jueves, 10 de abril de 2014

CAPITULO 41



Las dos semanas siguientes pasaron volando. Aparte de asistir a las clases,
pasé todo el tiempo de vigilia con Pedro, y la mayor parte de ese tiempo
estuvimos solos. Me llevó a cenar, de copas y a bailar al Red, a jugar a bolos, y lo
llamaron para dos peleas. Cuando no nos reíamos por cualquier cosa, jugábamos a
pelearnos o nos acurrucábamos en el sofá con Moro para ver una película. Se esforzó
por ignorar a todas las chicas que le ponían ojitos, y todo el mundo hablaba del
nuevo Pedro.
Cuando llegó la última noche que tenía que pasar en el apartamento,
Rosario y Valentin se ausentaron sin motivo alguno, y Pedro se esforzó en hacer
una cena especial de Última Noche. Compró vino, dispuso las servilletas e incluso
llevó a casa cubertería nueva para la ocasión. Colocó nuestros platos en la encimera
del desayuno y llevó su taburete al otro lado para sentarse delante de mí. Por
primera vez, tuve la clara sensación de que estábamos en una cita.
—Esto está realmente bueno,Pepe. Me has tenido engañada todo este
tiempo —dije, mientras masticaba la pasta con pollo cajún que me había
preparado.
Él puso una sonrisa forzada y vi que estaba procurando mantener una
conversación ligera.
—Si te lo hubiera dicho antes, habrías esperado una cena así cada noche.
Su sonrisa se desvaneció y bajó la mirada a la mesa.
Empujé la comida por el plato.
—Te voy a echar de menos, Pepe.
—Pero vas a seguir viniendo, ¿no?
—Sabes que sí. Y tú vendrás a Morgan a ayudarme a estudiar como antes.
—Pero no será igual —dijo con un suspiro—. Tú seguirás saliendo con
Adrian, estaremos ocupados…, nuestros caminos se separarán.
—Las cosas no serán tan diferentes.
Soltó una sola carcajada.
—¿Quién iba a pensar que acabaríamos aquí sentados teniendo en cuenta
como nos conocimos? Si me hubieran dicho que estaría tan hecho polvo por tener
que despedirme de una chica hace tres meses no lo habría creído.
Aquello me sentó como una patada en el estómago.
—No quiero que estés hecho polvo.
—Entonces no te vayas —dijo él.
Transmitía tanta desesperación que la culpa se convirtió en un nudo en mi
garganta.
—No puedo mudarme aquí, Pedro. Es una locura.
—¿Y eso quién lo dice? He pasado las dos mejores semanas de mi vida.
—Yo también.
—Entonces, ¿por qué siento que no voy a volver a verte?
No supe qué responder. Había tensión en su mandíbula, pero no estaba
enfadado. El ansia por estar cerca de él se hacía cada vez mayor, así que me levanté
y rodeé la encimera para sentarme en su regazo. No me miró, así que me abracé a
su cuello y apreté mi mejilla contra la suya.
—Te darás cuenta de lo molesta que era y entonces dejarás de echarme de
menos —le dije al oído.
Resopló mientras me rascaba la espalda.
—¿Lo prometes?
Me incliné hacia atrás y lo miré a los ojos, mientras le cogía la cara con
ambas manos. Le acaricié la mandíbula con el pulgar; su expresión me rompía el
corazón. Cerré los ojos y me incliné para besarlo en la comisura de la boca, pero se
volvió, así que cogí más parte de sus labios de la que pretendía. Aunque el beso me
sorprendió, no me aparté de inmediato.
Pedro mantuvo sus labios sobre los míos, pero no fue más allá.
Finalmente me aparté con una sonrisa.
—Mañana será un día duro. Voy a limpiar la cocina y después me iré
directamente a la cama.
—Te ayudo —dijo él.
Lavamos los platos juntos en silencio, mientras Moro dormía a nuestros pies.
Secó el último plato y lo dejó en el escurridor. Después me condujo por el pasillo,
apretándome bastante la mano. La distancia desde el umbral del pasillo hasta la
puerta de su dormitorio parecía el doble de larga. Ambos sabíamos que solo nos
separaban unas horas de la despedida.
En esa ocasión, ni siquiera fingió no mirar mientras me ponía una de sus
camisetas para dormir. Él se quitó la ropa, se quedó en calzoncillos y se metió bajo
el cobertor, donde esperó a que me reuniera con él.
Una vez estuve dentro, Pedro me atrajo junto a él sin pedir permiso ni
disculpas. Tensó los brazos y suspiró, mientras yo enterraba la cara en su cuello.
Cerré con fuerza los ojos e intenté saborear el momento. Sabía que desearía volver
a ese momento todos los días de mi vida, así que lo viví con toda la intensidad de
la que fui capaz.
Él miró por la ventana. Los árboles arrojaban una sombra en su rostro.
Pedro cerró los ojos y sentí que me hundía. Era terrible verle padecer ese
sufrimiento y saber que yo era no solo la causa…, sino la única que podía librarlo
de él.
—¿Pepe? ¿Estás bien? —pregunté.
Hubo una pausa antes de que, por fin, hablara.
—Nunca he estado peor en mi vida.
Apreté la frente contra su cuello y él me abrazó con más fuerza.
—Esto es una tontería —dije—. Vamos a vernos todos los días.
—Sabes que eso no es verdad.

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