domingo, 30 de marzo de 2014

CAPITULO 6



CARAS familiares ocupaban los asientos de nuestra mesa favorita para
comer. Junto a mí se sentaban Rosario, a un lado, y Jero, al otro, y los restantes
sitios fueron ocupados por Valentin y sus hermanos de Sigma Tau. Resultaba difícil
oír nada con el estruendo sordo que reinaba en la cafetería; además, el aire
acondicionado parecía estropeado de nuevo. El ambiente estaba cargado por el
olor a fritos y sudor, pero por alguna razón todo el mundo parecía tener más
energía de la normal.
—Hola, Benja—dijo Valentin, saludando al hombre que estaba sentado
delante de mí. Su piel color aceituna y sus ojos chocolate contrastaban con la gorra
blanca del equipo de fútbol de Eastern que llevaba calada en la frente—. Te eché de
menos después del partido del sábado. Me bebí una o seis cervezas por ti —dijo
con una sonrisa amplia y blanca.
—Te agradezco el gesto. Llevé a Ro a cenar fuera —dijo inclinándose para
besar a Rosario en el nacimiento de su larga melena rubia.
—Estás sentado en mi silla, Benjamin.
Benjamin se dio la vuelta y vio a Pedro de pie detrás de él, y entonces me miró,
sorprendido.
—Oh, ¿es una de tus chicas, Pepe?
—Desde luego que no —dije, negando con la cabeza.
Benjamin miró a Pedro, que lo observaba fijamente con expectación. Benjamin se
encogió de hombros y se llevó la bandeja al extremo de la mesa.
Pedro me sonrió cuando se acomodó en el asiento.
—¿Qué hay, Paloma?
—¿Qué es eso? —pregunté, incapaz de apartar la mirada de su bandeja. La
misteriosa comida de su bandeja parecía hecha de cera.
Pedro se rio y tomó un sorbo de su vaso de agua.
—Las señoras de la cafetería me dan miedo. No estoy por la labor de criticar
sus habilidades culinarias.
No me pasaron desapercibidas las miradas inquisitivas de las demás
personas sentadas a la mesa. El comportamiento de Pedro les picaba la curiosidad,
y yo me contuve para no sonreír por ser la única chica junto a la que insistía en
sentarse.
—Uf…, después de comer tenemos el examen de Biología —gruñó Rosario.
—¿Has estudiado? —pregunté.
—Dios, no. Me pasé la noche intentando convencer a mi novio de que no
ibas a acostarte con Pedro.
Los jugadores de fútbol que estaban sentados al extremo de nuestra mesa
detuvieron sus risas detestables para escuchar mejor, de manera que llamaron la
atención de los demás estudiantes. Miré a Rosario, pero parecía ajena a toda
responsabilidad y dio un toquecito a Valentin con el hombro.
—Dios, Valen. Sí que lo llevas mal, ¿no? —preguntó Pedro, lanzando un
sobrecito de ketchup a su primo.
Valentin no respondió, pero yo sonreí a Pedro, encantada por la diversión.
Rosario le frotó la espalda.
—Ya se le pasará. Simplemente necesita un tiempo para creerse que Pau
podrá resistirse a tus encantos.
—No he intentado «encandilarla» —dijo Pedro, con aire de ofensa—. Es mi
amiga.
Miré a Valentin.
—Te lo dije. No tienes nada de que preocuparte.
Valentin finalmente me miró a los ojos y, al ver mi expresión de sinceridad,
se le iluminó un poco la mirada.
—¿Y tú? ¿Has estudiado? —me preguntó Pedro.
Fruncí el ceño.
—Por mucho tiempo que dedique a estudiar, estoy perdida con la Biología.
Simplemente parece que no me entra en la cabeza.
Pedro se levantó.
—Vamos.
—¿Qué?
—Vamos a por tus apuntes. Te ayudaré a estudiar.
—Pedro…
—Levanta el culo, Paloma. Vas a clavar ese examen.
Al pasar tiré a Rosario de una de sus largas trenzas pajizas.
—Nos vemos en clase, Ro.
Sonrió.
—Te guardaré un asiento. Voy a necesitar toda la ayuda que pueda
conseguir.
Pedro me siguió a mi habitación, y yo saqué mi guía de estudio, mientras él
abría mi libro. Me interrogó implacablemente y después me aclaró unas cuantas
cosas que no entendía. Tal y como él se explicaba, los conceptos pasaron de
confusos a obvios.
—… y las células somáticas se reproducen mediante la mitosis. Y ahí vienen
las fases. Suenan de forma parecida a un nombre de mujer: Prometa Anatelo.
Me reí.
—¿Prometa Anatelo?
—Profase, Metafase, Anafase y Telofase.
—Prometa Anatelo —repetí asintiendo.
Me golpeó en la coronilla con los papeles.
—Lo tienes controlado. Te sabes esta guía de estudio de arriba abajo.
Suspiré.
—Bueno…, ya veremos.
—Te acompaño a clase y así te pregunto de camino.
Cerré la puerta detrás de nosotros.
—No te enfadarás si cateo este examen, ¿no?
—No vas a catearlo, Paloma. Aunque la próxima vez deberíamos empezar
antes —dijo él, mientras caminaba a mi lado hacia el edificio de ciencias.
—¿Cómo piensas compaginar ser mi tutor con llevar al día tus deberes y
entrenarte para tus peleas?
Pedro se rio.
—No entreno para las peleas. Agustin me llama, me dice dónde es la pelea y
yo voy.
Sacudí la cabeza con incredulidad mientras Pedro sujetaba el papel y se
preparaba para hacerme la primera pregunta. Casi nos dio tiempo a completar una
segunda ronda de la guía de estudio cuando llegué a mi clase.
—Patéales el culo —dijo sonriendo, mientras me entregaba los apuntes,
apoyado en el quicio de la puerta.
—Hola, Pepe. —Me volví y vi a un hombre alto, algo desgarbado, que
sonreía a Pedro mientras iba a la clase.
—¿Qué hay, Adrian? —asintió Pedro.
Los ojos de Adrian se iluminaron un poco cuando me miró y sonrió.
—Hola, Pau.
—Hola —respondí, sorprendida de que supiera mi nombre.
Lo había visto en clase, pero nunca nos habíamos presentado.
Adrian siguió hasta su asiento, bromeando con quienes se sentaron a su
lado.
—¿Quién es ese? —pregunté.
Pedro se encogió de hombros, pero la piel de alrededor de sus ojos parecía
más tensa que antes.
—Es Adrian Hayes, uno de mis hermanos de Sig Tau.
—¿Estás en una hermandad? —pregunté, vacilante.
—En Sigma Tau, la misma que Valen. Pensé que lo sabías —dijo, mirando
por encima de mí a Adrian.
—Bueno…, es que no pareces el tipo de chico que está en una hermandad
—dije, observando los tatuajes en sus antebrazos.
Pedro volvió a centrar su atención en mí y sonrió.
—Mi padre es un antiguo miembro, y todos mis hermanos son Sig Tau. Es
una tradición familiar.
—¿Y esperan que jures fidelidad a la hermandad? —pregunté, escéptica.
—En realidad, no. Son buenos tipos —dijo él, hojeando mis papeles—. Será
mejor que te vayas ya a clase.
—Gracias por ayudarme —dije, dándole un golpecito con el codo.
Llegó Rosario y la seguí hasta nuestros asientos.
—¿Cómo ha ido? —preguntó ella.
Me encogí de hombros.
—Es un buen tutor.
—¿Solo un tutor?
—También es un buen amigo.
Pareció decepcionada, y yo me reí por la expresión de frustración de su cara.
Siempre había sido uno de los sueños de Rosario que saliéramos con dos chicos
que fueran amigos y compañeros de habitación-guion-primos; para ella, era como
si nos tocara el gordo. Quería que compartiéramos habitación cuando decidió venir
conmigo a Eastern, pero yo veté su idea con la esperanza de ampliar un poco mi
horizonte. Cuando dejó de hacer pucheros por mi decisión, focalizó sus esfuerzos
en encontrar a un amigo de Valentin a quien presentarme.

CAPITULO 5





Entré furiosa en el restaurante, aunque mi cabeza todavía no se había
sincronizado con los pies. El aire se llenó de olor a grasa y hierbas aromáticas
cuando lo seguí por la moqueta roja salpicada de migas de pan. Eligió una mesa
con bancos en la esquina, lejos de los grupos de estudiantes y familias, y después
pidió dos cervezas. Eché un vistazo al local: observé a los padres obligar a sus
bulliciosos hijos a comer y esquivé las inquisitivas miradas de los estudiantes de
Eastern.
—Claro, Pedro —dijo la camarera, apuntando nuestras bebidas.
Parecía un poco alterada por su presencia cuando regresó a la cocina.
Repentinamente avergonzada por mi apariencia, me recogí detrás de las orejas los
mechones de pelo que el viento había hecho volar.
—¿Vienes aquí a menudo? —pregunté mordazmente.
Pedro apoyó los codos en la mesa y clavó sus ojos marrones en los míos.
—Y bien, ¿cuál es tu historia, Paloma? ¿Odias a los hombres en general, o
solo a mí?
—Creo que solo a ti —gruñí.
Soltó una carcajada: mi mal humor le divertía.
—No consigo acabar de entenderte. Eres la primera chica a la que le he dado
asco antes de acostarse conmigo. No te aturullas cuando hablas conmigo ni
intentas atraer mi atención.
—No es ningún tipo de treta. Simplemente no me gustas.
—No estarías aquí si no te gustara.
Mi entrecejo se relajó involuntariamente y suspiré.
—No he dicho que seas mala persona. Simplemente no me gusta que
saquen conclusiones de cómo soy por el mero hecho de tener vagina.
Centré mi atención en los granos de sal que había sobre la mesa hasta que oí
que Pedro se atragantaba.
Abrió los ojos como platos y se agitó con carcajadas que parecían aullidos.
—¡Oh, Dios mío! ¡Me estás matando! Ya está. Tenemos que ser amigos. Y no
acepto un no por respuesta.
—No me importa que seamos amigos, pero eso no implica que tengas que
intentar meterte en mis bragas cada cinco segundos.
—No vas a acostarte conmigo. Lo pillo. —Intenté no sonreír, pero fracasé. Se
le iluminó la mirada—. Tienes mi palabra. Ni siquiera pensaré en tus bragas…, a
menos que quieras que lo haga.
Hinqué los codos en la mesa y apoyé mi peso en ellos.
—Y eso no pasará, así que podemos ser amigos.
Una sonrisa traviesa afiló sus rasgos mientras se acercaba un poco más.
—Nunca digas de esta agua no beberé.
—Bueno, ¿y cuál es tu historia? —pregunté—. ¿Siempre has sido Pedro
Perro Loco Alfonso, o te bautizaron así cuando llegaste aquí?
Hice un gesto con dos dedos de cada mano para marcar unas comillas
cuando dije su apodo, y por primera vez su confianza flaqueó. Parecía un poco
avergonzado.
—No. Agustin empezó con eso después de mi primera pelea.
Sus respuestas cortas comenzaban a fastidiarme.
—¿Ya está? ¿No vas a contarme nada más sobre ti?
—¿Qué quieres saber?
—Lo normal. De dónde eres, qué quieres ser cuando seas mayor…, cosas
así.
—He nacido aquí y aquí me he criado. Y estoy especializándome en justicia
criminal.
Con un suspiro, desenvolvió los cubiertos y los puso al lado de su plato.
Miró por encima del hombro, con la mandíbula tensa. A dos mesas de distancia, el
equipo de fútbol de Eastern estalló en carcajadas, y Pedro pareció molestarse por
el objeto de sus risas.
—Estás de broma —dije sin poder creer lo que había dicho.
—No, soy de aquí —dijo él, distraído.
—Me refiero a tu licenciatura. No pareces el tipo de chico que se especializa
en derecho penal.
Juntó las cejas, repentinamente centrado en nuestra conversación.
—¿Por qué?
Repasé los tatuajes que le cubrían el brazo.
—Diré simplemente que no te pega lo de derecho penal.
—No me meto en problemas… la mayor parte del tiempo. Papá era bastante
estricto.
—¿Y tu madre?
—Murió cuando yo era niño —comentó, con total naturalidad.
—Lo… lo siento —dije, sacudiendo la cabeza.
Su respuesta me pilló desprevenida. Rechazó mi simpatía.
—No la recuerdo. Mis hermanos sí, pero yo solo tenía tres años cuando
murió.
—Cuatro hermanos, ¿eh? ¿Cómo los distinguías?
—Los distinguía según quién golpeaba más fuerte, que resultó coincidir con
el orden de sus edades. Pablo, los gemelos… Manuel y Nahuel, y después, Marcos.
Es mejor que nunca te quedes a solas en una habitación con Manuel y Nahuel. Aprendí
de ellos la mitad de lo que hago en el Círculo. Marcos era el más pequeño, pero
también el más rápido. Ahora es el único que podría darme un puñetazo.
Sacudí la cabeza, aturdida por la idea de cinco a Pedros correteando por una
sola casa.
—¿Y todos llevan tatuajes?
—Sí, menos Pablo. Trabaja como ejecutivo en California.
—¿Y tu padre? ¿Dónde está?
—Anda por aquí —dijo él.
Volvía a apretar las mandíbulas, cada vez más irritado con el equipo de
fútbol.
—¿De qué se ríen? —le pregunté, señalando la ruidosa mesa. Sacudió la
cabeza. Era evidente que no quería compartirlo. Me crucé de brazos, sin saber
cómo estar en mi asiento, nerviosa por lo que estarían diciendo que tanto le
molestaba—. Dímelo.
—Se están riendo de que te haya traído a comer, primero. No suele ser… mi
rollo.
—¿Primero? —Cuando caí en la cuenta de a qué se refería, Pedro se rio de
mi expresión. Entonces, hablé sin pensar—. Yo, que temía que se estuvieran riendo
de que te vieran con alguien vestido así…, y resulta que piensan que me voy a
acostar contigo —farfullé.
—¿Por qué no iban a tener que verme contigo?
—¿De qué estábamos hablando? —pregunté, intentando ocultar el calor que
sentía en las mejillas.
—De ti. ¿En qué te vas a especializar? —preguntó él.
—Oh, eh…, por ahora estoy con las asignaturas comunes. Todavía no me he
decidido, pero me inclino hacia la Contabilidad.
—Pero no eres de aquí.
—No, soy de Wichita. Igual que Rosario.
—¿Y cómo acabaste aquí si vivías en Kansas?
Tiré de la punta de la etiqueta de mi botella de cerveza.
—Simplemente tuvimos que escaparnos.
—¿De qué?
—De mis padres.
—Ah. ¿Y Rosario? ¿También tiene problemas con sus padres?
—No, Sebastian y Patricia son geniales. Prácticamente me criaron. En cierto modo,
me siguió; no quería que viniera aquí sola.
Pedro asintió.
—Bueno, ¿y por qué Eastern?
—¿A qué viene este tercer grado? —dije.
Las preguntas estaban pasando de lo trivial a lo personal y empezaba a
sentirme incómoda.
Varias sillas se entrechocaron cuando el equipo de fútbol dejó sus asientos.
Soltaron un último chiste antes de empezar a caminar hacia la puerta. Cuando
Pedro se levantó, rápidamente apretaron el paso. Los que estaban al final del
grupo empujaron a los de delante para escapar antes de que Pedro cruzara el local.
Volvió a sentarse, obligándose a dejar de lado la frustración y el enfado.
Levanté una ceja.
—Ibas a decirme por qué elegiste Eastern —me apremió.
—Es difícil de explicar —respondí, encogiéndome de hombros—. Supongo
que me pareció una buena opción.
Sonrió al abrir el menú.
—Sé a qué te refieres.

CAPITULO 4


Estéticamente, su apartamento era más agradable que el típico piso de
solteros. En las paredes estaban colgados los predecibles pósteres de mujeres
medio desnudas y letreros de calles robados, pero estaba limpio, los muebles eran
nuevos y no olía ni a cerveza putrefacta ni a ropa sucia.
—Ya iba siendo hora de que aparecieras —dijo Pedro, mientras se dejaba
caer en el sofá.
Sonreí, me subí las gafas sobre la nariz y esperé a que él se burlara de mi
aspecto.
—Rosario tenía que acabar un trabajo.
—Hablando de trabajos, ¿has empezado ya el de Historia? —Mi pelo
enmarañado ni siquiera le hizo pestañear, y fruncí el ceño por su reacción.
—¿Tú sí?
—Lo he acabado esta tarde.
—No hay que entregarlo hasta el miércoles que viene —dije, sorprendida.
—Pues yo acabo de rematarlo. ¿Qué dificultad hay en un ensayo de dos
páginas sobre Grant?
—Supongo que yo lo dejo todo para el último momento —admití,
encogiéndome de hombros. Probablemente no lo empiece hasta el fin de semana.
—Bueno, si necesitas ayuda, no tienes más que decírmelo.
Esperé a que se riera o diera alguna señal de que estaba bromeando, pero lo
decía con sinceridad.
Levanté una ceja.
—¿Tú vas a ayudarme con ese artículo?
—Tengo un sobresaliente en esa asignatura —dijo él, un poco ofendido por
mi incredulidad.
—Tiene sobresalientes en todas sus asignaturas. Es un puñetero genio. Lo
odio —dijo Valentin, mientras conducía a Rosario al salón de la mano.
Observé a Pedro con una expresión de duda y levantó las cejas.
—¿Qué? ¿Acaso crees que un tío cubierto de tatuajes y que pega puñetazos
para ganarse la vida no puede sacar buenas notas? No estoy en la universidad
porque no tenga nada mejor que hacer.
—Entonces, ¿por qué tienes que pelear? ¿Por qué no intentaste pedir una
beca? —pregunté.
—Lo hice, y me concedieron la mitad de la matrícula, pero hay libros, gastos
diarios y tengo que pagar la otra mitad en algún momento. Lo digo en serio,
Paloma. Si necesitas ayuda con algo, no tienes más que pedírmelo.
—No necesito que me ayudes. Sé escribir un ensayo.
Quería dejarlo así. Debería haberlo hecho, pero aquella nueva faceta suya
que se había revelado me picaba la curiosidad.
—¿Y no puedes encontrar otro modo de ganarte la vida? Menos, no sé,
¿sádico?
Pedro se encogió de hombros.
—Es una forma fácil de ganarse la vida. No puedo ganar tanto dinero en el
centro comercial.
—No diría que encajar golpes en la cara sea fácil.
—¿Cómo? ¿Te preocupas por mí? —preguntó, parpadeando por la sorpresa.
Torcí el gesto y él se rio.
—No me alcanzan muy a menudo. Si intentan pegarme, me muevo. No es
tan difícil.
Solté una carcajada.
—Actúas como si nadie más hubiera llegado a esa conclusión.
—Cuando doy un puñetazo, lo encajan e intentan responder. Así no se
ganan las peleas.
Puse los ojos en blanco.
—¿Quién eres? ¿Karate Kid? ¿Dónde aprendiste a pelear?
Valentin y Rosario se miraron y agacharon la cabeza. No tardé mucho en
darme cuenta de que había metido la pata.
Pedro no parecía afectado.
—Mi padre tenía problemas con la bebida y mal carácter, y además mis
cuatro hermanos mayores llevaban el gen cabrón.
—¡Oh! —Me ardían las orejas.
—No te avergüences, Paloma. Papá dejó de beber y mis hermanos crecieron.
—No me avergüenzo —dije, mientras jugueteaba con los mechones sueltos
de pelo y decidía arreglármelo y hacerme otro moño, para intentar ignorar el
incómodo silencio.
—Me gusta el estilo natural que llevas hoy. Las chicas no suelen aparecer así
por aquí.
—Me obligaste a venir. Y además no pretendía impresionarte —dije,
molesta porque mi plan hubiera fallado.
Puso su sonrisa de niño pequeño, y aumenté mi enfado en un grado con la
esperanza de disimular mi incomodidad. No sabía cómo se sentían la mayoría de
las chicas con él, pero había visto cómo se comportaban. Yo estaba experimentando
una sensación más cercana a la náusea y a la desorientación que al enamoramiento
tonto, y cuanto más intentaba él hacerme sonreír, más incómoda me sentía yo.
—Ya estoy impresionado. Normalmente no tengo que suplicar a las chicas
que vengan a mi apartamento.
—Claro —dije, torciendo el gesto por el asco.
Era el peor tipo de petulante. No solo era descaradamente consciente de su
atractivo, sino que estaba tan acostumbrado a que las mujeres se le lanzaran al
cuello que mi comportamiento distante le resultaba refrescante en lugar de un
insulto. Tendría que cambiar de estrategia.
Rosario señaló la televisión y la encendió.
—Dan una buena peli esta noche. ¿Alguien quiere descubrir dónde está
Baby Jane?
Pedro se levantó.
—Justo ahora pensaba salir a cenar. ¿Tienes hambre, Paloma?
—Ya he comido —respondí indiferente.
—No, qué va —dijo Rosario antes de darse cuenta de su error—. Oh…,
eh…, es verdad, olvidaba que te has zampado una… ¿pizza? antes de irnos.
Puse una mueca de exasperación ante su deprimente intento de arreglar su
metedura de pata y esperé la reacción de Pedro. Cruzó la habitación y abrió la
puerta.
—Vamos, tienes que estar hambrienta.
—¿Adónde vas?
—Adonde tú quieras. Podemos ir a una pizzería.
Bajé la mirada a mi ropa.
—La verdad es que no voy vestida apropiadamente.
Se detuvo un momento a evaluarme y después se rio.
—Estás bien. Vámonos. Me muero de hambre.
Me levanté y me despedí de Rosario con la mano, adelantando a Pedro
para bajar las escaleras. Me detuve en el aparcamiento, observando con horror
cómo cogía una moto de color negro mate.
—Uf… —solté, encogiendo los dedos de los pies desnudos.
Me lanzó una mirada.
—Venga, sube. Iré despacio.
—¿Qué es eso? —pregunté, leyendo demasiado tarde lo que ponía en el
depósito de combustible.
—Es una Harley Night Rod. Es el amor de mi vida, así que no arañes la
pintura cuando te subas.
—¡Pero si llevo chanclas!
Pedro se quedó mirando como si hablara en algún idioma extranjero.
—Y yo botas, ¡venga, sube!
Se puso las gafas de sol, y el motor rugió cuando le infundió vida. Me subí y
busqué detrás de mí algún sitio al que agarrarme, pero mis dedos se deslizaron
desde el cuero a la tapa de plástico de la luz trasera.
Pedro me cogió de las muñecas y me hizo abrazarlo por la cintura.
—No hay nada a lo que agarrarse, solo yo, Paloma. No te sueltes —dijo al
tiempo que empujaba la moto hacia atrás con los pies.
Con un giro de muñeca, puso rumbo hacia la calle y salió despedido como
un cohete. Los mechones de pelo que llevaba sueltos me golpearon la cara, y me
agaché detrás de Pedro, sabiendo que acabaría con bichos aplastados en las gafas
si miraba por encima de su hombro.
Pisó el acelerador al llegar al camino del restaurante y, en cuanto se detuvo,
no tardé ni un minuto en bajar a la seguridad del cemento.
—¡Estás chiflado!
Pedro se rio mientras apoyaba la moto sobre su soporte antes de desmontar.
—Pero si he respetado el límite de velocidad…
—¡Sí, si hubiéramos ido por una autopista! —dije, mientras me soltaba el
moño para deshacerme los enredones con los dedos.
Pedro observó cómo me retiraba el pelo de la cara y después se encaminó
hacia la puerta y la mantuvo abierta.
—No dejaría que te pasara nada malo, Paloma.