domingo, 20 de abril de 2014

CAPITULO 75



Alcé los ojos hacia él, y me fulminó con la misma mirada de quien se siente traicionado que Ruben tenía la noche en que se dio cuenta de que yo le había robado su suerte.

—Sí, la tenías.

—¿Alguna vez has tratado con la mafia, Pedro? Lo siento si he herido tus sentimientos, pero una comida gratis con un viejo amigo no es un precio alto por salvar la vida de Ruben.

Veía que Pedro quería contraatacar, pero no había nada que pudiera decir.

—Vamos, chicos, tenemos que encontrar a Benny —dijo Rosario, tirándome del brazo.

Pedro y Valentin nos siguieron en silencio mientras bajábamos por el Strip hasta el edificio de Benny. El tráfico en la calle (tanto de coches como de personas) solo empezaba a concentrarse. A cada paso que daba, me embargaba una sensación de angustia y vacío en el estómago, mientras mi mente se apresuraba para encontrar un argumento convincente que hiciera que Benny entrara en razón.

Para cuando llegamos ante la gran puerta verde que tantas veces había visto y llamamos, no se me había ocurrido nada que pudiera utilizar.

No fue ninguna sorpresa ver al enorme portero (negro, de aspecto temible y tan ancho como alto), pero me sorprendió encontrar a Benny de pie a su lado.

—Benny —dije con un suspiro.

—Vaya, vaya…, veo que has dejado de ser el Trece de la Suerte, ¿verdad? Ruben no me ha dicho que te habías convertido en una chica tan guapa. Te esperaba, Cookie. Creo que tienes un dinero que me pertenece.

Asentí y Benny señaló a mis amigos.

Levanté el mentón para fingir confianza.

—Vienen conmigo.

—Me temo que tus acompañantes tendrán que esperar fuera —dijo el portero en un tono anormalmente profundo y bajo.

Pedro inmediatamente me cogió por el brazo.

—No va a ninguna parte sola. Voy con ella.

Benny miró a Pedro y tragué saliva. Cuando Benny levantó la mirada hacia su portero y sonrió, me relajé un poco.

—Me parece bien —dijo Benny—. Ruben estará encantado de saber que traes a un amigo tan leal contigo.

Antes de seguirlo dentro, me volví y vi la mirada de preocupación en la cara de Rosario. Pedro me sujetaba con fuerza por el brazo y se puso, a propósito, entre el portero y yo. Seguimos a Benny hasta el interior de un ascensor, subimos cuatro pisos en silencio y, entonces, las puertas se abrieron.

Había un gran escritorio de caoba en el centro de una amplia habitación.

Benny fue cojeando hasta su lujoso sillón y se sentó, mientras nos hacía un gesto para que ocupáramos los dos asientos vacíos que había delante de su mesa.

Cuando me acomodé, sentí el frío cuero debajo de mí y me pregunté cuántas personas se habrían sentado en esa misma silla momentos antes de su muerte.

Alargué el brazo para coger a Pedro de la mano y él me la estrechó para tranquilizarme.
—Ruben me debe veinticinco mil. Confío en que tengas todo el dinero —dijo Benny, garabateando algo en un bloc.

—De hecho… —Hice una pausa para aclararme la garganta—. Me faltan cinco mil, Benny. Pero tengo todo el día de mañana para conseguirlos. Y cinco mil no son un problema, ¿verdad? Sabes que soy lo bastante buena para conseguirlos.

—Paula—dijo Benny frunciendo el ceño—, me decepcionas. Sabes muy bien cuáles son mis reglas.

—Por… por favor, Pedro. Te pido que aceptes los diecinueve mil. Tendré el resto mañana.

Los ojos redondos y brillantes de Benny se clavaron primero en mí y luego en Pedro, antes de volver de nuevo a mí. Entonces me di cuenta de que dos hombres habían aparecido desde las oscuras esquinas de la habitación. 

Pedro me cogió con más fuerza la mano y yo aguanté la respiración.

—Sabes que solo acepto la cantidad completa. ¿Sabes qué me dice el hecho de que intentes darme algo menos del total? Que no estás segura de poder conseguir toda la cantidad.

Los hombres de las esquinas dieron un paso hacia delante.

—Puedo conseguirte el dinero, Benny —dije, sonriendo nerviosa—. He ganado ochocientos noventa dólares en seis horas.

—Así que me estás diciendo que me entregarás otros ochocientos noventa dentro de seis horas. —Benny sonrió malévolo.

—La fecha límite es mañana a medianoche —dijo Pedro, mirando detrás de nosotros y después observando cómo se acercaban los hombres que habían salido de entre las sombras.

—¿Qué…, qué haces, Benny? —pregunté, poniéndome rígida.

—Ruben me ha llamado esta noche. Me ha dicho que tú te haces cargo de su deuda.

—Estoy haciéndole un favor. No te debo ningún dinero —dije duramente, movida por mi instinto de supervivencia.

Benny apoyó sus dos gruesos codos en el escritorio.

—Estoy considerando darle una lección a Ruben, y tengo curiosidad por averiguar si de verdad tienes tanta suerte, chica.

Pedro se levantó de la silla de un bote y me arrastró con él. Se puso delante de mí mientras retrocedía hacia la puerta.

—Oscar está fuera, joven. ¿Cómo crees exactamente que puedes escapar?

Me había equivocado. Cuando pensaba en intentar hacer entrar en razón a Benny, debería haber anticipado la voluntad de Ruben de sobrevivir y la decisión de Benny de darle un escarmiento.

— Pedro—le avisé, al ver que los matones de Benny se acercaban a nosotros.

Pedro me empujó un poco detrás de él y se puso derecho.

—Espero que entiendas, Benny, que no pretendo faltarte al respeto cuando deje inconscientes a tus hombres, pero estoy enamorado de esta chica y no puedo permitirte que le hagas daño.

Benny estalló en una sonora carcajada.

—Chico, tengo que concederte que tienes más cojones que nadie que haya cruzado esas puertas. Voy a prepararte para lo que te espera. El tipo bastante grande que tienes a tu derecha es David y, si no puede acabar contigo con los
puños, lo hará con la navaja que guarda en su funda. El hombre de tu izquierda es Dario, y es mi mejor luchador. De hecho, mañana tiene una pelea y nunca ha perdido. Espero que no te hagas daño en las manos, Dario. Hay mucho dinero que depende de ti.

Dario sonrió a Pedro con una mirada salvaje y divertida.

—Sí, señor.

—¡Benny, no! ¡Puedo conseguirte tu dinero! —grité.

—Oh, no… Esto se pone interesante por momentos —dijo Benny riéndose, mientras se acomodaba en su sillón.

David se abalanzó sobre Pedro y me llevé las manos a la boca. Era un hombre fuerte, pero también torpe y lento.

 Antes de que David pudiera apartarse o coger su navaja, Pedro lo dejó fuera de combate de un rodillazo en la cara. Cuando Pedro le lanzó un puñetazo, no malgastó el tiempo y le pegó con todas sus fuerzas.

Dos puñetazos y un codazo después, David yacía sangrando en el suelo.

Benny echó la cabeza hacia atrás, riéndose histéricamente y golpeando su escritorio como un niño que se deleita viendo los dibujos un sábado por la mañana.

—Bueno, adelante, Dario. No te habrá asustado, ¿no?

Dario se acercó a Pedro con más cuidado, con la atención y la precisión de un luchador profesional. Su puño voló hacia la cara de Pedro a una velocidad increíble, pero Pedro lo esquivó, al tiempo que embestía con el hombro a Dario con
todas sus fuerzas. Se cayeron sobre el escritorio de Benny, y entonces Dario cogió a Pedro con ambos brazos y lo lanzó al suelo. Se debatieron en el suelo durante un momento; Dario ganó ventaja y consiguió asestar unos cuantos puñetazos a Pedro mientras lo tenía atrapado en el suelo. 

Me tapé la cara, incapaz de mirar.

Oí un grito de dolor y, cuando volví a mirar, vi a Pedro a horcajadas encima de Dario, agarrándolo por el pelo desgreñado, asestándole puñetazo tras puñetazo en un lado de la cabeza. La cara de Dario golpeaba la parte delantera del escritorio de Benny cada vez, hasta que cayó al suelo, desorientado y sangrando.

Pedro lo observó durante un momento y volvió al ataque, gruñendo con cada embestida y usando toda su fuerza. Dario lo esquivó una vez y estrelló los nudillos en la mandíbula de Pedro.

Pedro sonrió y levantó un dedo.

—Ese es el último que vas a dar.

No podía creer lo que oía. Pedro había dejado que el matón de Benny le diera. Estaba disfrutando. Nunca había visto a Pedro luchar sin restricciones; daba un poco de miedo verle dar rienda suelta a toda su capacidad sobre aquellos
asesinos entrenados y comprender que llevaba las de ganas. Hasta ese momento, simplemente no me había dado cuenta de qué era capaz de hacer.

Con la perturbadora risa de Benny de fondo, Pedro remató la faena clavándole el codo en plena cara y dejándolo inconsciente antes de que cayera al suelo. Observé cómo su cuerpo rebotaba una vez sobre la alfombra de importación
de Benny.

—¡Sorprendente, muchacho! ¡Simplemente increíble! —dijo Benny, mientras aplaudía encantado.

Pedro me empujó detrás de él, mientras Oscar ocupaba el umbral con su enorme cuerpo.

—¿Quiere que me ocupe de esto, señor?

—¡No! No, no… —dijo Benny, todavía aturdido por la actuación improvisada—. ¿Cómo te llamas?

Pedro todavía respiraba agitadamente.

Pedro Alfonso —dijo él, limpiándose la sangre de Dario y David en los tejanos.

—Pedro Alfonso, me parece que puedes ayudar a tu novia a salir de esta.

—¿Cómo? —resopló Pedro.

—Se suponía que Dario iba a pelear mañana por la noche. Tenía un montón de dinero que dependía de él, y me parece que Dane no estará en forma para ganar ninguna pelea durante algún tiempo. Te ofrezco la posibilidad de ocupar su lugar, hazme ganar una pasta y perdonaré los cinco mil que faltan de la deuda de Ruben.

Pedro se volvió hacia mí.

—¿Paloma?

—¿Estás bien? —pregunté, mientras le limpiaba la sangre de la cara.

Me mordí el labio, torciendo el gesto con una mezcla de miedo y alivio.

Pedro sonrió.

—No es mi sangre, nena. No llores.

Benny se puso de pie.

—Soy un hombre ocupado. ¿Pasas o juegas?

—Lo haré —dijo Pedro—. Dime cuándo y dónde, y allí estaré.

—Tendrás que pelear contra Bernardo McMann. No es ningún principiante. Lo vetaron en la UFC el año pasado.

Pedro no se inmutó.

—Dime solo dónde tengo que estar.

La sonrisa de tiburón propia de Benny se extendió en su cara.

—Me gustas, Pedro. Creo que seremos buenos amigos.

—Lo dudo mucho —dijo Pedro.

Me abrió la puerta y mantuvo una postura protectora hasta que llegamos a la puerta delantera.

—¡Cielo santo! —gritó Rosario al ver las salpicaduras de sangre que cubrían la ropa de Pedro.

—¿Estáis bien, chicos?

Ella me cogió de los hombros y me escrutó la cara.

—Estoy bien. Solo otro día duro en la oficina. Para los dos —dije, secándome los ojos.

Pedro me cogió de la mano y corrimos al hotel con Valentin y Rosario siguiéndonos de cerca. No mucha gente se fijó en la apariencia de Pedro. Estaba cubierto de sangre, pero solo algunos visitantes parecían darse cuenta.

—¿Qué demonios ha pasado ahí dentro? —preguntó finalmente Valentin.

Pedro se quedó en ropa interior y desapareció en el baño. Abrió la ducha y Rosario me llevó una caja de pañuelos.

—Estoy bien, Ro.

Suspiró y volvió a ofrecerme la caja de pañuelos.

—No, no lo estás.

—Este no es mi primer rodeo con Benny —dije.

Notaba los músculos doloridos por veinticuatro horas de tensión inducida por el estrés.

—Es la primera vez que ves a Pedro darle una paliza de muerte a alguien —dijo Valentin—. Yo lo vi una vez, y no es agradable.

—¿Qué ha pasado? —insistió Rosario.

—Ruben llamó a Benny. Me pasó su deuda a mí.

—¡Voy a matarlo! ¡Voy a matar a ese pedazo de hijo de puta! —gritó Rosario.

—No pensaba hacerme responsable, pero quería dar una lección a Rosario por enviar a su hija a pagar su deuda. Lanzó a dos de sus malditos perros contra nosotros y Pedro se deshizo de ellos. De los dos. En menos de cinco minutos.

—¿Y Benny dejó que os fuerais? —preguntó Rosario.

Pedro salió del baño con una toalla alrededor de la cintura; la única prueba de su pelea era una pequeña marca roja en la mejilla, debajo del ojo derecho.

—Uno de los tíos a los que dejé inconscientes tenía una pelea mañana por la noche. Lo sustituiré y, a cambio, Benny perdonará a Ruben los cinco mil que le debe todavía.

Rosario se puso de pie.

—¡Esto es ridículo! ¿Por qué estamos ayudando a Ruben, Pau? Te ha echado a los leones. ¡Voy a matarlo!

—No, si yo lo mato primero —soltó Pedro entre dientes.

—Ponte a la cola —dije.

—Entonces, ¿vas a pelear mañana? —preguntó Valentin.

—En un sitio llamado Zero’s. A las seis en punto. Contra Bernardo McMann, Valen.

Shepley sacudió la cabeza.

—Ni de coña. Joder, ni de coña, Pedro. ¡Ese tío está loco!

—Sí —dijo Pedro—, pero él no va a pelear por su chica, ¿verdad? —Pedro me meció entre sus brazos y me besó en la coronilla—. ¿Estás bien, Paloma?

—Esto está mal. Está mal por muchísimos motivos. No sé por cuál empezar.

—¿No me has visto esta noche? Estaré bien. Ya he visto luchar a Bernardo antes. Es duro, pero no invencible.

—No quiero que hagas esto, Pepe.

—Bueno, yo tampoco quiero que vayas a cenar con tu exnovio mañana por la noche. Supongo que los dos tendremos que pasar por el aro para salvar al inútil
de tu padre.

Lo había visto antes. Las Vegas cambiaba a la gente: creaba monstruos y destrozaba a los hombres. Era fácil dejar que las luces y los sueños robados se mezclaran con tu sangre. Había visto la mirada llena de energía e invencible de
Pedro muchas veces mientras crecía, y la única cura era un avión de vuelta a casa.


Guillermo frunció el entrecejo cuando volví a mirar el reloj.

—¿Tienes que estar en algún otro sitio, Cookie? —preguntó Guillermo.

—Por favor, deja de llamarme así, Guillermo. Lo detesto.

—Yo también detesté que te fueras. Pero eso no te lo impidió.

—Esta conversación está más que agotada. Cenemos y ya está, ¿vale?

—Vale, hablemos de tu nuevo novio. ¿Cómo se llama? ¿Pedro? —Asentí—.¿Qué haces con ese psicópata tatuado? Parece que lo hayan echado de la familia
Manson.

—Sé bueno, Guillermo, o me largo de aquí.

—No me hago a la idea de lo mucho que has cambiado. No puedo creerme que estés aquí sentada delante de mí.

Puse los ojos en blanco.

—Pues ya va siendo hora.

—Ahí está —dijo Guillermo—, la chica que recuerdo.
Consulté la hora en mi reloj.

—La pelea de Pedro es dentro de veinticinco minutos. Será mejor que me vaya.

—Todavía tienen que traernos el postre.

—No puedo, Guillermo. No quiero que se preocupe por si voy a aparecer. Es importante.

Dejó caer los hombros.

—Lo sé. Añoro los días en los que yo era importante.

Apoyé mi mano sobre la suya.

—Éramos solo unos niños. Ha pasado toda una vida.

—¿Cuándo crecimos? Tu presencia aquí es una señal, Pau. Pensaba que no volvería a verte y ahora te tengo sentada aquí delante. Quédate conmigo.

Lentamente, dije que no con la cabeza, vacilante, porque sabía que iba a herir a mi amigo más antiguo.

—Lo amo, Guille.

Su decepción oscureció la ligera sonrisa de su cara.

—Entonces será mejor que te vayas.

Lo besé en la mejilla y salí volando del restaurante a coger un taxi.

—¿Adónde vamos? —preguntó el conductor.

—A Zero’s.

El conductor se volvió para mirarme y me echó un buen vistazo.

—¿Está segura?

—Desde luego. ¡Vamos! —dije, lanzando dinero sobre el asiento.

CAPITULO 74





Pedro fulminó a Guillermo con la mirada mientras pasaba a su lado, y entonces vino hacia mí. Con las manos en los bolsillo, echó una ojeada a Guillermo, que nos miraba de soslayo.

—¿Quién era ese?

Asentí hacia donde estaba Guillermo.

—Es Guillermo Viveros. Lo conozco desde hace mucho.

—¿Cuánto?

Me volví para mirar hacia la mesa de veteranos.

Pedro, no tengo tiempo para esto.

—Supongo que descartó la idea de ser joven ministro —dijo Rosario, mirando con una sonrisa coqueta a Guillermo.

—¿Ese es tu exnovio? —preguntó Pedro, inmediatamente enfadado—. ¿No me habías dicho que era de Kansas?

Lancé a Rosario una mirada de impaciencia y, luego, cogí a Pedro por el mentón, insistiendo en que me dedicara toda su atención.

—Sabe que no tengo la edad suficiente para estar aquí, Pepe. Me ha dado hasta medianoche. Te lo explicaré todo después, pero ahora mismo tengo que volver a jugar, ¿vale?

Pedro se le movieron las mandíbulas bajo la piel, pero cerró los ojos y respiró hondo.

—Está bien, nos vemos a medianoche. —Se inclinó para besarme, pero sus labios estaban fríos y distantes—. Buena suerte.

Sonreí mientras se mezclaba entre la multitud y, entonces, dirigí toda mi atención a los jugadores.

—¿Caballeros?

—Siéntate, Shirley Temple —dijo Ismael—. Vamos a recuperar nuestro dinero. No nos gusta que nos estafen.

—Les deseo lo peor —sonreí.

—Tienes diez minutos —susurró Rosario.

—Lo sé —dije.

Intenté olvidarme del tiempo y de los golpecitos nerviosos que daba Rosario con la rodillas por debajo de la mesa. El bote estaba en dieciséis mil dólares, el más alto de la noche, y me lo jugaba a todo o nada.

—Nunca he visto a nadie como tú, chica. Has hecho prácticamente una partida perfecta. Y no tiene ningún tic, Arturo. ¿Te has dado cuenta? —dijo Paco.

Arturo asintió, su alegre despreocupación se había evaporado poco a poco con cada mano.

—Me he fijado. Ni se rasca, ni sonríe, ni siquiera hay cambio alguno en su mirada. No es natural. Todo el mundo tiene algo que lo delata.

—No, todo el mundo no —dijo Rosario, petulante.

Sentí unas manos familiares sobre los hombros. Sabía que era Pedro, pero no me atreví a volverme, no con tres mil dólares sobre la mesa.

—Voy —dijo Ismael.

La muchedumbre que se había reunido a nuestro alrededor aplaudió cuando enseñé mis cartas. Ismael era el único que podía acercarse a mí con un trío.

Nada que mi escalera de color no pudiera batir.

—¡Increíble! —dijo Paco, lanzando sus dobles parejas sobre la mesa.

—Me retiro —gruñó Jose, antes de levantarse y largarse furioso de la mesa.

Ismael estaba un poco más alegre.

—Después de esta noche, me puedo morir tranquilo. Me he enfrentado a un contrincante de verdadera altura. Ha sido un placer, Pau.

Me quedé helada.

—¿Lo sabía?

Ismael sonrió. Los años de fumar puros y beber café habían manchado sus enormes dientes.

—Ya había jugado contigo antes. Hace seis años. He deseado la revancha durante mucho tiempo.

Ismael me tendió la mano.

—Cuídate, niña. Dile a tu padre que Isamel Pescelli le envía saludos.

Rosario me ayudó a recoger mis ganancias, y me volví hacia Pedromientras miraba mi reloj.

—Necesito más tiempo.

—¿Quieres probar en las mesas de black jack?

—No puedo perder dinero, Pepe.

Sonrió.

—No puedes perder, Paloma.

Rosario negó con la cabeza.

—El black jack no es su juego.

Pedro asintió.

—He ganado un poco de dinero. Seiscientos. Puedes quedártelos.

Valentin me entregó sus fichas.

—Yo solo he conseguido trescientos.

Suspiré.

—Gracias chicos, pero todavía me faltan cinco de los grandes.

Miré de nuevo mi reloj y, cuando levanté la mirada, vi que Guillermo se acercaba.

—¿Qué tal te ha ido? —preguntó con una sonrisa.

—Me faltan cinco mil, Guille. Necesito más tiempo.

—He hecho todo lo que he podido, Pau.

Asentí. Sabía que ya le había pedido demasiado.

—Gracias por dejar que me quedara.

—Quizá podría conseguir que mi padre hablara con Benny en tu nombre.

—Es el lío de Ruben. Le voy a pedir una prórroga.

Guillermo negó con la cabeza.

—Sabes que eso no va a pasar, Cookie, da igual cuánto le lleves. Si no cubre la deuda, Benny enviará a alguien. Quédate tan lejos de él como puedas.

Sentí que me ardían los ojos.

—Tengo que intentarlo.

Guillermo dio un paso hacia delante y se agachó para hablar en voz baja.

—Súbete a un avión, Pau. ¿Me oyes?

—Sí, te oigo. —Le solté.

Guillermo suspiró, y sus ojos se llenaron de compasión. Me rodeó con los brazos y me besó en el pelo.

—Lo siento. Si no me jugara el trabajo, sabes que intentaría pensar en algo.

Asentí, al tiempo que me apartaba de él.

—Lo sé. Has hecho lo que has podido.

Me levantó la barbilla con el dedo.

—Nos vemos mañana a las cinco.

Se agachó para besarme en la comisura del labio y se alejó sin decir otra palabra. Miré a Rosario, que observaba a Pedro. No me atreví a mirarlo a los ojos; no podía ni imaginarme la expresión de enfado de su rostro.

—¿Qué pasa a las cinco? —dijo Pedro, con la voz quebrada por la ira contenida.

—Ha aceptado cenar con Guillermo si él la dejaba quedarse. No tenía más opción, Pepe —dijo Rosario.

Por el tono cauto de la voz de Rosario, sabía que el enfado de Pedro era monumental.

CAPITULO 73



Asentí y esperé con fingida excitación a que repartieran la primera mano.

Perdí las dos primeras a propósito, pero en la cuarta, ya iba ganando. Aquellos veteranos de Las Vegas no tardaron mucho en sospechar de mí, tal y como había hecho Pablo.

—¿Has dicho que jugabas por Internet? —preguntó Paco.

—Y con mi padre.

—¿Eres de aquí? —preguntó Ismael

—De Wichita —dije.

—Esta no es ninguna jugadora online. Eso os lo aseguro —masculló Emilio.

Una hora después me había quedado con doscientos setenta dólares de mis oponentes, y empezaban a sudar.

—No voy —dijo Ismael, tirando sus cartas con el ceño fruncido.

—Si no lo veo, no lo creo —oí detrás de mí.

Rosario y yo nos volvimos a la vez y mis labios se extendieron en una amplia sonrisa.

—Guillermo —Sacudí la cabeza—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Estás esquilmando mi local, Cookie. ¿Qué haces tú aquí?

Puse los ojos en blanco y me volví hacia mis suspicaces nuevos amigos.

—Sabes que odio ese apodo, Guille.

—Discúlpennos —dijo Guillermo, tirándome del brazo para ponerme en pie.

Rosario me miró con recelo mientras me alejaba unos metros.

El padre de Guillermo dirigía el casino, y era más que sorprendente que hubiera decidido unirse al negocio familiar. Solíamos perseguirnos por los pasillos del hotel escaleras arriba, y siempre le ganaba cuando hacíamos carreras de ascensores. Había crecido desde la última vez que lo había visto. Lo recordaba como un adolescente desgarbado; el hombre que tenía delante de mí era un
supervisor de mesas de casino impecablemente vestido, en absoluto desgarbado y ciertamente hecho todo un hombre. 

Seguía teniendo la piel sedosa y morena y los ojos verdes que recordaba, pero el resto era una agradable sorpresa.

Los iris esmeralda de sus ojos relucían con las luces brillantes.

—Esto es surrealista. Me pareció que eras tú cuando pasé por aquí, aunque no podía convencerme de que hubieras vuelto, pero, cuando vi a una preciosa jovencita limpiando una mesa de veteranos, supe que eras tú.

—Sí, soy yo —dije—. Estás diferente.

—Tú también. ¿Cómo está tu padre?

—Retirado.

Sonrió.

—¿Hasta cuándo te quedas?

—Solo hasta el domingo. Tengo que volver a la universidad.

—Hola, Guille —dijo Rosario, cogiéndome del brazo.

—Rosario —respondió riéndose—. Debería habérmelo imaginado. Sois inseparables. —Si sus padres se hubieran enterado alguna vez de que la traía aquí, habríamos dejado de serlo hace mucho.

—Me alegro de verte, Pau. ¿Por qué no me dejas invitarte a cenar? —dijo él, dando un repaso a mi vestido.

—Me encantaría ponerme al día, pero no estoy aquí por diversión, Guillermo.

Me tendió la mano y sonrió.

—Tampoco yo. Dame tu identificación.

Me puse seria al darme cuenta de que tendría que pelear. Guillermo no cedería a mis zalamerías tan fácilmente. Supe que tenía que decirle la verdad.

—Estoy aquí por Ruben. Se ha metido en problemas.

Guillermo se movió nervioso.

—¿Qué tipo de problemas?

—Los de siempre.

—Me gustaría poder ayudar. Nos conocemos desde hace mucho, y sabes que respeto a tu padre, pero también sabes que no puedo dejar que te quedes.

Lo cogí por el brazo y se lo apreté.

—Debe dinero a Benny.

Guillermo cerró los ojos y meneó la cabeza.

—Cielo santo.

—Tengo hasta mañana. Te estoy pidiendo un favor enorme, Guillermo. Dame tiempo hasta entonces.

Me tocó la mejilla con la palma de su mano.

—Podemos hacer una cosa…, si cenas conmigo mañana, te daré hasta medianoche.

Miré a Rosario y después a Guillermo.

—He venido con alguien.

Él se encogió de hombros.

—Lo tomas o lo dejas, Pau. Sabes cómo funcionan las cosas aquí. Nadie da nada por nada.

Suspiré, derrotada.

—Está bien. Nos vemos mañana por la noche en Ferraro’s si me dejas quedarme hasta medianoche.
Se agachó y me besó en la mejilla.

—Me alegro de volver a verte. Hasta mañana… a las cinco en punto, ¿vale? Entro en el casino a las ocho.

Sonreí mientras se alejaba, pero rápidamente mi gesto cambió cuando vi a Pedro mirándome desde la mesa de la ruleta.

—Mierda —dijo Rosario, cogiéndome del brazo.