martes, 29 de abril de 2014

CAPITULO 103




Mortificada, cogí a Omar de la mano y lo llevé escaleras abajo, a la pista de baile. Unas cuantas parejas nos siguieron, observándome de cerca a la espera de ver lágrimas o alguna otra respuesta a la invectiva de Pedro. Procuré poner una cara relajada, negándome a darles lo que querían.

Dimos unos cuantos pasos de baile tensos, y Omar suspiró:

—Eso ha sido bastante… raro.

—Bienvenido a mi vida.

Pedro se abrió paso entre las parejas de la pista de baile. Se detuvo a mi lado y tardó un momento en recobrar el equilibrio.

—Voy a cortar esto.

—No, desde luego que no, ¡Dios mío! —dije, negándome a mirarlo.

Después de un momento de tensión levanté la mirada y vi a Pedro fulminando con la mirada a Omar.

—Si no te apartas ahora mismo de mi chica, te rajaré la puta garganta. Aquí mismo, en la pista de baile.

Omar no sabía qué hacer, y su mirada pasaba de mí a Pedro nerviosamente.

—Lo siento, Pau —dijo él, apartando los brazos lentamente de mí. Se retiró a las escaleras y yo me quedé de pie, humillada.

—Lo que siento ahora mismo por ti, Pedro…, se acerca mucho al odio.

—Baila conmigo —me rogó, balanceándose para no caerse.
La canción acabó y suspiré aliviada.

—Vete a beber otra botella de whisky, Pepe.

Me di media vuelta y me puse a bailar con el único chico sin pareja de la pista de baile.

El ritmo era más rápido, y sonreí a mi nuevo y sorprendido compañero de baile, mientras intentaba ignorar que Pedro estaba solo a unos metros detrás mí.

Otro hermano Sig Tau empezó a bailar detrás de mí, cogiéndome por las caderas. Lo cogí por detrás y lo acerqué más a mí. Me recordó a cómo bailaban Pedro y Aldana esa noche en el Red, e hice lo posible por recrear la escena que tantas veces había deseado poder olvidar. Tenía dos pares de manos en casi todas las partes de mi cuerpo: la cantidad de alcohol que llevaba en el cuerpo me hacía más fácil
ignorar mi timidez.

De repente, me levantaron en el aire. Pedro me colocó sobre su hombro, al mismo tiempo que empujaba a uno de sus hermanos de hermandad con tanta fuerza que lo tiró al suelo.

—¡Bájame! —dije, golpeándole con los puños en la espalda.

—No voy a permitirte que te pongas en evidencia a mi costa —gruñó él, subiendo las escaleras de dos en dos.

Todo aquel junto al que pasábamos se quedaba mirando cómo daba patadas y gritaba, mientras Pedro me llevaba a cuestas.

—¿Y no te parece —dije mientras me debatía— que esto nos pone en evidencia? ¡Pedro!

—¡Valentin! ¿Está Andres fuera? —preguntó Pedro, esquivando los movimientos sin sentido de mis extremidades.

—Eh…, pues sí —respondió.

—¡Bájala! —dijo Rosario, dando un paso hacia nosotros.

—¡Rosario! —dije retorciéndome—. ¡No te quedes ahí sin más! ¡Ayúdame!

Su boca se curvó hacia arriba y se rio.

—¡Estáis ridículos!

Arqueé las cejas al oír sus palabras, conmocionada y enfadada porque le pareciera que aquella situación pudiera tener algo de divertida. Pedro se dirigió a la puerta, mientras yo la fulminaba con la mirada.

—¡Muchas gracias, amiga!

El aire frío golpeó las zonas de mi cuerpo que llevaba al aire y protesté más fuerte.

—¡Bájame, maldita sea!

Pedro abrió la puerta de un coche y me lanzó al asiento trasero, antes de sentarse a mi lado.

—Andres, ¿eres tú el encargado de conducir esta noche?

—Sí —respondió nervioso, mientras me observaba debatirme por escapar.

—Necesito que nos lleves a mi apartamento.

Pedro…, no creo…

La voz de Pedro sonaba controlada, pero amenazadora.

—Hazlo, Andres, o te clavaré el puño en la parte trasera de la cabeza, lo juro por Dios.

Andres quitó el freno de mano, mientras yo me lanzaba a por la manilla de la puerta.

—¡No pienso ir a tu apartamento!

Pedro me cogió por una de las muñecas y luego por la otra. Me incliné para morderle el brazo. Cerró los ojos y, cuando hundí los dientes en su carne, un gruñido bajo se escapó de sus mandíbulas apretadas.

—Haz lo que quieras, Paloma. Estoy cansado de tu mierda.
Solté su piel y sacudí los brazos, luchando por liberarme.

—¿Mi mierda? ¡Déjame salir de este puto coche!

Se acercó mis muñecas a la cara.

—¡Te amo, maldita sea! ¡No vas a ninguna parte hasta que estés sobria y dejemos las cosas claras!

—¡Tú eres el único que tiene que aclararse, Pedro! —dije.

Finalmente, me soltó las muñecas; yo me crucé de brazos y puse mala cara el resto del trayecto.
Cuando el coche aminoró la velocidad en una señal de stop, me incliné hacia delante.

—¿Puedes llevarme a casa, Andres?

Pedro me sacó del coche agarrándome por el brazo y volvió a echarme sobre su hombro para subir las escaleras.

—Buenas noches, Andres.

—¡Voy a llamar a tu padre! —grité.

Pedro se rio a carcajadas.

—¡Y probablemente me dé una palmadita en el hombro y me diga que ya iba siendo hora!

Se peleó con la cerradura de la puerta mientras yo pataleaba y movía los brazos, intentado soltarme.

—¡Déjalo ya, Paloma, o acabaremos cayéndonos los dos por las escaleras!

Después de abrir la puerta, se precipitó furioso hacia la habitación de Valentin.

—¡Suéltame! —grité.

—¡Vale! —dijo él, tirándome sobre la cama de Valentin—. Duerme la mona. Ya hablaremos por la mañana.

La habitación estaba a oscuras; la única luz era un rayo rectangular que entraba por el umbral de la puerta desde el pasillo. Luché por aclararme las ideas en medio de aquella oscuridad, la cerveza y la rabia, y cuando él se acercó a la luz, vi su sonrisa petulante.

Golpeé el colchón con los puños.

—¡Ya no puedes decirme qué hacer, Pedro! ¡No soy tuya!

En el segundo que tardó en volverse hacia mí, su cara se había retorcido en una mueca de ira. Se abalanzó sobre mí, clavando las manos sobre la cama y acercándose a mi cara.

—¡Pues yo sí que soy tuyo! —Se le hincharon las venas del cuello al gritar, pero yo le devolví la mirada, negándome a dejarme amedrentar. Me miró los labios, jadeando—: Soy tuyo —susurró, mientras su ira se desvanecía al darse
cuenta de lo cerca que estábamos.

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