debido a las obras, aquella estaba llena de pupitres, sillas y diversos equipos cubiertos de sábanas blancas.
Pedro y Marcos discutían la estrategia para la pelea mientras yo echaba un vistazo fuera. Había tanto público y caos como en la última pelea, solo que el espacio era menor. Alineados junto a las paredes, podían verse muebles cubiertos de sábanas polvorientas que habían apartado a un lado para hacer sitio a los espectadores.
La habitación estaba más oscura de lo normal, así que supuse que Agustin quería andarse con cuidado y no llamar la atención sobre nuestras andanzas. Del techo colgaban unos faroles que creaban un resplandor lúgubre sobre el dinero que los asistentes sujetaban en el aire; todavía se aceptaban apuestas.
—Paloma, ¿me has oído? —dijo Pedro, tocándome el brazo.
—¿Qué? —dije, parpadeando—. Quiero que te quedes junto a esta puerta, ¿vale? No te sueltes del brazo de Marcos en ningún momento.
—No me moveré. Lo prometo.
Pedro sonrió, y su perfecto hoyuelo se formó en su mejilla.
—Ahora eres tú la que parece nerviosa.
Miré hacia la puerta y después a él, de nuevo.
—Esto no me da buena espina, Pepe. No es por la pelea, pero… hay algo.Este lugar me da escalofríos.
—No estaremos aquí mucho tiempo —me tranquilizó Pedro.
La voz de Agustin resonó por el megáfono y, de repente, noté a ambos lados de la cara un par de manos familiares.
—Te amo —dijo.
Me rodeó con los brazos y me levantó del suelo, apretándome contra él, mientras me besaba. Me dejó en el suelo y me enganchó el brazo en el de Marcos.
—No le quites los ojos de encima —le dijo a su hermano—, ni por un segundo. Este lugar será una locura en cuanto empiece la pelea.
—¡… Así que den la bienvenida al contendiente de esta noche…, Juan Savage!
—La protegeré con mi vida, hermanito —dijo Marcos—. Ahora, ve a patearle el culo a ese tío y salgamos de aquí.
—¡… Pedro Perro Loco Alfonso! —gritó Agustin por el megáfono.
Cuando Pedro se abrió paso entre la multitud, el ruido se volvió ensordecedor. Miré a Marcos, que esbozaba una ligerísima sonrisa. Para cualquier otra persona habría pasado desapercibido, pero yo distinguí el orgullo en su
mirada.
Cuando Pedro llegó al centro del Círculo, tragué saliva. Juan no era mucho más grande, pero parecía diferente a todos los rivales que Pedro había tenido antes, incluido el hombre contra quien había luchado en Las Vegas. No intentaba intimidar a Pedro con una mirada severa como los demás, sino que lo estaba estudiando, preparando mentalmente la pelea. Por muy analíticos que fueran sus
ojos, también se notaba en ellos una ausencia absoluta de cordura. Supe antes de que la lucha empezara que Pedro tenía más que una pelea entre manos: estaba de
pie delante de un demonio.
Pedro pareció notar la diferencia también. Su habitual sonrisa burlona había desaparecido, y en su lugar se apreciaba una mirada intensa. Cuando el megáfono
sonó, Juan atacó.
—Cielo santo —dije, agarrándome al brazo de Marcos.
Marcos se movía igual que Pedro, como si fueran uno solo. Con cada puñetazo que Juan lanzaba, me ponía en tensión, y luchaba contra la necesidad de cerrar los ojos. No había ningún movimiento gratuito; Juan era astuto y preciso.
Las demás peleas de Pedro parecían descuidadas en comparación con esta. La fuerza bruta detrás de cada golpe era asombrosa por sí sola, y parecía que el conjunto hubiera sido coreografiado y practicado hasta la perfección.
El aire de la habitación estaba viciado y estancado; cada vez que cogía aire, me tragaba el polvo que cubría las sábanas. Cuanto más duraba la pelea, más aguda era la sensación de que algo malo iba a ocurrir. No podía librarme de él,
pero aun así me obligué a quedarme en el sitio para que Pedro pudiera concentrarse.
En determinado momento, me quedé hipnotizada por el espectáculo que tenía lugar en el centro del sótano; al siguiente, no obstante, me empujaron desde atrás. El golpe me lanzó la cabeza hacia atrás, pero me agarré con más fuerza, negándome a moverme de la ubicación prometida. Marcos se volvió, cogió por las camisas a los dos hombres que estaban detrás de nosotros y los lanzó al suelo como si fueran muñecos de trapo.
—¡Os largáis u os parto la puta boca! —gritó a los que estaban mirando a los hombres del suelo. Me agarré con más fuerza a su brazo y él me dio unas palmaditas en la mano—. Te tengo,Pau. Tú concéntrate en ver la pelea.
Pedro lo estaba haciendo bien, y suspiré cuando fue el primero en hacer sangrar al otro. La muchedumbre se enardeció, pero la advertencia de Marcos mantuvo a los que estaban a nuestro alrededor a una distancia segura. Pedro
asestó un sólido puñetazo y, después, me miró, antes de volver a centrarse rápidamente en Juan. Sus movimientos eran ágiles, casi calculados, como si predijera los ataques de Juan antes de que se produjeran.
Presa de una impaciencia evidente, Juan envolvió a Pedro con sus brazos y lo lanzó al suelo. Como un solo cuerpo, la muchedumbre que rodeaba el improvisado ring se estrechó alrededor de ellos, inclinándose hacia delante cuando la acción se desarrollaba en el suelo.
—¡No lo veo, Marcos! —grité, saltando de puntillas.
Marcos miró alrededor y encontró la silla de madera de Agustin. Con un movimiento que pareció un paso de baile, me pasó de un brazo al otro y me ayudó a subir sobre la turba.
—¿Lo ves?
—¡Sí! —dije, cogiéndome al brazo de Marcos para guardar el equilibrio.
—¡Está encima, pero Juan le rodea el cuello con las piernas!
Marcos se inclinó hacia delante sobre los pies, poniéndose la mano libre alrededor de la boca.
—¡Patéale el culo, Pedro!
Bajé la mirada hacia Marcos y me incliné hacia delante para ver mejor a los hombres del suelo. De repente, Pedro se puso de pie, mientras Juan seguía sujetándolo por el cuello con las piernas. Pedro cayó de rodillas, golpeando la
espalda y la cabeza de Juan contra el cemento en un impacto devastador. Las piernas de Juan se quedaron sin fuerza, de manera que liberaron el cuello de Pedro, que, a su vez, levantó el codo y aporreó a Juan una y otra vez con el puño hasta que Agustin lo apartó y lanzó el cuadrado rojo sobre el cuerpo inerte de Juan.
La habitación estalló en vítores cuando Agustin levantó la mano de Pedro.
Marcos me abrazó por las piernas, celebrando la victoria de su hermano. Pedro me miró con una sonrisa amplia y sangrienta; el ojo derecho había empezado a hinchársele.
CAPITULO 107
Pedro me acompañó a clase; en varias ocasiones tuvo que agarrarme con más fuerza cuando resbalaron mis pies en el hielo.
—Deberías andar con más cuidado —se burló él.
—Lo estoy haciendo a propósito. Qué bobo eres.
—Si quieres que te abrace, solo tienes que pedírmelo —dijo él, acercándome a su pecho.
Hacíamos caso omiso de los estudiantes que pasaban y de las bolas de nieve que volaban por encima de nosotros, mientras apretaba sus labios contra los míos.
Mis pies se separaron del suelo y siguió besándome, llevándome con facilidad por el campus. Cuando finalmente me dejó en el suelo delante de la puerta de mi clase,
sacudió la cabeza.
—Cuando preparemos nuestros horarios para el próximo semestre, sería más cómodo que tuviéramos más clases juntos.
—Lo tendré en cuenta —dije, dándole un último beso antes de dirigirme a mi asiento.
Levanté la mirada, y Pedro me dedicó una última sonrisa antes de encaminarse a su clase en el edificio de al lado. Los estudiantes que se hallaban a mi alrededor estaban tan habituados a nuestras desvergonzadas demostraciones
de afecto como su clase estaba acostumbrada a que él llegara unos minutos tarde.
Me sorprendió que el tiempo pasara tan rápidamente. Hice mi último examen del día y puse rumbo a Morgan Hall. Carla estaba sentada en su sitio habitual en la cama mientras yo rebuscaba entre mis cajones unas cuantas cosas que necesitaba.
—¿Te vas de la ciudad? —preguntó Carla.
—No, solo necesitaba unas cuantas cosas. Voy al edificio de Ciencias a recoger a Pepe y después me quedaré en su apartamento toda la semana.
—Me lo imaginaba —dijo ella, sin apartar los ojos del libro.
—Que tengas buenas vacaciones, Carla.
—Mmm.
El campus estaba casi vacío, solo quedaban unos pocos rezagados. Cuando doblé la esquina, vi a Pedro ya fuera, acabándose un cigarrillo. Llevaba un gorro de lana para taparse la cabeza afeitada y tenía la mano metida en el bolsillo de su chaqueta de cuero marrón oscuro desgastada. Expulsaba el humo por los orificios nasales, absorto en sus pensamientos y con la mirada clavada en el suelo. Hasta
que estuve a unos pocos metros de él, no me di cuenta de lo distraído que estaba.
—¿Qué te preocupa, cariño? —pregunté.
Él no levantó la mirada.
—¿Pedro?
Pestañeó cuando oyó mi voz y una sonrisa forzada sustituyó a la cara de preocupación.
—Hola, Paloma.
—¿Va todo bien?
—Ahora sí —dijo, acercándome hacia él.
—Está bien. ¿Qué ocurre? —respondí, con una ceja arqueada y el ceño fruncido para mostrar mi escepticismo.
—Es que tengo muchas cosas en la cabeza —suspiró él. Cuando me quedé a la expectativa, continuó—: Esta semana, la pelea, que estés allí.
—Ya te he dicho que me quedaría en casa.
—Necesito que estés allí, Paloma —dijo él, tirando el cigarrillo al suelo.
Estuvo observando cómo desaparecía en una profunda pisada en la nieve, y luego me cogió la mano y me llevó hacia el aparcamiento.
—¿Has hablado con Marcos? —pregunté.
Dijo que no con la cabeza.
—Estoy esperando a que me devuelva la llamada.
Rosario bajó la ventanilla y asomó la cabeza por el Charger de Valentin.
—¡Daos prisa! ¡Hace muchísimo frío!
Pedro sonrió y apretó el paso. Me abrió la puerta para que pudiera entrar.
Valentin y Rosario repitieron la misma conversación que tenían desde que ella se había enterado de que iba a conocer a sus padres; mientras tanto, yo observaba a
Pedro mirar por la ventanilla. Cuando nos detuvimos en el aparcamiento del apartamento, el teléfono de Pedro sonó.
—¿Qué cojones pasaba contigo, Marcos? —respondió—. Te he llamado hace cuatro horas. Tampoco se puede decir precisamente que te estés matando a trabajar. En fin, da igual. Escucha, necesito un favor. Tengo una pelea la semana que viene y necesito que vayas. No sé cuándo es, pero necesito que no tardes más de una hora en llegar allí a partir del momento en que te llame. ¿Podrás hacer eso
por mí? ¿Puedes o no, gilipollas? Porque necesito que no pierdas de vista a Paloma. Un cabrón le puso la mano encima la última vez y…, sí. —Su voz se volvió de un tono que daba miedo—. Me encargué de ello. ¿Así que si te llamo…? Gracias,Marcos.
Pedro apagó el teléfono y apoyó la cabeza en el respaldo del asiento.
—¿Más tranquilo? —preguntó Valentin, mirando a Pedro por el espejo retrovisor.
—Sí. No estaba seguro de cómo me las iba a apañar sin que tú estuvieras allí.
—Ya te lo he dicho… —empecé.
—Paloma, ¿cuántas veces tengo que repetirlo? —Me interrumpió con el ceño fruncido.
Sacudí la cabeza por su tono impaciente.
—Bueno, pero sigo sin entenderlo. Antes no me necesitabas.
Me acarició la mejilla ligeramente con los dedos.
—Antes no te conocía. Si no estás allí, no puedo concentrarme. Empiezo a preguntarme dónde estás, qué estás haciendo…, pero, si estás presente y puedo verte, me centro. Sé que es una locura, pero es así.
—Y la locura es exactamente lo que me gusta —dije, levantándome para darle un beso en los labios.
—Está claro —murmuró Rosario por lo bajo.
CAPITULO 106
LAS semanas pasaron, y me sorprendí de lo rápidamente que las vacaciones de primavera se nos echaron encima. El esperado torrente de cotilleo y miradas había desaparecido, y la vida había regresado a la normalidad. Los sótanos de
Eastern no habían albergado una pelea desde hacía unas semanas. Agustin se esforzó por pasar desapercibido después de los arrestos que habían provocado preguntas sobre lo que había ocurrido exactamente esa noche, y Pedro cada vez estaba más irritable mientras esperaba su última pelea del año, la pelea que pagaría la mayoría de sus facturas del verano y las de buena parte del otoño.
Todavía había una capa gruesa de nieve en el suelo, y el viernes anterior a las vacaciones una última pelea de bolas de nieve se desencadenó en el césped cristalino. Pedro y yo caminábamos en zigzag por el hielo resbaladizo de camino a la cafetería, y me sujetaba con fuerza a su brazo, intentando evitar tanto las bolas de nieve como caerme al suelo.
—No te van a dar, Paloma. Son más listos que eso —dijo Pedro, apretando la nariz roja y fría contra mi mejilla.
—Su puntería no es sinónimo del miedo a tu mal genio, Pepe.
Me abrazó y frotó la manga de mi abrigo con su mano mientras me guiaba por el caos. Tuvimos que detenernos de golpe cuando un puñado de chicas gritaron al convertirse en el objetivo de los lanzamientos sin piedad del equipo de
béisbol. Cuando despejaron el camino, Pedro me llevó a salvo a la puerta.
—¿Lo ves? Te aseguré que lo lograríamos —dijo con una sonrisa.
Su buen humor se desvaneció cuando una firme bola de nieve estalló contra la puerta, justo entre nuestras caras. La mirada de Pedro escrutó el césped, pero los numerosos estudiantes que lanzaban en todas las direcciones sofocaron sus ansias por tomar represalias.
Tiró de la puerta para abrirla y observó la nieve que se fundía mientras caía por el metal pintado hasta el suelo.
—Vamos adentro.
—Buena idea —dije asintiendo.
Me llevó de la mano por el bufé libre y amontonó diferentes platos humeantes en una sola bandeja. La cajera ya no ponía su predecible cara de perplejidad de semanas antes, acostumbrada a nuestra rutina.
—Hola, Pau —me saludó Benjamin antes de guiñarle un ojo a Pedro—.¿Tenéis planes para la semana que viene?
—Nos quedamos aquí. Vendrán mis hermanos
dijo Pedro distraído,mientras organizaba nuestros almuerzos, repartiendo los pequeños platos de poliestireno delante de nosotros en la mesa.
—¡Voy a matar a David Lapinski! —anunció Rosario al acercarse, mientras se limpiaba la nieve del pelo.
—¡Un impacto directo! —se rio Valentin. Rosario le lanzó una mirada de advertencia y su risa se volvió nerviosa—. Quiero decir…, ¡qué capullo!
Nos reímos por la mirada de arrepentimiento que puso cuando la observó correr furiosa hacia el bufé, antes de seguirla rápidamente.
—Sí que lo ata en corto —dijo Benjamin con una mirada de disgusto.
—Rosario está un poco tensa —explicó Pedro—. Va a conocer a los padres de Valentin esta semana.
Benjamin asintió, levantando las cejas.
—Entonces…, van…
—Sí —dije, asintiendo a la vez que él.
—Es permanente.
—¡Vaya! —dijo Benjamin.
La estupefacción no desapareció de su cara mientras escogía su comida, y pude comprobar cómo lo embargaba la confusión. Todos éramos muy jóvenes, y Benjamin no podía acomodarse al compromiso de Valentin.
—Cuando llegue el momento, Benjamin, lo sabrás —dijo Pedro, sonriéndome.
El local bullía de emoción, tanto por el espectáculo del exterior como por lo rápido que se acercaban las últimas horas antes de las vacaciones. A medida que se iban ocupando los asientos, la charla constante creció hasta convertirse en un eco estruendoso, cuyo volumen iba en aumento conforme todo el mundo empezaba a hablar por encima del ruido.
Cuando Valentin y Rosario regresaron con sus bandejas, habían hecho las paces. Ella se acomodó risueña en el asiento vacío que había junto a mí, charlando sobre el inminente momento en el que conocería a sus suegros. Se iban esa misma tarde a su casa; la excusa perfecta para que Rosario tuviera una de sus famosas crisis.
La observé picotear de su pan mientras charlaba sobre hacer las maletas y cuánto equipaje podría llevar sin parecer pretenciosa, pero parecía aguantar bien.
—Ya te lo he dicho, cariño. Les vas a encantar. Te querrán tanto como te quiero yo —dijo Valentin, recogiéndole el pelo detrás de la oreja. Rosario respiró hondo y las comisuras de su boca se levantaron como siempre que él conseguía
tranquilizarla.
El teléfono de Pedro vibró, deslizándose unos centímetros por la mesa. Lo ignoró, pues le estaba contando a Benjamin la historia de nuestra primera partida de póquer con sus hermanos. Miré la pantalla y llamé la atención de Pedro con unas palmaditas en su hombro cuando leí el nombre.
—¿Pepe?
Sin disculparse, le dio la espalda a Benjamin y me concedió toda su atención.
—¿Sí, Paloma?
—Creo que quizá te interese coger esta llamada.
Bajó la mirada a su móvil y suspiró.
—O no.
—Podría ser importante.
Frunció la boca antes de llevarse el aparato a la oreja.
—¿Qué hay, Agustin? —Buscó con la mirada en la habitación, mientras escuchaba, asintiendo ocasionalmente.
—Esta es mi última pelea, Agustin. Todavía no estoy seguro. No pienso ir sin ella y Valen se va de la ciudad. Lo sé… Ya te he oído. Hum…, de hecho, no es mala idea.
Levanté las cejas al ver que se le iluminaban los ojos con la idea que le hubiera propuesto Agustin. Cuando Pedro colgó el teléfono, lo miré con expectación.
—Bastará para pagar el alquiler de los próximos ocho meses. Agustin ha conseguido a Juan Savage. Está intentando hacerse profesional.
—Nunca lo he visto pelear, ¿y tú? —preguntó Valentin, inclinándose hacia delante.
Pedro asintió.
—Solo una vez en Springfield. Es bueno.
—No lo suficiente —dije. Pedro se inclinó hacia delante y me besó en la frente con agradecimiento.
—Puedo quedarme en casa,Pepe.
—No —dijo él, sacudiendo la cabeza.
—No quiero que te peguen como la última vez porque estés preocupado por mí.
—No, Paloma.
—Te esperaré —dije, intentando parecer más feliz ante la idea de lo que me sentía en realidad.
—Le pediré a Marcos que venga. Es el único en el que confiaría para poder concentrarme en la pelea.
—Muchas gracias, capullo —gruñó Valentin.
—Oye, tuviste tu oportunidad —dijo Pedro, solo medio en broma.
Valentin ladeó la boca con disgusto. Seguía sintiéndose culpable por la noche de Hellerton. Estuvo disculpándose a diario conmigo durante semanas, pero su culpa por fin se volvió lo suficientemente manejable como para soportarla en
silencio. Rosario y yo intentamos convencerlo de que no era culpa suya, pero Pedro siempre le hacía sentir responsable.
—Valentin, no fue culpa tuya. Me lo quitaste de encima, ¿recuerdas? —dije, alargando el brazo alrededor de Rosario para darle una palmadita en el brazo.
Me volví hacia Pedro.
—¿Cuándo es la pelea?
—En algún momento de la semana que viene —dijo él, encogiéndose de hombros—. Quiero que vayas. Necesito que vayas.
Sonreí y apoyé la barbilla sobre su hombro.
—Entonces, allí estaré.
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