TRILOGIA:LA PRIMER PARTE CONTADA POR PAULA,LA SEGUNDA POR PEDRO Y LA TERCERA EN UN MOMENTO ESPECIFICO DE SUS VIDAS
domingo, 6 de abril de 2014
CAPITULO 29
Cuando aterrizamos, mi cara estaba a unos centímetros de la suya. Su
expresión era repentinamente seria. Se incorporó un poco, casi besándome, pero lo
empujé para apartarlo. Sus cejas se enarcaron.
—Déjalo ya, Pepe —dije.
Me mantuvo apretada contra él hasta que dejé de pelear y luego me arrancó
el tirante del vestido haciendo que se me cayera del hombro.
—Desde el instante en que la palabra virgen ha salido de esos bonitos labios
tuyos…, he tenido la urgencia de ayudarte a quitarte el vestido.
—Qué mal. Estabas dispuesto a matar a Adrian por lo mismo hace veinte
minutos, así que no seas hipócrita.
—¡Que se joda Adrian! No te conoce como yo.
—Venga, Pepe. Quítate la ropa y métete en la cama.
—Eso te digo yo —dijo ahogando unas risas.
—¿Cuánto has bebido? —pregunté, consiguiendo finalmente meter el pie
entre sus piernas.
—Bastante —sonrió mientras tiraba del dobladillo de mi vestido.
—Probablemente, más de cuatro litros —dije, mientras le apartaba la mano.
Me puse de rodillas en el colchón junto a él y le quité la camisa por la
cabeza. Intentó cogerme otra vez y le agarré la muñeca, notando el hedor acre en el
ambiente.
—Jo, Pepe, apestas a Jack Daniels.
—Jim Beam —me corrigió, sin poder sostener la cabeza a causa del alcohol.
—Huele a madera quemada y a productos químicos.
—Sabe a eso también. —Se rio. De un tirón le desabroché la hebilla del
cinturón y lo saqué de las trabillas. Se rio con el movimiento propiciado por el
tirón, y luego levantó la cabeza y me miró—. Mejor guarda tu virginidad, Paloma.
Sabes que me gusta lo difícil.
—Cállate —dije, mientras le desabotonaba los vaqueros y los deslizaba
caderas abajo, antes de sacárselos por las piernas. Tiré el vaquero al suelo y me
quedé en pie con las manos en las caderas respirando con fuerza. Le colgaban las
piernas fuera de la cama, tenía los ojos cerrados y su respiración era profunda y
pesada. Estaba dormido como un tronco.
Fui hacia el armario, meneando la cabeza mientras rebuscaba entre la ropa.
Bajé la cremallera de mi vestido y lo deslicé sobre mis caderas dejándolo caer sobre
los tobillos. Lo aparté con el pie a un rincón y me quité la coleta agitando el pelo.
El armario rebosaba con su ropa y la mía; resoplé apartándome el pelo de la
cara mientras rebuscaba entre el montón una camiseta. Cuando estaba
descolgando una, Pedro cayó sobre mi espalda envolviéndome con los brazos
alrededor de la cintura.
—¡Me has dado un susto de muerte! —se quejó.
Me recorrió la piel con las manos. Tenían un tacto diferente; lento y
deliberado. Cuando me llevó con firmeza hacia él, cerré los ojos, y él escondió su
cara en mi pelo rozándome el cuello suavemente con la nariz. Al sentir su piel
desnuda junto a la mía me costó un poco protestar.
—Pedro…
Apartó mi pelo a un lado y me besó lentamente toda la espalda de un
hombro al otro, soltando el enganche de mi sujetador. Besó la piel desnuda de la
base de mi cuello y cerré los ojos, la cálida suavidad de su boca sabía muy bien
para decirle que parase. Un tenue gemido escapó de su garganta cuando me apretó
con su pelvis, y pude sentir a través de sus calzoncillos lo mucho que me deseaba.
Contuve el aliento al saber que lo único que nos impedía dar el gran paso al que
minutos antes yo era tan reacia eran dos finos pedazos de tela.
Pedro me giró hacia él y luego se apretó contra mí apoyando mi espalda
contra la pared. Nuestros ojos se encontraron y pude ver el dolor de su expresión
cuando examinó mi piel desnuda. Le había visto mirar a mujeres antes, pero esta
vez era diferente. No quería conquistarme; me quería decir que sí.
Se inclinó para besarme y se paró a un centímetro de distancia. Podía sentir
con mis labios el calor que irradiaba su piel, tuve que contenerme para no
empujarlo a hacer el resto del camino. Sus dedos investigaban mi piel mientras
decidía qué hacer y luego sus manos se deslizaron por mi espalda hasta la
cinturilla de mis bragas. Con los dedos índices se escurrió por mis caderas hacia
abajo entre mi piel y el tejido de encaje, y, en el mismo momento en que estaba a
punto de bajar el delicado tejido por mis piernas, dudó. Entonces, cuando abrí la
boca para decir sí, cerró con fuerza los ojos.
—Así no —susurró, acariciándome los labios con los suyos—. Te deseo,
pero no de esta manera.
Se tambaleó hacia atrás, cayó de espaldas en la cama y yo me quedé un
momento de pie con los brazos cruzados sobre el estómago. Cuando su respiración
se tranquilizó, saqué los brazos de la camiseta que todavía llevaba puesta y me la
quité bruscamente por la cabeza. Pedro no se movió, y yo exhalé con suavidad y
lentamente, sabiendo que no podríamos refrenarnos si me deslizaba en la cama y él
despertaba con una perspectiva menos honorable.
Me fui deprisa al sillón y me dejé caer sobre él, tapándome la cara con las
manos. Sentí las capas de frustración bailoteando y chocando entre sí dentro de mí.
Adrian se había ido sintiéndose desairado, Pedro había esperado hasta que había
visto a alguien (alguien que a mí me gustaba de verdad) mostrar interés en mí, y
yo parecía ser la única chica a la que no podía llevarse a la cama, ni siquiera
estando borracho.
CAPITULO 28
La situación de repente se volvió peligrosa. Nunca había oído a Adrian subir
la voz. Los nudillos de Pedro estaban blancos de lo mucho que los apretaba, y yo
estaba en medio. La mano de Rosario pareció muy pequeñita cuando la colocó en
el abultado brazo de Pedro, moviendo la cabeza en dirección a Adrian con un aviso
silencioso.
—Venga, Pau. Tengo que hablar contigo —dijo ella.
—¿Sobre qué?
—¡Que vengas! —replicó.
Miré a Adrian y vi irritación en sus ojos.
—Lo siento, tengo que irme.
—No, está bien. Vete.
Pedro me ayudó a salir del Porsche y luego cerró la puerta con una patada.
Me di la vuelta rápido y me quedé de pie entre él y el coche, dándole la espalda.
—¿Qué te pasa? ¡Suéltalo ya!
Rosario parecía nerviosa. No me costó mucho imaginarme por qué. Pedro
apestaba a whisky; ella había insistido en acompañarlo o él le había pedido que
fuese con él. De cualquier modo, Rosario actuaba como elemento disuasorio de la
violencia.
Las ruedas del Porsche de Adrian chirriaron al salir del aparcamiento, y
Pedro encendió un cigarrillo.
—Ya puedes entrar, Ro.
Ella me agarraba la falda.
—Venga, Pau.
—¿Porqué no te quedas,Paupy? —decía él a punto de estallar.
Le indiqué a Rosario con la cabeza que siguiera y ella de mala gana
obedeció. Me crucé de brazos, lista para una pelea, preparándome para atacarlo
después del inevitable discurso. Pedro dio varias caladas a su cigarrillo y, cuando
quedó claro que no se iba a explicar, la paciencia se me agotó.
—¿Por qué has hecho eso? —pregunté.
—¿Por qué? ¡Porque estaba sobándote enfrente de mi apartamento! —gritó.
Parecía que se le iban a salir los ojos de las órbitas y podía percibir que era
incapaz de mantener una conversación racional.
Mantuve la voz en calma.
—Puedo quedarme contigo, pero lo que haga y con quién lo haga es asunto
mío.
Arrojó el cigarrillo al suelo empujándolo con la punta de dos dedos.
—Eres mucho mejor que eso, Paloma. No le dejes que te folle en un coche
como si fueras un ligue barato de fiesta de fin de curso.
—¡No iba a tener relaciones sexuales con él!
Gesticuló en dirección al espacio vacío donde había estado el coche de
Adrian.
—¿Qué estabais haciendo entonces?
—¿No has salido nunca con alguien, Pedro? ¿No has jugueteado sin ir más
lejos?
Frunció el ceño y sacudió la cabeza como si yo estuviera diciendo tonterías.
—¿Qué tiene que ver eso?
—Mucha gente lo hace…, especialmente quienes tienen citas.
—Las ventanas estaban empañadas, el coche se movía…, ¿qué iba a saber
yo? —dijo, moviendo los brazos en dirección al espacio vacío del aparcamiento.
—¡Tal vez no deberías espiarme!
Se frotó la cara y sacudió la cabeza.
—No puedo soportar esto, Paloma. Creo que me estoy volviendo loco.
Dejé caer las manos golpeándome las caderas.
—¿Qué es lo que no puedes soportar?
—Si duermes con él, no quiero saberlo. Iré a la cárcel mucho tiempo si me
entero de que él…, simplemente no me lo digas.
—Pedro —suspiré—. ¡No puedo creer que estés diciendo lo que dices!
—dije poniéndome la mano en el pecho—. ¡Yo no he…! ¡Ah! No importa.
Empecé a andar alejándome de él, pero me agarró el brazo e hizo que me
diera la vuelta hasta que lo tuve de frente.
—¿Qué es lo que no has hecho? —preguntó, serpenteando un poco. No
respondí, no tenía por qué. Podía ver la luz de reconocimiento iluminar su cara y
me reí.
—¿Eres virgen?
—¿Y qué? —dije, mientras notaba cómo me ardían las mejillas.
Sus ojos se apartaron de los míos, intentando enfocar la mirada mientras
pensaba con dificultad por culpa del whisky.
—Por eso estaba Rosario tan segura de que no llegaría muy lejos.
—Tuve el mismo novio durante los cuatro años de la escuela secundaria.
¡Aspiraba a ser joven ministro baptista! ¡Nunca lo consiguió!
La rabia de Pedro se desvaneció, y el alivio se le transparentó en los ojos.
—¿Un joven ministro? ¿Qué sucedió después de toda su duramente
conseguida abstinencia?
—Quería casarse y quedarse en… Kansas. Yo no.
Quería cambiar de tema desesperadamente. La risa en los ojos de Pedro era
muy humillante. No quería que siguiera hurgando en mi pasado.
Dio un paso hacia mí y me agarró la cara con las dos manos.
—Virgen —dijo, meneando la cabeza hacia los lados—. Nunca lo hubiera
imaginado después de verte bailar en el Red.
—Muy gracioso —dije subiendo las escaleras en tromba.
Pedro intentó seguirme pero resbaló, se cayó rodando de espaldas y
gritando histéricamente.
—¿Qué haces? ¡Levántate! —dije, ayudándolo a ponerse en pie.
Me agarró con un brazo alrededor del cuello, y lo ayudé a ponerse en pie en
las escaleras. Valentin y Rosario estaban ya en la cama, así que, sin nadie a la vista
que pudiera echar una mano, me quité los zapatos de un puntapié para evitar
romperme los tobillos mientras llevaba a Pedro andando a duras penas hasta el
dormitorio. Se cayó en la cama de espaldas arrastrándome con él.
CAPITULO 27
Esa noche, Rosario se sentó sobre el suelo embaldosado del baño
parloteando sobre los chicos mientras yo estaba frente al espejo y me recogía el
pelo en una coleta. Solo la escuchaba a medias, pues no dejaba de pensar en lo
paciente que había sido Pedro, teniendo en cuenta lo mucho que le disgustaba la
idea de que Adrian me recogiera de su apartamento casi cada noche.
La expresión de la cara de Pedro cuando le pedí que me liberara de la
apuesta volvía a mi cabeza, y también su reacción cuando le dije que la gente
chismorreaba que estaba enamorado de mí. No podía dejar de preguntarme por
qué no lo negaba.
—Bueno, Valen cree que estás siendo muy dura con él. Nunca ha tenido a
nadie que le hubiera preocupado lo suficiente para ello.
Pedro asomó la cabeza y sonrió cuando me vio enredar con mi pelo.
—¿Quieres ir a por cena?
Rosario se levantó y se miró en el espejo, se peinó con los dedos su pelo
dorado.
—Valen quiere probar el nuevo mexicano del centro, si queréis venir.
Pedro sacudió la cabeza.
—Había pensado que esta noche Paloma y yo podíamos ir a algún sitio
solos.
—Salgo con Adrian.
—¿Otra vez? —dijo irritado.
—Otra vez —repliqué con voz cantarina.
El timbre de la puerta sonó y me apresuré a adelantarme a Pedro para abrir
la puerta. Adrian estaba frente a mí: su pelo rubio y ondulado natural resaltaba en
su cara recién afeitada.
—¿Alguna vez estás un poco menos que preciosa? —preguntó Adrian.
—Basándome en la primera vez que vino aquí, diré que sí —dijo Pedro
detrás de mí.
Puse los ojos en blanco y sonreí, indicándole a Adrian con un dedo que
esperase. Me volví y abracé a Pedro. Se puso rígido por la sorpresa y luego se
relajó, estrechándome fuerte contra él.
Le miré a los ojos y sonreí.
—Gracias por organizar mi fiesta de cumpleaños. ¿Puedo aceptar la
invitación para cenar otro día?
Un montón de emociones se mostraron en la cara de Pedro, y luego las
comisuras de su boca se curvaron hacia arriba.
—¿Mañana?
Lo abracé y dije con una gran sonrisa:
—Pues claro. —Me despedí con una mano mientras Adrian me agarraba la
otra.
—¿Qué pasaba? —preguntó Adrian.
—No nos hemos llevado muy bien últimamente. Esa ha sido mi versión de
hacer las paces con una rama de olivo.
—¿Debería preocuparme? —preguntó abriendo la puerta de mi casa.
—No. —Le besé la mejilla.
Durante la cena, Adrian habló sobre Harvard, la Casa y sus planes de buscar
un apartamento. Sus cejas se enarcaron.
—¿Te acompañará Pedro a la fiesta de cumpleaños?
—No estoy muy segura. No ha dicho nada sobre eso.
—Si a él no le importa, me gustaría ser yo quien te llevara. —Me cogió la
mano en las suyas y me besó los dedos.
—Le preguntaré. La idea de la fiesta fue suya, así que…
—Entiendo. Si no, simplemente te veré allí. —Sonrió.
Adrian me llevó al apartamento y se detuvo en el aparcamiento. Cuando se
despidió besándome, sus labios permanecieron en los míos. Subió la palanca del
freno de mano mientras sus labios iban a lo largo de mi mandíbula hasta alcanzar
mi oreja, y luego bajaron a lo largo de mi cuello. Me pilló desprevenida y suspiré
suavemente como respuesta.
—Eres tan bonita… —susurró—. He estado trastornado toda la noche con
ese pelo recogido que deja a la vista tu cuello.
Me acribilló el cuello con besos y yo exhalé un murmullo con mi aliento.
—¿Por qué has tardado tanto? —Sonreí, mientras levantaba mi mentón para
darle mejor acceso.
Adrian se centró en mis labios. Me agarró la cara y me besó con más firmeza
de lo habitual. No había mucho sitio en el coche, pero aprovechamos
estupendamente el espacio libre para el tema que nos ocupaba. Se inclinó sobre mí
y doblé las rodillas mientras me caía contra la ventana. Metió la lengua en mi boca
y me agarró la rodilla empujando mi pierna a la altura de su cadera. Los cristales
fríos de las ventanillas se empañaron en pocos minutos debido a todo el aliento
que exhalábamos con nuestras maniobras. Sus labios rozaban mi clavícula, y
entonces levantó la cabeza de un tirón cuando el vidrio vibró con unos golpes
fuertes.
Adrian se sentó y yo me erguí recolocándome la ropa. Salté cuando la puerta
se abrió repentinamente. Pedro y Rosario estaban junto al coche. Rosario ponía
cara de comprensión, mientras Pedro parecía a punto de estallar en un ataque de
rabia ciega.
—¿Qué coño haces, Pedro? —gritó Adrian.
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