Malditos buitres, pueden esperar por horas. También días. Noches.
Mirándote, escogiendo qué partes de ti arrancarán primero, qué piezas serían las más dulces, las más tiernas, o simplemente qué parte sería la más conveniente.
Lo que no saben, lo que nunca han anticipado, es que la presa está fingiendo. Son los buitres los que son fáciles. Sólo cuando piensan que todo lo que tienen que hacer es tener paciencia, sentarse y esperar a que expires, es el momento de sorprenderlos. Ese es el momento de traer tu arma secreta: una absoluta falta de respeto al Status Quo; rechazar el orden normal de las cosas.
Ahí es cuando los sacudes con mucha fuerza. No te importa una mierda.
Un oponente en el Círculo, algún imbécil malo al azar tratando de exponer tu debilidad con insultos, una mujer tratando de amarrarte; sucede cada vez.
Había tenido mucho cuidado desde muy joven para vivir mi vida de esta manera. Estos imbéciles con su corazón sangrando, iban por ahí dando su alma a cada banshee “caza-fortuna” que les sonreía. Pero de alguna manera yo era de los que nadaban contra la corriente. Era un hombre diferente. Mi forma de vivir era más difícil, si me preguntaban. Dejaba la emoción en la puerta, y la reemplazaba con insensibilidad, o ira, que era mucho más fácil de controlar, era simple. Dejarte sentir vulnerable. Tantas veces como he tratado de explicar este error a mis hermanos, primos, o amigos, me recibieron con escepticismo.
Tantas veces como los había visto llorando o perdiendo el sueño por alguna puta tonta en un maldito par de tacones que nunca daba una mierda por ellos de todos modos, no podían entenderlo. Las mujeres con ese tipo de angustia no dejaban que te enamores de ellas tan fácilmente. No se inclinaban en tu sofá o te permitían encantarlas en su habitación la primera noche, ni siquiera la décima.
Mis teorías fueron ignoradas porque esa no era la manera en que las cosas sucedían.
Atracción, sexo, enamoramiento, amor y luego la angustia. Ese era el orden lógico. Y siempre había sido así.
Pero no para mí. De. Ninguna. Maldita. Manera.
Decidí hace mucho tiempo que alimentaría a los buitres hasta que una paloma llegara. Una paloma. El tipo de alma que no le impediría nada a nadie, que simplemente camine y se preocupe de sus propios asuntos, tratando de pasar por la vida sin joder al resto de las personas con sus propias necesidades y hábitos egoístas. Valiente. Una comunicadora. Inteligente. Hermosa. De voz suave. Una criatura que fuera camarada con la vida. Inalcanzable hasta que tenga una razón para confiar en ti.
Mientras estaba parado en la puerta de mi apartamento, chasqueé la última parte de las cenizas fuera de mi cigarro, la chica con chaqueta de color rosa y sangre en el Círculo destelló en mi memoria. Sin pensarlo, la llamé Paloma. En el momento, fue un apodo estúpido para ponerla más incómoda de lo que ya estaba.
Su rostro manchado con carmesí, sus ojos muy abiertos. Exteriormente parecía inocente, pero me di cuenta de que era sólo su ropa. La empujé de mi memoria mientras miraba fijamente la sala de estar.
Aldana estaba acostada perezosamente en mi sofá, mirando la televisión. Se veía aburrida y me pregunté por qué seguía en mi apartamento. Por lo general, tomaba su mierda y se iba antes de que la echara.
La puerta se quejó cuando la abrí un poco más. Me aclaré la garganta y recogí mi mochila por las correas. —Aldana. Me voy.
Se incorporó, estiró, y luego se apoderó de la cadena de su bolso excesivamente grande. No podía imaginar que tuviera suficientes pertenencias para llenarlo. Colocó los eslabones de plata por encima de su hombro y luego se deslizó sobre sus tacones, paseándose por la puerta.
—Mándame un mensaje si estás aburrido —dijo sin mirarme. Se puso sus gigantes gafas de sol y luego bajó las escaleras, sin encontrarse afectada por despedirla. Su indiferencia era exactamente la razón por la que Aldana era una de mis pocas viajeras frecuentes. No lloró por el compromiso o tuvo una rabieta.
Tomó nuestro arreglo por lo que era, y luego se fue.