miércoles, 30 de abril de 2014

CAPITULO 108



En las sombras de Keaton Hall, Pedro me estrechaba con fuerza junto a él.

El vaho de mi aliento se entrelazaba con el suyo en el ambiente frío de la noche, y podía oír las conversaciones en voz baja de quienes se estaban colando por una puerta lateral a pocos metros de distancia, desconocedores de nuestra presencia allí.

Keaton era el edificio más antiguo de Eastern pero, aunque ya había albergado algún que otro combate del Círculo, me sentía incómoda allí. Agustin esperaba un lleno total, y Keaton no era el más espacioso de los sótanos del
campus. Había unas vigas formando una rejilla a lo largo de las envejecidas paredes de ladrillo, una señal de las renovaciones que se llevaban a cabo dentro.

—Esta es una de las peores ideas de Agustin hasta la fecha —gruñó Pedro.

—Ya es tarde para cambiarlo ahora —dije, levantando la mirada hacia los andamios.

El teléfono móvil de Pedro se encendió y lo abrió. Su cara se tiñó de azul por el brillo de la pantalla, y por fin pude ver las dos arrugas de preocupación entre las cejas cuya presencia conocía de antemano. Apretó unos botones, cerró de golpe el teléfono y me abrazó con más fuerza.

—Pareces nervioso esta noche —susurré.

—Me sentiré mejor cuando Marcos traiga su jodido culo aquí.

—Aquí estoy, llorica —dijo Marcos en voz baja. Apenas podía ver su perfil en la oscuridad, pero su sonrisa brillaba a la luz de la luna—. ¿Qué tal estás, hermanita?

Me rodeó con un brazo, mientras empujaba juguetón a Pedro con el otro.

—Estoy bien, Marcos.

Pedro inmediatamente se relajó y me llevó de la mano a la parte trasera del edificio.

—Si aparece la poli y nos separamos, nos vemos en Morgan Hall, ¿vale? —le dijo Pedro a su hermano.

Nos detuvimos junto a una ventana abierta a nivel del suelo, la señal de que Agustin estaba dentro y esperando.

—Me estás tomando el pelo —dijo Marcos mirando fijamente la ventana—.Pau apenas cabe por ahí.

—Cabrás —lo tranquilizó Pedro, antes de sumergirse en la oscuridad del interior.

Como muchas veces antes, me agaché y me eché hacia atrás, con la seguridad de que Pedro me cogería.
Esperamos un momento y, entonces, Marcos gruñó al saltar desde la repisa y aterrizar en el suelo, perdiendo casi el equilibrio cuando golpeó el cemento con los pies.

—Pau, para mí eres el Trece de mis Amores. No tragaría con esta mierda por nadie que no fueras tú —gruñó Marcos, mientras se limpiaba la camiseta.

De un salto, Pedro cerró la ventana con un movimiento rápido.

—Por aquí —dijo él, guiándonos por la oscuridad.

Pasillo tras pasillo, no me solté de la mano de Pedro, mientras sentía que Marcos me cogía de la camiseta. Podía oír pequeños pedazos de grava que arañaban el cemento al arrastrar los pies por el suelo. Sentí que mis ojos se ensanchaban al intentar ajustarse a la oscuridad del sótano, pero no había luz alguna que pudieran enfocar.

Marcos suspiró después de que giráramos por tercera vez.

—Nunca vamos a encontrar el camino.

—Sígueme. Todo irá bien —dijo Pedro, irritado por las quejas de Marcos.

Al hacerse más intensa la luz del pasillo, supe que estábamos cerca. Y, cuando el rugido sordo de la multitud se convirtió en un intercambio febril de números y nombres, supe que habíamos llegado. En la habitación donde Pedro
esperaba a que lo llamaran normalmente solo había una luz y una silla, pero, debido a las obras, aquella estaba llena de pupitres, sillas y diversos equipos cubiertos de sábanas blancas.

Pedro y Marcos discutían la estrategia para la pelea mientras yo echaba un vistazo fuera. Había tanto público y caos como en la última pelea, solo que el espacio era menor. Alineados junto a las paredes, podían verse muebles cubiertos de sábanas polvorientas que habían apartado a un lado para hacer sitio a los espectadores.

La habitación estaba más oscura de lo normal, así que supuse que Agustin quería andarse con cuidado y no llamar la atención sobre nuestras andanzas. Del techo colgaban unos faroles que creaban un resplandor lúgubre sobre el dinero que los asistentes sujetaban en el aire; todavía se aceptaban apuestas.

—Paloma, ¿me has oído? —dijo Pedro, tocándome el brazo.

—¿Qué? —dije, parpadeando—. Quiero que te quedes junto a esta puerta, ¿vale? No te sueltes del brazo de Marcos en ningún momento.

—No me moveré. Lo prometo.

Pedro sonrió, y su perfecto hoyuelo se formó en su mejilla.

—Ahora eres tú la que parece nerviosa.

Miré hacia la puerta y después a él, de nuevo.

—Esto no me da buena espina, Pepe. No es por la pelea, pero… hay algo.Este lugar me da escalofríos.

—No estaremos aquí mucho tiempo —me tranquilizó Pedro.

La voz de Agustin resonó por el megáfono y, de repente, noté a ambos lados de la cara un par de manos familiares.

—Te amo —dijo.

Me rodeó con los brazos y me levantó del suelo, apretándome contra él, mientras me besaba. Me dejó en el suelo y me enganchó el brazo en el de Marcos.

—No le quites los ojos de encima —le dijo a su hermano—, ni por un segundo. Este lugar será una locura en cuanto empiece la pelea.

—¡… Así que den la bienvenida al contendiente de esta noche…, Juan Savage!

—La protegeré con mi vida, hermanito —dijo Marcos—. Ahora, ve a patearle el culo a ese tío y salgamos de aquí.

—¡… Pedro Perro Loco Alfonso! —gritó Agustin por el megáfono.

Cuando Pedro se abrió paso entre la multitud, el ruido se volvió ensordecedor. Miré a Marcos, que esbozaba una ligerísima sonrisa. Para cualquier otra persona habría pasado desapercibido, pero yo distinguí el orgullo en su
mirada.

Cuando Pedro llegó al centro del Círculo, tragué saliva. Juan no era mucho más grande, pero parecía diferente a todos los rivales que Pedro había tenido antes, incluido el hombre contra quien había luchado en Las Vegas. No intentaba intimidar a Pedro con una mirada severa como los demás, sino que lo estaba estudiando, preparando mentalmente la pelea. Por muy analíticos que fueran sus
ojos, también se notaba en ellos una ausencia absoluta de cordura. Supe antes de que la lucha empezara que Pedro tenía más que una pelea entre manos: estaba de
pie delante de un demonio.

Pedro pareció notar la diferencia también. Su habitual sonrisa burlona había desaparecido, y en su lugar se apreciaba una mirada intensa. Cuando el megáfono
sonó, Juan atacó.

—Cielo santo —dije, agarrándome al brazo de Marcos.

Marcos se movía igual que Pedro, como si fueran uno solo. Con cada puñetazo que Juan lanzaba, me ponía en tensión, y luchaba contra la necesidad de cerrar los ojos. No había ningún movimiento gratuito; Juan era astuto y preciso.
Las demás peleas de Pedro parecían descuidadas en comparación con esta. La fuerza bruta detrás de cada golpe era asombrosa por sí sola, y parecía que el conjunto hubiera sido coreografiado y practicado hasta la perfección.

El aire de la habitación estaba viciado y estancado; cada vez que cogía aire, me tragaba el polvo que cubría las sábanas. Cuanto más duraba la pelea, más aguda era la sensación de que algo malo iba a ocurrir. No podía librarme de él,
pero aun así me obligué a quedarme en el sitio para que Pedro pudiera concentrarse.

En determinado momento, me quedé hipnotizada por el espectáculo que tenía lugar en el centro del sótano; al siguiente, no obstante, me empujaron desde atrás. El golpe me lanzó la cabeza hacia atrás, pero me agarré con más fuerza, negándome a moverme de la ubicación prometida. Marcos se volvió, cogió por las camisas a los dos hombres que estaban detrás de nosotros y los lanzó al suelo como si fueran muñecos de trapo.

—¡Os largáis u os parto la puta boca! —gritó a los que estaban mirando a los hombres del suelo. Me agarré con más fuerza a su brazo y él me dio unas palmaditas en la mano—. Te tengo,Pau. Tú concéntrate en ver la pelea.

Pedro lo estaba haciendo bien, y suspiré cuando fue el primero en hacer sangrar al otro. La muchedumbre se enardeció, pero la advertencia de Marcos mantuvo a los que estaban a nuestro alrededor a una distancia segura. Pedro
asestó un sólido puñetazo y, después, me miró, antes de volver a centrarse rápidamente en Juan. Sus movimientos eran ágiles, casi calculados, como si predijera los ataques de Juan antes de que se produjeran.

Presa de una impaciencia evidente, Juan envolvió a Pedro con sus brazos y lo lanzó al suelo. Como un solo cuerpo, la muchedumbre que rodeaba el improvisado ring se estrechó alrededor de ellos, inclinándose hacia delante cuando la acción se desarrollaba en el suelo.

—¡No lo veo, Marcos! —grité, saltando de puntillas.

Marcos miró alrededor y encontró la silla de madera de Agustin. Con un movimiento que pareció un paso de baile, me pasó de un brazo al otro y me ayudó a subir sobre la turba.

—¿Lo ves?

—¡Sí! —dije, cogiéndome al brazo de Marcos para guardar el equilibrio.

—¡Está encima, pero Juan le rodea el cuello con las piernas!

Marcos se inclinó hacia delante sobre los pies, poniéndose la mano libre alrededor de la boca.

—¡Patéale el culo, Pedro!

Bajé la mirada hacia Marcos y me incliné hacia delante para ver mejor a los hombres del suelo. De repente, Pedro se puso de pie, mientras Juan seguía sujetándolo por el cuello con las piernas. Pedro cayó de rodillas, golpeando la
espalda y la cabeza de Juan contra el cemento en un impacto devastador. Las piernas de Juan se quedaron sin fuerza, de manera que liberaron el cuello de Pedro, que, a su vez, levantó el codo y aporreó a Juan una y otra vez con el puño hasta que Agustin lo apartó y lanzó el cuadrado rojo sobre el cuerpo inerte de Juan.

La habitación estalló en vítores cuando Agustin levantó la mano de Pedro.

Marcos me abrazó por las piernas, celebrando la victoria de su hermano. Pedro me miró con una sonrisa amplia y sangrienta; el ojo derecho había empezado a hinchársele.

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