TRILOGIA:LA PRIMER PARTE CONTADA POR PAULA,LA SEGUNDA POR PEDRO Y LA TERCERA EN UN MOMENTO ESPECIFICO DE SUS VIDAS
martes, 29 de abril de 2014
CAPITULO 104
Antes de poder pensar en una razón para no hacerlo, le agarré la cara y pegué mis labios a los suyos. Sin dudar, Pedro me cogió en brazos. En unas cuantas zancadas, me llevó hasta su dormitorio, y ambos nos desplomamos sobre la cama.
Le quité la camiseta antes de pelearme en la oscuridad con la hebilla de su cinturón. Él la abrió de un tirón, se lo quitó y lo lanzó al suelo. Me levantó del colchón con una mano mientras me bajaba la cremallera del vestido con la otra. Me
lo quité por encima de la cabeza y lo lancé a alguna parte de la oscuridad; entonces,Pedro me besó, gimiendo contra mi boca.
Con unos pocos movimientos rápidos, se quitó los calzoncillos y apretó su pecho contra el mío. Le clavé las manos en el trasero, pero él se resistió cuando intenté empujarlo dentro de mí.
—Los dos estamos borrachos —dijo él, respirando con dificultad.
—Por favor.
Apreté las piernas contra sus caderas, desesperada por aliviar la sensación ardiente que notaba entre los muslos.
Pedro estaba decidido a que volviéramos a estar juntos, y no tenía ninguna intención de luchar contra lo inevitable, así que estaba más que dispuesta a pasar la noche entre sus sábanas.
—Esto no está bien —dijo él.
Estaba justo encima de mí, apretando su frente contra la mía. Esperaba que solo estuviera haciéndose de rogar y que, de algún modo, pudiera convencerlo de que se equivocaba. Era inexplicable, pero parecía que no podíamos estar separados; en cualquier caso, ya no necesitaba ninguna explicación. Ni siquiera una excusa. En ese momento, él era todo lo que necesitaba.
—Te quiero.
—Necesito que lo digas —dijo él.
Mis entrañas lo llamaban a gritos y no podía aguantarlo ni un segundo más.
—Diré lo que quieras.
—Entonces dime que eres mía. Dime que volverás a aceptarme. No quiero hacer esto a menos que estemos juntos.
—En realidad nunca hemos estado separados, ¿no crees? —pregunté esperando que fuera suficiente.
Sacudió la cabeza mientras sus labios se movían sobre los míos.
—Necesito oír cómo lo dices. Necesito saber que eres mía
.
—He sido tuya desde el instante en que nos conocimos.
Mi voz adoptó un tono de súplica. En cualquier otro momento, me habría sentido avergonzada, pero había llegado a un punto en el que los remordimientos ya no tenían lugar. Había luchado contra mis sentimientos, los había guardado y los había embotellado. Había experimentado los momentos más felices de mi vida
en Eastern, y todos habían sido con Pedro. Ya fuera peleándome, amando o llorando, si lo hacía con él, estaba donde quería estar.
Levantó uno de los lados de la boca mientras me tocaba la cara, y después sus labios rozaron los míos en un beso tierno. Cuando lo empujé contra mí, ya no opuso resistencia. Sus músculos se tensaron y aguantó el aliento mientras se
deslizaba dentro de mí.
—Dilo otra vez —me pidió.
—Soy tuya —dije jadeando. Todos mis nervios, dentro y fuera, pedían más—. No quiero volver a separarme nunca más de ti.
—Prométemelo —dijo él, gimiendo al volver a penetrarme.
—Te amo. Te amaré para siempre.
Las palabras fueron poco más que un suspiro, pero lo miré a los ojos mientras las decía. Vi cómo la inseguridad desaparecía de su mirada e, incluso en la penumbra, cómo se le iluminaba la cara.
Satisfecho por fin, selló su boca contra la mía.
CAPITULO 103
Mortificada, cogí a Omar de la mano y lo llevé escaleras abajo, a la pista de baile. Unas cuantas parejas nos siguieron, observándome de cerca a la espera de ver lágrimas o alguna otra respuesta a la invectiva de Pedro. Procuré poner una cara relajada, negándome a darles lo que querían.
Dimos unos cuantos pasos de baile tensos, y Omar suspiró:
—Eso ha sido bastante… raro.
—Bienvenido a mi vida.
Pedro se abrió paso entre las parejas de la pista de baile. Se detuvo a mi lado y tardó un momento en recobrar el equilibrio.
—Voy a cortar esto.
—No, desde luego que no, ¡Dios mío! —dije, negándome a mirarlo.
Después de un momento de tensión levanté la mirada y vi a Pedro fulminando con la mirada a Omar.
—Si no te apartas ahora mismo de mi chica, te rajaré la puta garganta. Aquí mismo, en la pista de baile.
Omar no sabía qué hacer, y su mirada pasaba de mí a Pedro nerviosamente.
—Lo siento, Pau —dijo él, apartando los brazos lentamente de mí. Se retiró a las escaleras y yo me quedé de pie, humillada.
—Lo que siento ahora mismo por ti, Pedro…, se acerca mucho al odio.
—Baila conmigo —me rogó, balanceándose para no caerse.
La canción acabó y suspiré aliviada.
—Vete a beber otra botella de whisky, Pepe.
Me di media vuelta y me puse a bailar con el único chico sin pareja de la pista de baile.
El ritmo era más rápido, y sonreí a mi nuevo y sorprendido compañero de baile, mientras intentaba ignorar que Pedro estaba solo a unos metros detrás mí.
Otro hermano Sig Tau empezó a bailar detrás de mí, cogiéndome por las caderas. Lo cogí por detrás y lo acerqué más a mí. Me recordó a cómo bailaban Pedro y Aldana esa noche en el Red, e hice lo posible por recrear la escena que tantas veces había deseado poder olvidar. Tenía dos pares de manos en casi todas las partes de mi cuerpo: la cantidad de alcohol que llevaba en el cuerpo me hacía más fácil
ignorar mi timidez.
De repente, me levantaron en el aire. Pedro me colocó sobre su hombro, al mismo tiempo que empujaba a uno de sus hermanos de hermandad con tanta fuerza que lo tiró al suelo.
—¡Bájame! —dije, golpeándole con los puños en la espalda.
—No voy a permitirte que te pongas en evidencia a mi costa —gruñó él, subiendo las escaleras de dos en dos.
Todo aquel junto al que pasábamos se quedaba mirando cómo daba patadas y gritaba, mientras Pedro me llevaba a cuestas.
—¿Y no te parece —dije mientras me debatía— que esto nos pone en evidencia? ¡Pedro!
—¡Valentin! ¿Está Andres fuera? —preguntó Pedro, esquivando los movimientos sin sentido de mis extremidades.
—Eh…, pues sí —respondió.
—¡Bájala! —dijo Rosario, dando un paso hacia nosotros.
—¡Rosario! —dije retorciéndome—. ¡No te quedes ahí sin más! ¡Ayúdame!
Su boca se curvó hacia arriba y se rio.
—¡Estáis ridículos!
Arqueé las cejas al oír sus palabras, conmocionada y enfadada porque le pareciera que aquella situación pudiera tener algo de divertida. Pedro se dirigió a la puerta, mientras yo la fulminaba con la mirada.
—¡Muchas gracias, amiga!
El aire frío golpeó las zonas de mi cuerpo que llevaba al aire y protesté más fuerte.
—¡Bájame, maldita sea!
Pedro abrió la puerta de un coche y me lanzó al asiento trasero, antes de sentarse a mi lado.
—Andres, ¿eres tú el encargado de conducir esta noche?
—Sí —respondió nervioso, mientras me observaba debatirme por escapar.
—Necesito que nos lleves a mi apartamento.
—Pedro…, no creo…
La voz de Pedro sonaba controlada, pero amenazadora.
—Hazlo, Andres, o te clavaré el puño en la parte trasera de la cabeza, lo juro por Dios.
Andres quitó el freno de mano, mientras yo me lanzaba a por la manilla de la puerta.
—¡No pienso ir a tu apartamento!
Pedro me cogió por una de las muñecas y luego por la otra. Me incliné para morderle el brazo. Cerró los ojos y, cuando hundí los dientes en su carne, un gruñido bajo se escapó de sus mandíbulas apretadas.
—Haz lo que quieras, Paloma. Estoy cansado de tu mierda.
Solté su piel y sacudí los brazos, luchando por liberarme.
—¿Mi mierda? ¡Déjame salir de este puto coche!
Se acercó mis muñecas a la cara.
—¡Te amo, maldita sea! ¡No vas a ninguna parte hasta que estés sobria y dejemos las cosas claras!
—¡Tú eres el único que tiene que aclararse, Pedro! —dije.
Finalmente, me soltó las muñecas; yo me crucé de brazos y puse mala cara el resto del trayecto.
Cuando el coche aminoró la velocidad en una señal de stop, me incliné hacia delante.
—¿Puedes llevarme a casa, Andres?
Pedro me sacó del coche agarrándome por el brazo y volvió a echarme sobre su hombro para subir las escaleras.
—Buenas noches, Andres.
—¡Voy a llamar a tu padre! —grité.
Pedro se rio a carcajadas.
—¡Y probablemente me dé una palmadita en el hombro y me diga que ya iba siendo hora!
Se peleó con la cerradura de la puerta mientras yo pataleaba y movía los brazos, intentado soltarme.
—¡Déjalo ya, Paloma, o acabaremos cayéndonos los dos por las escaleras!
Después de abrir la puerta, se precipitó furioso hacia la habitación de Valentin.
—¡Suéltame! —grité.
—¡Vale! —dijo él, tirándome sobre la cama de Valentin—. Duerme la mona. Ya hablaremos por la mañana.
La habitación estaba a oscuras; la única luz era un rayo rectangular que entraba por el umbral de la puerta desde el pasillo. Luché por aclararme las ideas en medio de aquella oscuridad, la cerveza y la rabia, y cuando él se acercó a la luz, vi su sonrisa petulante.
Golpeé el colchón con los puños.
—¡Ya no puedes decirme qué hacer, Pedro! ¡No soy tuya!
En el segundo que tardó en volverse hacia mí, su cara se había retorcido en una mueca de ira. Se abalanzó sobre mí, clavando las manos sobre la cama y acercándose a mi cara.
—¡Pues yo sí que soy tuyo! —Se le hincharon las venas del cuello al gritar, pero yo le devolví la mirada, negándome a dejarme amedrentar. Me miró los labios, jadeando—: Soy tuyo —susurró, mientras su ira se desvanecía al darse
cuenta de lo cerca que estábamos.
CAPITULO 102
Miré a mi alrededor, evitando sus ojos. Me fijaba cuidadosamente en cada uno de sus movimientos: los cambios de presión de sus dedos en los puntos donde
me tocaba, cómo arrastraba los pies junto a los míos o cómo deslizaba los brazos sobre mi vestido. Me sentía ridícula fingiendo que no me daba cuenta. Se le estaba curando el ojo, el hematoma casi había desaparecido y ya no tenía manchas rojas en la cara, o bien habían sido solo fruto de mi imaginación. Todas las pruebas de esa horrible noche se habían borrado y solo quedaban los recuerdos dolorosos.
Seguía de cerca cada una de mis respiraciones y, cuando la canción estaba a punto de acabar, suspiró.
—Estás preciosa, Paloma.
—No hagas eso.
—¿El qué? ¿Decirte que estás preciosa?
—Simplemente…, no lo hagas.
—No lo decía en serio.
Resoplé por la frustración.
—Gracias.
—No…, desde luego que estás preciosa. Eso sí lo decía en serio. Me refería a lo que dije en mi habitación. No te voy a mentir. Disfruté interrumpiendo tu cita con Adrian…
—No era una cita, Pedro. Solo estábamos cenando algo. Ahora no me habla, y todo gracias a ti.
—Lo he oído, y lo siento.
—No, no lo sientes.
—Sí…, vale, tienes razón —dijo él tartamudeando cuando vio mi cara de impaciencia—, pero no…, esa no fue la única razón por la que te llevé a la pelea. Quería que estuvieras allí conmigo, Paloma. Eres mi amuleto de la buena suerte.
—No soy nada tuyo —le espeté, fulminándolo con la mirada.
Enarcó las cejas y dejó de bailar.
—Lo eres todo para mí.
Apreté los labios, intentando dar muestras de mi enfado, pero era imposible que no se me pasara tal como me estaba mirando a mí.
—En realidad, no me odias, ¿verdad?
Me aparté de él en un intento de poner más distancia entre nosotros.
—A veces desearía hacerlo. Haría que todo fuera muchísimo más fácil.
Una sonrisa se extendió en sus labios, que dibujaron una línea delgada y sutil.
—Bueno, ¿y qué es lo que te cabrea más? ¿Lo que hice para que me odiaras? ¿O saber que no puedes odiarme?
Volví a estar enfadada. Pasé a su lado empujándolo y subí las escaleras que llevaban a la cocina. Noté que empezaba a tener los ojos húmedos, pero me negaba a parecer una puñetera desgraciada en aquella fiesta de citas.
Jeronimo se colocó de pie a mi lado, junto a la mesa, y suspiré con alivio cuando me entregó otra cerveza.
Durante la siguiente hora, observé a Pedro mantener a raya a las chicas y engullir dos chupitos de whisky en el salón. Cada vez que me pillaba espiándolo,apartaba la mirada, decidida a acabar la noche sin montar una escena.
—Tenéis pinta de estar muy agobiados —dijo Valentin.
—No podrían parecer más aburridos aunque lo intentaran —gruñó Rosario.
—No te olvides de que no queríamos venir —les recordó Jero.
Rosario puso su famosa cara con la que siempre conseguía hacerme ceder.
—Podrías disimular un poco, Pau. Por mí.
Justo cuando iba a abrir la boca para soltarle un corte, Jero me tocó el brazo.
—Creo que hemos cumplido con nuestra obligación. ¿Lista para irnos, Pau?
Me bebí lo que me quedaba de la cerveza con un movimiento rápido y después cogí la mano de Jeronimo. Aunque estaba ansiosa por irme, me quedé de piedra cuando la misma canción que Pedro y yo bailamos en mi fiesta de cumpleaños empezó a flotar escaleras arriba. Cogí la botella de Jeronimo y le di otro trago, intentando bloquear los recuerdos que volvían junto con la música.
Omar se apoyó junto a mí.
—¿Quieres bailar?
Le sonreí y dije que no con la cabeza. Empezó a decir otra cosa, pero lo interrumpieron.
—Baila conmigo.
Pedro estaba a escasa distancia y con la mano tendida hacia mí.
Rosario, Valentin y Jeronimo nos observaban fijamente, esperando mi respuesta a Pedro.
—Déjame en paz, Pedro —dije, cruzándome de brazos.
—Es nuestra canción, Paloma.
—No tenemos canción.
—Pau…
—No.
Miré a Omar con una sonrisa forzada.
—Me encantaría bailar, Omar.
Las pecas de las mejillas de Omar se estiraron cuando sonrió y me señaló el camino hacia las escaleras.
Pedro se quedó estupefacto, con una mirada que traslucía claramente el dolor.
—¡Un brindis! —gritó él.
Retrocedí justo a tiempo de verlo subirse a una silla después de robar una cerveza al sorprendido hermano Sig Tau que estaba más cerca de él. Miré a Rosario, que observaba a Pedro con cara de dolor.
—¡Por los capullos! —dijo él, señalando a Omar—. ¡Y por las chicas que te rompen el corazón! —Me señaló con la cabeza—. ¡Y por la mierda de perder a tu mejor amiga por ser tan estúpido como para enamorarte de ella!
Se llevó la cerveza a la boca y apuró lo que quedaba de ella, después la tiró al suelo. La habitación se quedó en silencio excepto por la música que sonaba en el piso inferior; todo el mundo miraba a Pedro sin entender absolutamente nada.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)