TRILOGIA:LA PRIMER PARTE CONTADA POR PAULA,LA SEGUNDA POR PEDRO Y LA TERCERA EN UN MOMENTO ESPECIFICO DE SUS VIDAS
martes, 8 de abril de 2014
CAPITULO 35
Apreté los dientes.
—Sabes que nunca me escaqueo de una apuesta, Ro.
—Lo que yo decía —insistió ella, retorciendo las manos alrededor del
volante—.Pedro es lo que quieres, y Adrian, lo que crees que te conviene.
—Sé que eso es lo que parece, pero…
—Eso es lo que todo el mundo piensa. Así que, si no te gusta cómo habla la
gente de ti, cambia de forma de actuar. No es culpa de Pedro. Ha dado un giro de
ciento ochenta grados por ti, y tú recoges la recompensa, mientras Adrian disfruta
de los beneficios.
—¡Hace una semana querías que recogiera todas mis cosas y que no dejara
que Pedro volviera a acercárseme nunca más! ¿Y ahora lo defiendes?
—¡Paula! ¡No lo estoy defendiendo, estúpida! Solo me preocupo por tu
bien. ¡Los dos estáis locos el uno por el otro! Y tenéis que tomar alguna decisión al
respecto.
—¿Cómo puede siquiera ocurrírsete que debería estar con él? —me
lamenté—. ¡Se supone que es mejor mantenerse alejada de gente como él!
Apretó los labios, perdiendo claramente la paciencia.
—Tienes que haberte esforzado mucho para distinguirte de tu padre. ¡Esa es
la única razón por la que te estás planteando estar con Adrian! Es completamente
opuesto a Ruben y, sin embargo, crees que Pedro te va a devolver exactamente al
punto del que partías. No es como tu padre, Pau.
—No he dicho que lo fuera, pero me está poniendo en la posición precisa
para que siga sus pasos.
—Pedro no te haría eso. Creo que no valoras lo mucho que significas para
él. Si tan solo le dijeras…
—No. No lo dejamos todo atrás para que todo el mundo me mire aquí como
lo hacían en Wichita. Centrémonos en el problema que nos apremia. Valen te está
esperando.
—No quiero hablar de Valen—dijo ella, reduciendo la velocidad para
detenerse en un semáforo.
—Está hecho polvo, Ro. Te quiere.
Se le llenaron los ojos de lágrimas y le tembló el labio inferior.
—Me da igual.
—Eso no es cierto.
—Lo sé —gimoteó ella, apoyándose en mi hombro. Lloró hasta que cambió
la luz del semáforo y, entonces, le di un beso en la frente.
—Está verde.
Ella se enderezó y se secó la nariz.
—He sido bastante borde antes con él. No creo que ahora quiera hablar
conmigo.
—Claro que sí. Sabía que estabas enfadada.
Rosario se limpió la cara y dio media vuelta. Me preocupaba que me
costara mucho esfuerzo conseguir que entrara conmigo, pero Valentin se lanzó
escaleras abajo antes de que ella apagara el motor.
Abrió de un golpe la puerta del coche y tiró de ella para sacarla de él.
—Lo siento mucho, nena. Debería haberme metido en mis propios asuntos.
Por favor…, por favor, no te vayas. No sé qué haría sin ti.
Rosario le cogió la cara entre las manos y sonrió.
—Eres un tonto arrogante, pero aun así te quiero.
Valen la cubrió de besos, como si no la hubiera visto en meses, y yo sonreí
admirando un buen trabajo. Pedro estaba de pie en el umbral de la puerta; sonreía
mientras yo me abría paso dentro del apartamento.
—Y vivieron felices para siempre —dijo Pedro, cerrando la puerta detrás de
mí.
Me derrumbé en el sofá, y él se sentó a mi lado y puso mis piernas sobre su
regazo.
—¿Qué quieres hacer hoy, Paloma?
—Dormir. O descansar… o dormir.
—¿Puedo darte tu regalo primero?
Le di un empujón en el hombro.
—¿Qué dices? ¿Me has comprado un regalo?
Su boca dibujó una sonrisa nerviosa.
—No es una pulsera de diamantes, pero pensé que te gustaría.
—Me encantará, ya lo sé.
Me levantó las piernas y desapareció en el dormitorio de Valentin. Enarqué
una ceja, le oí murmurar y después apareció con una caja. Se sentó en el suelo a
mis pies, en cuclillas detrás de la caja.
—Date prisa. Quiero que te sorprendas —dijo sonriendo.
—¿Que me dé prisa? —pregunté, al tiempo que levantaba la tapa.
Me quedé boquiabierta cuando un par de grandes ojos negros se quedaron
mirándome.
—¿Un cachorro? —grité, metiendo las manos en la caja.
Levanté al cachorrito oscuro de pelo rizado a la altura de la cara y me cubrió
la boca de besos cálidos y húmedos.
La cara de Pedro se iluminó, triunfal.
—¿Te gusta?
—¿Que si me gusta? ¡Me encanta! ¡Me has comprado un cachorro!
—Es un Bulldog Frances. Tuve que conducir tres horas para recogerlo el jueves
después de clase.
—Así que cuando dijiste que te ibas con Valentin a llevar su coche al taller…
—Fuimos a por tu regalo —asintió él.
—No para de moverse —dije riéndome.
—Toda chica de Kansas necesita un Moro —dijo Pedro, ayudándome a
sujetar la bolita de pelos en mi regazo.
—¡Sí que se parece a Moro! Así lo llamaré —dije, frunciendo la nariz delante
del cachorrito inquieto.
—Puedes dejarlo aquí. Yo cuidaré de él por ti cuando tú vuelvas a Morgan
—su boca se abrió en una media sonrisa—, y así estaré seguro de que vendrás de
visita cuando se acabe el mes.
Apreté los labios.
—Habría vuelto de todos modos,Pepe.
—Haría cualquier cosa por esa sonrisa que estás poniendo ahora mismo.
—Creo que necesitas una siestecita, Moro. Sí, sí, ya lo creo —dije arrullando
al cachorro.
Pedro asintió, me cogió en su regazo y entonces se levantó.
—Pues vamos allá.
Me llevó a su dormitorio, retiró las sábanas y me dejó sobre el colchón.
Pasando por encima de mí, alargó el brazo para correr las cortinas, y después se
dejó caer en su almohada.
—Gracias por quedarte conmigo ayer por la noche —dije, mientras
acariciaba el suave pelo de Moro—. No tendrías que haber dormido en el suelo del
cuarto de baño.
—La de ayer fue una de las mejores noches de mi vida.
Me volví para ver la expresión de su cara. Cuando vi su gesto serio, le lancé
una mirada de duda.
—¿Dormir entre el lavabo y la bañera en un suelo frío de baldosas con una
idiota que no dejaba de vomitar ha sido una de tus mejores noches? Eso es triste,
Pepe.
—No, fue una de las mejores noches porque me senté a tu lado cuando te
encontrabas mal y porque te quedaste dormida en mi regazo. No fue cómodo. No
dormí una mierda, pero empecé tu decimonoveno cumpleaños contigo, y la
verdad es que eres bastante dulce cuando te emborrachas.
—Claro, seguro que entre náusea y náusea estaba encantadora.
Me acercó hacia él y le dio unas palmaditas a Moro, que estaba acurrucado
junto a mi cuello.
—Eres la única mujer que sigue increíble con la cabeza metida en el lavabo.
Eso es decir mucho.
—Gracias, Pepe. Procuraré que no tengas que volver a hacer de canguro.
Se apoyó sobre su almohada.
—Lo que tú digas. Nadie puede sujetarte el pelo como yo.
Me reí y cerré los ojos, hundiéndome en la oscuridad.
—¡Despierta, Pau! —gritó Rosario, mientras me sacudía.
Moro me lamió la cara.
—¡Estoy despierta! ¡Estoy despierta!
—¡Tenemos clase dentro de media hora!
Salí de la cama de un salto.
—He estado durmiendo durante… ¿catorce horas? ¿Qué demonios ha
pasado?
—¡Métete ya en la ducha! Si no estás lista en diez minutos, me largaré
dejándote aquí.
—¡No tengo tiempo de darme una ducha! —dije, mientras me cambiaba la
ropa con la que me había quedado dormida.
Pedro apoyó la cabeza en la mano y se rio.
—Chicas, sois ridículas. Llegar tarde a una clase no es el fin del mundo.
—Lo es para Rosario. No falta a clase y odia llegar tarde —dije, mientras
metía la cabeza por la camiseta y me ponía los tejanos.
—Deja que Ro se adelante. Yo te llevo.
Salté sobre un pie y luego sobre el otro.
—Mi bolso está en su coche, Pepe.
—Como quieras —dijo encogiéndose de hombros—, pero no te hagas daño
de camino a clase.
Levantó a Moro, sosteniéndolo con un brazo como una pelota pequeña de
fútbol americano, y se lo llevó por el pasillo.
Rosario me metió a toda prisa en el coche.
—No puedo creer que te comprara un cachorro —dijo ella, mirando hacia
atrás, mientras sacaba el coche de donde lo tenía aparcado.
Pedro estaba de pie bajo el sol de la mañana, en calzoncillos y descalzo,
rodeándose con los brazos por el frío. Observaba cómo Moro olisqueaba un pedacito
de hierba y lo guiaba como un padre orgulloso.
—Nunca he tenido perro —dije—. Será una experiencia interesante.
Rosario miró a Pedro antes de cambiar la marcha del Honda.
—Míralo —dijo ella, meneando la cabeza—: Pedro Alfonso, el señor Mamá.
—Moro es adorable. Incluso tú acabarás rendida a sus patitas.
—Sabes que no te lo puedes llevar a la residencia, ¿no? Me temo que Pedro
no pensó en ese detalle.
—Pedro dijo que se lo quedaría en su apartamento.
Ella arqueó una ceja.
—Por supuesto, Pedro lo tiene todo pensado. Eso se lo concedo —dijo ella,
sacudiendo la cabeza, mientras aceleraba.
Resoplé, deslizándome en mi asiento con un minuto de tiempo. Una vez que
mi sistema hubo absorbido la adrenalina, la pesadez de mi coma poscumpleaños se
adueñó de todo mi cuerpo. Rosario me dio un codazo cuando la clase acabó, y la
seguí a la cafetería.
Valentin se reunió con nosotras en la puerta; inmediatamente me di cuenta
de que algo no iba bien.
—Ro—dijo Valentin, cogiéndola del brazo.
Pedro corrió hasta donde estábamos nosotros y se llevó las manos a las
caderas, resoplando hasta que recuperó el aliento.
—¿Acaso te persigue una turba de mujeres enfadadas? —dije para picarle.
Él negó con la cabeza.
—Intentaba pillaros… antes de que… entrarais —dijo él, jadeando.
—¿Qué pasa? —preguntó Rosario a Valentin.
—Hay un rumor —empezó a decir Valentin—. Todo el mundo dice que
Pedro se llevó a Pau a casa y…, bueno, los detalles varían, pero en general la
situación es bastante mala.
—¿Qué? ¿Lo dices en serio? —exclamé.
Rosario puso los ojos en blanco.
—¿A quién le importa, Pau? La gente lleva especulando sobre Pedro y tú
desde hace semanas. No es la primera vez que alguien os acusa de acostaros.
Pedro y Valentin se miraron.
—¿Qué? —dije—. Hay algo más, ¿no?
Valentin torció el gesto.
—Dicen que te acostaste con Adrian en casa de Benjamin, y que luego dejaste
que Pedro… te llevara a casa…, ya me entiendes.
Me quedé boquiabierta.
—¡Genial! Entonces, ¿ahora soy la puta de la universidad?
La mirada de Pedro se oscureció y sus mandíbulas se tensaron.
—Todo esto es culpa mía. Si se tratara de otra persona, no dirían esas cosas
de ti.
Entró en la cafetería, con los puños cerrados a ambos lados del cuerpo.
Rosario y Valentin entraron tras él.
—Esperemos que nadie sea tan estúpido como para mencionarle el asunto a
Pedro.
—O a Pau —añadió Valentin.
Pedro se acomodó a unos cuantos asientos de mí y se quedó meditando
sobre su sándwich. Esperaba que me mirara para ofrecerle una sonrisa
reconfortante. Pedro tenía una reputación, pero yo había dejado que Adrian me
llevara al pasillo.
CAPITULO 34
CUANDO conseguí abrir los ojos, vi que mi almohada estaba hecha de tela
tejana y piernas. Pedro estaba sentado con la espalda contra la bañera, como si
hubiera perdido el conocimiento. Parecía tan hecho polvo como me sentía yo.
Aparté la sábana y me levanté; cuando vi el horrible reflejo que me devolvía el
espejo sobre el lavabo, ahogué un grito.
Tenía un aspecto aterrador.
Se me había corrido el rímel, tenía manchas de lágrimas negras en las
mejillas, la boca embadurnada de restos de pintalabios y dos marañas de pelo a
cada lado de la cabeza.
Pedro estaba rodeado de sábanas, toallas y mantas. Había improvisado un
jergón mullido donde dormir mientras yo vomitaba los quince chupitos de tequila
que había consumido la noche anterior. Pedro había estado sujetándome el pelo y
se había quedado conmigo toda la noche.
Abrí el grifo y puse la mano debajo hasta que el agua alcanzó la
temperatura que quería. Mientras me frotaba la cara, oí un quejido que provenía
del suelo.Pedro se movió, se frotó los ojos y se estiró; entonces, miró a su lado y se
incorporó asustado.
—Estoy aquí —dije—. ¿Por qué no te vas a la cama y duermes un poco?
—¿Estás bien? —preguntó, frotándose los ojos una vez más.
—Sí, bien. Bueno, todo lo bien que puedo estar. Me sentiré mejor después de
darme una ducha.
Se levantó.
—Solo para que lo sepas, ayer por la noche me arrebataste mi título de
locura. No sé cómo te las apañaste, pero no quiero que lo hagas otra vez.
—Bueno, digamos que crecí en ese ambiente, Pepe. No tiene gran
importancia.
Me cogió la barbilla entre las manos y me limpió los restos de rímel de
debajo de los ojos con sus pulgares.
—Para mí sí que la tuvo.
—Está bien. No volveré a hacerlo, ¿contento?
—Sí, pero tengo que decirte una cosa, siempre y cuando prometas no
alucinar.
—Ay, Dios, ¿qué hice?
—Nada, pero tienes que llamar a Rosario.
—¿Dónde está?
—En Morgan. Discutió con Valen ayer por la noche.
Me duché a toda prisa y me puse la ropa que Pedro me había dejado en el
lavabo. Cuando salí del baño, Valentin y Pedro estaban sentados en el salón.
—¿Qué le has hecho? —pregunté.
A Valentin se le cayó el alma a los pies.
—Está muy cabreada conmigo.
—¿Qué pasó?
—Me enfadé con ella por animarte a beber tanto. Pensaba que acabaríamos
teniendo que llevarte al hospital. Una cosa llevó a la otra, y lo siguiente que sé es
que estábamos gritándonos. Íbamos borrachos los dos, Pau. Dije algunas cosas
que no puedo retirar. —Sacudió la cabeza, sin levantar la mirada del suelo.
—¿Como qué? —pregunté, enfadada.
—Le llamé unas cuantas cosas de las que no me enorgullezco y después le
dije que se fuera.
—¿Dejaste que se marchara borracha? ¿Qué clase de idiota eres? —dije,
mientras cogía mi bolso.
—Cálmate, Paloma. Ya se siente lo suficientemente mal —rogó Pedro.
Encontré por fin el teléfono en mi bolso y marqué el número de Rosario.
—¿Diga? —Su voz sonaba fatal.
—Acabo de enterarme. —Suspiré—. ¿Estás bien?
Caminé pasillo abajo para tener un poco más de privacidad, y solo me volví
una vez para lanzar una mirada asesina a Valentin.
—Estoy bien, pero es un gilipollas. —Sus palabras eran duras, pero notaba
el dolor en su voz. Rosario dominaba el arte de esconder sus emociones, y podría
habérselas escondido a cualquiera menos a mí.
—Siento no haberme ido contigo.
—Estabas fuera de combate, Pau —observó displicente.
—¿Por qué no vienes a recogerme? Así hablamos.
Oí su respiración al otro lado del teléfono.
—No sé. No me apetece nada verlo.
—Entonces le diré que se quede dentro.
Después de una larga pausa, oí el tintineo de unas llaves de fondo.
—Muy bien. Estaré allí dentro de un minuto.
Entré en el comedor y me eché el bolso al hombro. Los dos chicos me
miraron abrir la puerta y esperar a Rosario, y Valentin me miraba de soslayo desde
el sofá.
—¿Va a venir?
—No quiere verte, Valen. Le dije que te quedarías dentro.
Él soltó un suspiro y se dejó caer en el cojín.
—Me odia.
—Hablaré con ella. Será mejor que empieces a pensar en una disculpa
genial.
Diez minutos después, tocaron dos veces el claxon de un coche y cerré la
puerta detrás de mí. Cuando llegué al final de las escaleras, Valentin salió corriendo
tras de mí hacia el Honda rojo de Rosario y se encorvó para verla a través de la
ventanilla. Me detuve en seco y me quedé viendo cómo Rosario lo despreciaba,
manteniendo en todo momento la mirada fija en el centro. Bajó la ventanilla;
Valentin parecía estar dándole explicaciones y después empezaron a discutir. Volví
al interior para darles algo de privacidad.
—¿Paloma? —dijo Pedro, corriendo escaleras abajo.
—No tiene buena pinta.
—Deja que aclaren las cosas. Entra —pidió entrelazando sus dedos con los
míos y llevándome escaleras arriba.
—¿Tan grave fue la discusión? —pregunté.
Él asintió.
—Sí, bastante. Aunque justo ahora están saliendo de su fase de luna de miel,
así que lo solucionarán.
—Teniendo en cuenta que nunca has tenido una novia, pareces saber
bastante sobre relaciones.
—Tengo cuatro hermanos y un montón de amigos —dijo riéndose para sí.
Valentin irrumpió en tromba en el apartamento y cerró la puerta detrás de
él.
—¡Esa tía es imposible, joder!
Besé a Pedro en la mejilla.
—Aquí entro yo.
—Buena suerte —dijo Pedro.
Me senté junto a Pedro, que resopló.
—Ese tío es imposible, joder.
Se me escapó una risita, pero ella me fulminó con la mirada.
—Lo siento —dije, forzándome a dejar de sonreír.
Salimos a dar un paseo en coche y Rosario gritó, lloró y volvió a gritar un
poco más.
A veces, empezaba a despotricar como si hablara directamente con Valentin,
como si estuviera sentado en mi sitio. Yo permanecía en silencio, dejando que
Rosario se desahogara como solo Rosario sabía hacer.
—¡Me llamó irresponsable! ¡A mí! ¡Como si no te conociera! Como si no te
hubiera visto sacarle a tu padre cientos de dólares bebiendo el doble de lo que
bebiste ayer. ¡Habla sin tener ni puñetera idea! ¡No sabe cómo era tu vida! ¡No sabe
lo que yo sé, y actúa como si fuera su hija en lugar de su novia! —Puse mi mano
sobre la suya, pero la apartó—. Pensó que tú eras el motivo por el que lo nuestro
no funcionaría, y entonces acabó fastidiándolo todo él solito. Y hablando de ti,
¿qué demonios pasó ayer con Adrian?
El repentino cambio de tema me cogió por sorpresa.
—¿A qué te refieres?
—Pedro te organizó esa fiesta, Pau, y tú vas y te enrollas con Adrian. ¡Y te
extrañas de ser la comidilla de todo el mundo!
—¡No te embales! Le dije a Adrian que no debíamos hacer eso. ¿Y qué
importa si Pedro me organizó o no la fiesta? ¡No estoy con él!
Rosario no apartaba la mirada del frente y resopló por la nariz.
—Está bien, Ro. Dime qué pasa. ¿Ahora estás enfadada conmigo?
—No, no estoy enfadada contigo. Simplemente, no me gusta andar con
idiotas redomados.
Sacudí la cabeza, y después miré por la ventanilla antes de decir algo de lo
que me arrepentiría. Rosario siempre había sabido cómo hacerme sentir como una
auténtica mierda.
—Pero ¿te das cuenta de lo que está pasando? —me preguntó—. Pedro ha
dejado de pelear. No sale sin ti. No ha llevado a casa a ninguna chica desde
aquellas barbies gemelas, todavía no se ha cargado a Adrian, y a ti te preocupa que
la gente diga que estás jugando a dos bandas. ¿Sabes por qué lo dice la gente,
Pau? ¡Porque es la verdad!
Me volví lentamente hacia ella, intentando lanzarle la mirada más asesina
que pude.
—¿Qué demonios te pasa?
—Si ahora sales con Adrian, y estás tan feliz —dijo en un tono de burla—,
¿por qué no estás en Morgan?
—Porque perdí la apuesta, ¡ya lo sabes!
—¡Venga ya, Pau! No dejas de hablar de lo perfecto que es Adrian, y tienes
esas citas alucinantes con él y os pasáis el tiempo charlando por teléfono, pero
después te vas a dormir con Pedro cada noche. ¿No ves el problema de esta
situación? Si realmente te gustara Adrian, tus cosas estarían en Morgan ahora
mismo.
CAPITULO 33
Otra canción lenta sonó en el equipo de música, y Adrian me condujo a la
improvisada pista de baile. No tardé mucho en darme cuenta de por qué no
bailaba.
—Lo siento —dijo él, después de pisarme los dedos de los pies por tercera
vez.
Apoyé la cabeza en su hombro.
—Lo estás haciendo bien —mentí.
Apretó los labios contra mi sien.
—¿Qué haces el lunes por la noche?
—¿Cenar contigo?
—Sí. En mi apartamento nuevo.
—¡Has encontrado uno!
Se rio y asintió.
—Pero habrá que pedir algo, lo que cocino no es exactamente comestible.
—Me lo comería de todas formas —dije, sonriéndole.
Adrian echó una mirada a la habitación y me condujo al vestíbulo.
Con delicadeza, me apoyó contra la pared y me besó con sus suaves labios.
Sus manos estaban por todas partes. Al principio, me dejé llevar, pero, después de
que su lengua se adentrara entre mis labios, me invadió el nítido sentimiento de
que estaba haciendo algo mal.
—Ya vale, Adrian —dije, desembarazándome de él.
—¿Pasa algo?
—Simplemente me parece que es de mala educación enrollarme contigo en
una esquina oscura mientras mis invitados están ahí fuera.
Sonrió y me besó de nuevo.
—Tienes razón. Lo siento. Solo quería darte un beso de cumpleaños
memorable antes de irme.
—¿Ya te vas? —Me tocó la mejilla.
—Tengo que levantarme dentro de cuatro horas, Paupy.
Apreté los labios.
—Está bien. ¿Nos vemos el lunes?
—Nos vemos el lunes. Me pasaré a verte cuando vuelva.
Me llevó a la puerta y me dio un beso en la mejilla antes de irse. Me di
cuenta de que Valentin,Rosario y Pedro no me quitaban el ojo de encima.
—¡Papi se ha largado! —gritó Pedro cuando la puerta se cerró—. ¡Hora de
empezar la fiesta!
Todo el mundo coreó sus palabras, y Pedro me llevó al centro del piso.
—Un momento… Tengo un horario que cumplir —dije, llevándolo de la
mano hasta la encimera. Engullí otro chupito y me reí cuando Pedro cogió uno del
final y lo chupó. Cogí otro, me lo tragué y él hizo lo mismo.
—Siete más, Pau —dijo Benjamin, mientras me entregaba otros dos billetes de
veinte dólares.
Me sequé la boca mientras Pedro tiraba de mí de nuevo hacia el salón. Bailé
con Rosario, después con Valentin, pero cuando Daniel Jenks, del equipo de fútbol,
intentó bailar conmigo, Pedro lo apartó tirándole de la camiseta y le dijo que no
con la cabeza. Daniel se encogió de hombros, se dio la vuelta y se puso a bailar con
la primera chica que vio.
El décimo chupito me pegó duro, y me sentí algo mareada cuando me puse
de pie sobre el sofá de Benjamin con Rosario, mientras bailábamos como torpes
estudiantes de primaria. Nos reíamos por nada y agitábamos los brazos al ritmo de
la música.
Me tambaleé y estuve a punto de caerme del sofá hacia atrás, pero las
manos de Pedro aparecieron instantáneamente en mis caderas para sostenerme.
—Ya has dejado claro lo que querías demostrar —dijo él—. Has bebido más
que cualquier otra chica que hayamos visto. No voy a dejar que sigas con esto.
—Por supuesto que sí —dije arrastrando las palabras—. Me esperan
seiscientos pavos en el fondo de ese vaso de chupito, y tú eres el último autorizado
para decirme que no puedo hacer nada por dinero.
—Si vas corta de dinero, Paloma…
—No voy a aceptar ningún préstamo tuyo —dije con desdén.
—Iba a sugerir que empeñaras esa pulsera —dijo sonriendo.
Le di un golpe en el brazo justo cuando Rosario empezó la cuenta atrás
para la medianoche.
Cuando las manecillas del reloj se superpusieron en las doce, todos lo
celebramos.
Tenía diecinueve años.
Rosario y Valentin me besaron en ambas mejillas, y entonces Pedro me
levantó del suelo y empezó a darme vueltas.
—Feliz cumpleaños, Paloma —dijo con una expresión amable.
Me quedé mirando fijamente sus cálidos ojos marrones durante un
momento, sintiendo que me perdía en ellos. La habitación se quedó congelada en
el tiempo, mientras nos mirábamos el uno al otro, tan cerca que podía sentir su
aliento en mi piel.
—¡Chupitos! —dije, tambaleándome hasta el mostrador.
—Estás hecha polvo, Pau. Me parece que ha llegado el momento de dar
por acabada la noche —dijo Benjamin.
—No soy una rajada —dije—. Y quiero ver mi dinero.
Benjamin puso un billete de veinte bajo los últimos dos vasos, y después gritó a
sus compañeros de equipo.
—¡Se los va a beber! ¡Necesito quince!
Todos gruñeron y pusieron los ojos en blanco mientras sacaban sus carteras
para formar un montón de billetes de veinte detrás del último vaso de chupitos.
Pedro había vaciado los otros cuatro que había junto al decimoquinto.
—Nunca habría pensado que podría perder cincuenta pavos en la apuesta
de los quince chupitos con una chica —se quejó Daniel.
—Pues empieza a creértelo, Jenks —dije, con un vasito en cada mano.
Apuré ambos vasos y esperé a que el vómito que me subía por la garganta
se asentara.
—¿Paloma? —preguntó Pedro, dando un paso hacia mí.
Levanté un dedo y Benjamin sonrió.
—Va a perder —dijo él.
—No, de eso nada. —Rosario negó con la cabeza—. Respira hondo, Pau.
Cerré los ojos y respiré hondo, mientras cogía el último chupito.
—¡Por Dios santo, Pau! ¡Vas a morir de intoxicación etílica! —gritó
Valentin.
—Lo tiene bajo control —le aseguró Rosario.
Eché la cabeza hacia atrás y dejé que el tequila corriera garganta abajo. Tenía
los dientes y los labios adormecidos desde el octavo chupito, y había dejado de
notar la fuerza de los ochenta grados desde entonces. Toda la fiesta irrumpió en
silbidos y gritos, mientras Benjamin me entregaba el fajo de billetes.
—Gracias —dije con orgullo, metiéndome el dinero en el sujetador.
—Estás increíblemente sexi ahora —me dijo Pedro al oído mientras
caminábamos hacia el salón.
Bailamos hasta el amanecer, y el tequila que me corría por las venas hizo
que me olvidara de todo.
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