jueves, 10 de abril de 2014

CAPITULO 43





Habíamos empaquetado ya todas mis cosas horas antes, y me estremecí al
pensar en lo incómodo que resultaría todo por la mañana. Había pensado que una
vez que me acostara con Pedro su curiosidad se saciaría, pero en cambio estaba
hablando de estar conmigo para siempre. Tuve que cerrar los ojos al pensar en la
expresión de su rostro cuando se enterara de que lo que había pasado entre
nosotros no era un principio, sino un final. No podía seguir ese camino, y me
odiaría cuando se lo dijera.
Conseguí zafarme de su brazo y me vestí. Con los zapatos en la mano,
recorrí el pasillo hasta el dormitorio de Valentin. Rosario estaba sentada en la
cama, mientras Valentin se quitaba la camiseta delante del armario.
—¿Va todo bien, Pau? —preguntó Valentin.
—¿Ro? —dije al mismo tiempo que le hacía un gesto para que se reuniera
conmigo en el pasillo. Ella asintió, mirándome con recelo.
—¿Qué pasa?
—Necesito que me lleves a Morgan ahora mismo. No puedo esperar hasta
mañana.
Un lado de su boca se curvó en una sonrisa cómplice.
—Nunca has podido soportar las despedidas.
Valentin y Rosario me ayudaron con las bolsas. Durante todo el viaje de
regreso a Morgan Hall, no aparté la mirada de la ventanilla. Cuando dejamos la
última de las maletas en mi habitación, Rosario me sujetó.
—Van a cambiar tanto las cosas ahora en el apartamento…
—Gracias por traerme a casa. Amanecerá dentro de unas pocas horas. Será
mejor que te vayas —dije, abrazándola antes de dejar que se fuera.
Rosario no se volvió a mirar atrás cuando salió de mi habitación, y yo me
mordí el labio nerviosamente, sabiendo lo enfadada que estaría cuando se diera
cuenta de lo que había hecho.
Mi camiseta crujió mientras me la ponía por la cabeza; la electricidad
estática del aire había aumentado al aproximarse el invierno. Como me sentía algo
perdida, me hice un ovillo bajo mi grueso edredón y respiré por la nariz. Mi piel
seguía oliendo a Pedro.
La cama parecía fría y extraña, un brusco contraste con la calidez del
colchón de Pedro. Había pasado treinta días en un estrecho apartamento con el
golfo de peor fama de Eastern, y, después de todas las riñas y de las visitas a altas
horas de la mañana, era el único sitio en el que quería estar.

Las llamadas de teléfono empezaron a las ocho de la mañana y se repitieron
cada cinco minutos durante una hora.
—¡Pau! —gruñó Clara—. ¡Responde al maldito teléfono!
Extendí el brazo y lo apagué. Cuando oí que aporreaban la puerta, me di
cuenta de que no podría pasarme el día encerrada en mi habitación como había
planeado.
Clara tiró del pomo.
—¿Qué?
Rosario la empujó para abrirse paso y se quedó de pie junto a mi cama.
—¿Qué demonios está pasando? —gritó.
Tenía los ojos rojos e hinchados, y todavía llevaba el pijama. Me senté.
—¿Qué pasa, Ro?
—¡Pedro está hecho un puto desastre! No quiere hablar con nosotros, ha
arrasado el apartamento, ha lanzado el estéreo a la otra punta de la habitación…
¡Valen no consigue que entre en razón!
Me froté los ojos con la muñeca y parpadeé.
—No sé.
—¡Y una mierda! Vas a decirme qué demonios está pasando, ¡y vas a
hacerlo ahora mismo!
Carla cogió su neceser y se fue. Cerró de un portazo y yo torcí el gesto,
temiendo lo que pudiera decir al supervisor de la residencia o, peor, al decano de
estudiantes.
—Baja la voz, Rosario, por Dios —susurré.
Apretó los dientes.
—¿Qué has hecho?
Había dado por supuesto que se disgustaría conmigo, pero no que se
pondría tan furiosa.
—No…, no sé —dije, tragando saliva.
—Golpeó a Valen cuando se enteró de que te habíamos ayudado a irte.
¡Pau, por favor, dímelo! —me rogó, con los ojos húmedos—. ¡Todo esto me está
asustando!
El miedo de sus ojos me sonsacó solo una verdad parcial.
—Simplemente no sabía cómo despedirme. Sabes lo que me cuesta.
—Hay algo más, Pau. ¡Se ha vuelto totalmente loco! Le oí gritar tu nombre
y después recorrió todo el apartamento buscándote. Irrumpió en la habitación de
Valen preguntando dónde estabas. Entonces intentó llamarte. Una vez, otra y otra…
—Cogió aire—. Su cara era…, Dios, Pau. Nunca lo he visto así. Arrancó las
sábanas de la cama y las lanzó por los aires, tiró también las almohadas, rompió su
espejo de un puñetazo, pateó su puerta…, ¡la sacó de los goznes! Ha sido lo más
terrorífico que he visto en mi vida.

CAPITULO 42





El peso de la pena que ambos sentíamos era demoledor y me inundó una
necesidad irreprimible de salvarnos a ambos. Levanté la barbilla pero dudé; lo que
estaba a punto de hacer lo cambiaría todo. Me dije a mí misma que Pedro solo
consideraba las relaciones íntimas un pasatiempo, pero cerré los ojos de nuevo y
me tragué todos mis miedos. Tenía que hacer algo, sabiendo que ambos
permanecíamos despiertos y temiendo cada minuto que pasaba y que nos acercaba
a la mañana.
Cuando le rocé el cuello con los labios, se me desbocó el corazón, y después
probé su carne con un lento y tierno beso. Él miró hacia abajo sorprendido, y
entonces su mirada se suavizó al darse cuenta de lo que yo quería.
Inclinó la cabeza hacia abajo y apretó sus labios contra los míos con una
delicada dulzura. La calidez de sus labios me recorrió todo el cuerpo hasta los
dedos de los pies y lo acerqué más a mí. Ahora que habíamos dado el primer paso,
no tenía intención de detenerme ahí.
Separé los labios para dejar que la lengua de Pedro se abriera paso hacia la
mía.
—Te deseo —dije.
De repente, empezó a besarme más lentamente e intentó separarse.
Decidida a acabar lo que había empezado, seguí moviendo la boca contra la suya
con más ansiedad. Pedro reaccionó echándose hacia atrás hasta quedarse de
rodillas. Me incorporé con él y mantuve nuestras bocas unidas.
Me agarró por los hombros para detenerme.
—Espera un momento —me susurró con una sonrisa y jadeando—. No
tienes por qué hacer esto, Paloma. No es lo que había pensado para esta noche.
Estaba conteniéndose, pero veía en sus ojos que su autocontrol no duraría
mucho.
Me incliné hacia delante otra vez, y en esta ocasión sus brazos solo cedieron
lo justo para permitirme rozar sus labios con los míos. Lo miré con las cejas
arqueadas, decidida. Me llevó un momento pronunciar las palabras adecuadas,
pero lo hice.
—No me hagas suplicar —susurré de nuevo contra su boca.
Con esas cuatro palabras, sus reservas se desvanecieron. Me besó con fuerza
y ansias. Recorrí con los dedos toda su espalda y me detuve en la goma de sus
calzoncillos, recorriendo nerviosa la tela fruncida. Entonces, sus labios se volvieron
más impacientes y caí sobre el colchón cuando él se abalanzó sobre mí. Su lengua
se abrió camino hasta la mía de nuevo, y cuando hice acopio del valor necesario
para deslizar la mano entre su piel y los calzoncillos, lanzó un gemido.
Pedro me quitó la camiseta por encima de la cabeza, y después su mano
bajó impaciente por mi costado, agarró mis bragas y me las bajó con una sola
mano. Su boca volvió a la mía una vez más, mientras subía la mano por la parte
interior de mi muslo. Cuando sus dedos se pasearon por donde ningún hombre me
había tocado antes, solté un largo y entrecortado suspiro. Se me arquearon las
rodillas y me movía con cada movimiento de su mano, y cuando clavé mis dedos
en su carne, se colocó sobre mí.
—Paloma —me dijo jadeando—, no tiene por qué ser esta noche. Esperaré
hasta que estés lista.
Alargué la mano hasta el cajón superior de su mesilla de noche y lo abrí.
Cuando noté el plástico entre los dedos, me llevé la esquina a la boca y desgarré el
envoltorio con los dientes. Su mano libre dejó mi espalda y se bajó los calzoncillos,
apartándolos de una patada, como si no pudiera soportar que se interpusieran
entre nosotros.
El envoltorio crujió entre sus dedos y, tras un momento, los sentí entre mis
muslos. Cerré los ojos.
—Mírame, Paloma.
Alcé los ojos hacia él: su mirada era decidida y tierna al mismo tiempo.
Inclinó la cabeza, agachándose para besarme tiernamente, y entonces su cuerpo se
tensó y empujó hasta estar dentro de mí con un pequeño y lento movimiento.
Cuando retrocedió, me mordí el labio incómoda; cuando volvió a penetrarme,
cerré los ojos por el dolor y mis muslos apretaron con más fuerzas sus caderas, y
me besó de nuevo.
—Mírame —susurró él.
Cuando abrí los ojos, volvió a penetrarme y yo solté un grito por la
maravillosa sensación ardiente que me causaba. Una vez que me relajé, el
movimiento de su cuerpo contra el mío se volvió más rítmico. El nerviosismo que
había sentido al principio había desaparecido, y Pedro agarraba mi cuerpo como si
no pudiera saciarse. Lo atraje hacia mí, y gimió cuando la sensación se volvió
demasiado intensa.
—Te he deseado durante tanto tiempo, Pau. Eres todo lo que quiero —me
susurró contra la boca.
Me cogió el muslo con una mano y se levantó sobre el codo unos
centímetros por encima de mí. Una fina capa de sudor empezó a gotear sobre
nuestra piel, y arqueé la espalda mientras él recorría mi mandíbula con los labios y
seguía en línea recta cuello abajo.
—Pedro —suspiré.
Cuando pronuncié su nombre, apretó su mejilla contra la mía y sus
movimientos se volvieron más rígidos. Los ruidos que emitía su garganta se
volvieron más fuertes hasta que, al final, me penetró una última vez, gimiendo y
estremeciéndose sobre mí.
Al cabo de unos pocos segundos, se relajó y su respiración se volvió más
lenta.
—Menudo primer beso —dije con una expresión cansada y satisfecha.
Escrutó mi cara y sonrió.
—Tu último primer beso.
Estaba demasiado impresionada para replicar. Se dejó caer a mi lado boca
abajo, con un brazo sobre mi cintura y apoyando la frente en mi mejilla. Acaricié la
piel desnuda de su espalda con los dedos hasta que oí que su respiración se volvía
regular.
Me quedé allí tumbada durante horas, escuchando la respiración profunda
de Pedro y el silbido del viento que hacía tambalear los árboles en el exterior.
Rosario y Valentin abrieron la puerta principal en silencio y los oí recorrer de
puntillas el pasillo, hablando entre murmullos.

CAPITULO 41



Las dos semanas siguientes pasaron volando. Aparte de asistir a las clases,
pasé todo el tiempo de vigilia con Pedro, y la mayor parte de ese tiempo
estuvimos solos. Me llevó a cenar, de copas y a bailar al Red, a jugar a bolos, y lo
llamaron para dos peleas. Cuando no nos reíamos por cualquier cosa, jugábamos a
pelearnos o nos acurrucábamos en el sofá con Moro para ver una película. Se esforzó
por ignorar a todas las chicas que le ponían ojitos, y todo el mundo hablaba del
nuevo Pedro.
Cuando llegó la última noche que tenía que pasar en el apartamento,
Rosario y Valentin se ausentaron sin motivo alguno, y Pedro se esforzó en hacer
una cena especial de Última Noche. Compró vino, dispuso las servilletas e incluso
llevó a casa cubertería nueva para la ocasión. Colocó nuestros platos en la encimera
del desayuno y llevó su taburete al otro lado para sentarse delante de mí. Por
primera vez, tuve la clara sensación de que estábamos en una cita.
—Esto está realmente bueno,Pepe. Me has tenido engañada todo este
tiempo —dije, mientras masticaba la pasta con pollo cajún que me había
preparado.
Él puso una sonrisa forzada y vi que estaba procurando mantener una
conversación ligera.
—Si te lo hubiera dicho antes, habrías esperado una cena así cada noche.
Su sonrisa se desvaneció y bajó la mirada a la mesa.
Empujé la comida por el plato.
—Te voy a echar de menos, Pepe.
—Pero vas a seguir viniendo, ¿no?
—Sabes que sí. Y tú vendrás a Morgan a ayudarme a estudiar como antes.
—Pero no será igual —dijo con un suspiro—. Tú seguirás saliendo con
Adrian, estaremos ocupados…, nuestros caminos se separarán.
—Las cosas no serán tan diferentes.
Soltó una sola carcajada.
—¿Quién iba a pensar que acabaríamos aquí sentados teniendo en cuenta
como nos conocimos? Si me hubieran dicho que estaría tan hecho polvo por tener
que despedirme de una chica hace tres meses no lo habría creído.
Aquello me sentó como una patada en el estómago.
—No quiero que estés hecho polvo.
—Entonces no te vayas —dijo él.
Transmitía tanta desesperación que la culpa se convirtió en un nudo en mi
garganta.
—No puedo mudarme aquí, Pedro. Es una locura.
—¿Y eso quién lo dice? He pasado las dos mejores semanas de mi vida.
—Yo también.
—Entonces, ¿por qué siento que no voy a volver a verte?
No supe qué responder. Había tensión en su mandíbula, pero no estaba
enfadado. El ansia por estar cerca de él se hacía cada vez mayor, así que me levanté
y rodeé la encimera para sentarme en su regazo. No me miró, así que me abracé a
su cuello y apreté mi mejilla contra la suya.
—Te darás cuenta de lo molesta que era y entonces dejarás de echarme de
menos —le dije al oído.
Resopló mientras me rascaba la espalda.
—¿Lo prometes?
Me incliné hacia atrás y lo miré a los ojos, mientras le cogía la cara con
ambas manos. Le acaricié la mandíbula con el pulgar; su expresión me rompía el
corazón. Cerré los ojos y me incliné para besarlo en la comisura de la boca, pero se
volvió, así que cogí más parte de sus labios de la que pretendía. Aunque el beso me
sorprendió, no me aparté de inmediato.
Pedro mantuvo sus labios sobre los míos, pero no fue más allá.
Finalmente me aparté con una sonrisa.
—Mañana será un día duro. Voy a limpiar la cocina y después me iré
directamente a la cama.
—Te ayudo —dijo él.
Lavamos los platos juntos en silencio, mientras Moro dormía a nuestros pies.
Secó el último plato y lo dejó en el escurridor. Después me condujo por el pasillo,
apretándome bastante la mano. La distancia desde el umbral del pasillo hasta la
puerta de su dormitorio parecía el doble de larga. Ambos sabíamos que solo nos
separaban unas horas de la despedida.
En esa ocasión, ni siquiera fingió no mirar mientras me ponía una de sus
camisetas para dormir. Él se quitó la ropa, se quedó en calzoncillos y se metió bajo
el cobertor, donde esperó a que me reuniera con él.
Una vez estuve dentro, Pedro me atrajo junto a él sin pedir permiso ni
disculpas. Tensó los brazos y suspiró, mientras yo enterraba la cara en su cuello.
Cerré con fuerza los ojos e intenté saborear el momento. Sabía que desearía volver
a ese momento todos los días de mi vida, así que lo viví con toda la intensidad de
la que fui capaz.
Él miró por la ventana. Los árboles arrojaban una sombra en su rostro.
Pedro cerró los ojos y sentí que me hundía. Era terrible verle padecer ese
sufrimiento y saber que yo era no solo la causa…, sino la única que podía librarlo
de él.
—¿Pepe? ¿Estás bien? —pregunté.
Hubo una pausa antes de que, por fin, hablara.
—Nunca he estado peor en mi vida.
Apreté la frente contra su cuello y él me abrazó con más fuerza.
—Esto es una tontería —dije—. Vamos a vernos todos los días.
—Sabes que eso no es verdad.