TRILOGIA:LA PRIMER PARTE CONTADA POR PAULA,LA SEGUNDA POR PEDRO Y LA TERCERA EN UN MOMENTO ESPECIFICO DE SUS VIDAS
domingo, 13 de abril de 2014
CAPITULO 52
Después de conseguir convencerlo de salir del apartamento con el tiempo
suficiente para ir a clase de Historia, corrimos al campus y ocupamos nuestros
asientos justo antes de que el profesor Cheney empezara. Pedro se puso su gorra
de béisbol del revés y me plantó un beso en los labios de manera que todos los
alumnos de la clase pudieran verlo.
De camino a la cafetería, me agarró por la mano y entrelazamos los dedos.
Parecía muy orgulloso de que fuéramos así cogidos y anunciáramos al mundo que
finalmente estábamos juntos. Jeronimo se fijó en que íbamos de la mano y se quedó
mirándonos con una sonrisita ridícula. No fue el único: nuestra sencilla
demostración de afecto generó miradas y murmullos por parte de todo aquel que
pasaba a nuestro lado.
En la puerta de la cafetería, Pedro exhaló el humo de la última calada de
cigarrillo y me miró cuando se dio cuenta de mi actitud vacilante. Rosario y
Valentin ya estaban dentro, mientras que Jeronimo se había encendido otro pitillo para
dejarme entrar a solas con Pedro. Tenía la certeza de que el nivel de cotilleo había
alcanzado nuevas cotas desde que Pedro me había besado delante de toda nuestra
clase de Historia y temía el momento de entrar en la cafetería. Sentía que era como
salir a un escenario.
—¿Qué pasa, Paloma? —dijo él, apretándome la mano.
—Todo el mundo nos mira.
Se llevó mi mano a la boca y me besó los dedos.
—Ya se acostumbrarán. Esto es solo el revuelo inicial. ¿Te acuerdas de
cuando empezamos a salir juntos? La curiosidad disminuyó después de un tiempo,
cuando se acostumbraron a vernos. Venga, vamos —dijo él, tirando de mí para
cruzar la puerta.
Una de las razones que me habían llevado a elegir la Universidad de
Eastern era su modesto tamaño, pero el exagerado interés por los escándalos que le
era intrínseco a veces resultaba agotador. Era una broma habitual: todo el mundo
era consciente de lo ridículo que llegaba a ser ese círculo vicioso de rumores, y aun
así todo el mundo participaba en él sin vergüenza alguna.
Nos sentamos en nuestros sitios habituales para comer. Rosario me lanzó
una sonrisa cómplice. Charlaba conmigo como si todo fuera normal, pero los
jugadores de fútbol americano, que estaban sentados en el otro extremo de la mesa,
me miraban tan sorprendidos como si estuviera en llamas.
Pedro golpeó ligeramente la manzana que tenía en el plato con su tenedor.
—¿Te la vas a comer, Paloma?
—No, toda tuya, cariño. —Las orejas me ardieron cuando Rosario levantó
bruscamente la cabeza para mirarme—. Simplemente me ha salido así —dije,
sacudiendo la cabeza.
Me volví a mirar a Pedro, cuya expresión era una mezcla de diversión y
adoración.
Habíamos intercambiado el término unas cuantas veces esa mañana, y no se
me había ocurrido que era nuevo para los demás hasta que salió de mi boca.
—Bueno, ya se puede decir que habéis llegado a ser repelentemente monos
—dijo Rosario, burlona.
Valentin me dio unas palmaditas en el hombro.
—¿Te quedas a dormir esta noche? —me preguntó, mientras acababa de
masticar el pan—. Te prometo que no saldré despotricando de mi habitación.
—Estabas defendiendo mi honor, Valen. Te perdono —dije.
Pedro dio un mordisco a la manzana. Nunca lo había visto tan feliz. La paz
de su mirada había vuelto y, aunque docenas de personas observaban cada uno de
nuestros movimientos, tenía la sensación de que todo iba… bien.
Pensé en todas las veces que había insistido en que estar con Pedro era un
error y en la cantidad de tiempo que había desperdiciado luchando contra lo que
sentía por él. Cuando lo veía sentado delante de mí y me fijaba en sus tiernos ojos
castaños y en el trozo de fruta que bailaba en su mejilla mientras lo masticaba, no
conseguía recordar qué era lo que tanto me preocupaba.
—Parece asquerosamente feliz. ¿Quiere eso decir que por fin has cedido,
Pau? —dijo Daniel, al tiempo que daba codazos a sus compañeros de equipo.
—No eres muy listo, ¿verdad, Jenks? —dijo Valentin, con el ceño fruncido.
De inmediato, el rubor se adueñó de mis mejillas, y miré a Pedro, en cuyos
ojos se leía una rabia asesina.
Mi incomodidad se volvió secundaria ante el enfado de Pedro, y sacudí la
cabeza con desdén.
—Ignóralo, no vale la pena.
Después de otro momento de tensión, relajó un poco los hombros y asintió
una vez, al tiempo que respiraba hondo. Después de unos segundos, me guiñó un
ojo. Le tendí la mano por encima de la mesa y deslicé mis dedos entre los suyos.
—Decías en serio lo de anoche, ¿no?
Empezó a hablar, pero las risas de Daniel inundaron toda la cafetería.
—¡Cielo santo! No puedo creer que hayan puesto una correa a Pedro
Alfonso.
—¿Decías en serio lo de que no querías que cambiara? —me preguntó,
apretándome la mano.
Miré a Daniel, que seguía riéndose con sus compañeros y, después, me volví
hacia Pedro.
—Absolutamente. A ver si consigues enseñarle a ese gilipollas un poco de
buena educación.
Con una sonrisa malévola, se dirigió hacia el extremo de la mesa, donde
estaba sentado Daniel. El silencio se extendió por el local, y Daniel tuvo que tragarse
su propia risa.
—Oye, Pedro, que solo estaba intentando picarte un poco —dijo,
mirándolo.
—Discúlpate con Paloma —dijo Pedro, fulminándolo desde arriba.
Daniel me miró con una sonrisa nerviosa.
—Solo…, solo bromeaba, Pau. Lo siento.
Lo observé enfurecida, mientras levantaba la mirada en busca de la
aprobación de Pedro. Cuando Pedro se alejó, Daniel se rio por lo bajo y después le
susurró algo a Benjamin. Se me desbocó el corazón cuando vi a Pedro detenerse en
seco y cerrar los puños.
Benjamin meneó la cabeza y soltó un suspiro de exasperación.
—Daniel, cuando despiertes, simplemente procura recordar una cosa…, esto
te lo has buscado tú solito.
Pedro levantó la bandeja de Jeronimo de la mesa, golpeó a Daniel en la cara con
ella, y lo tiró de la silla. Daniel intentó gatear hasta debajo de la mesa, pero Pedro lo
sacó cogiéndolo por las piernas y empezó a atizarle. Daniel se hizo un ovillo y
Pedro le pateó la espalda.
Daniel se arqueó y se volvió, apartando las manos, lo que permitió a Pedro
asestarle varios puñetazos en la cara. La sangre empezó a manar, y Pedro se
levantó sin resuello.
—Si alguna vez te atreves siquiera a mirar, pedazo de mierda, te romperé la
puta boca, ¿lo entiendes? —gritó Pedro.
Cuando dio una última patada a Daniel en la pierna, pegué un respingo.
Las trabajadoras de la cafetería se fueron a toda prisa, asustadas por las
manchas de sangre en el suelo.
—Lo siento —dijo Pedro, limpiándose la sangre de Daniel de la mejilla.
Algunos estudiantes se habían levantado para ver mejor; otros seguían
sentados, observando la escena ligeramente divertidos. Los miembros del equipo
de fútbol americano se limitaban a mirar el cuerpo inerte de Daniel en el suelo,
mientras negaban con la cabeza.
CAPITULO 51
ME desperté boca abajo, desnuda y enrollada en las sábanas de Pedro Alfonso. Mantuve los ojos cerrados mientras sentía que me acariciaba la espalda y
el brazo con los dedos.
Soltó un largo y contenido suspiro al exhalar y dijo en voz baja:
—Te quiero, Pau. Te voy a hacer feliz. Lo juro.
La cama se hundió en el centro cuando él cambió de posición;
inmediatamente, noté sus labios en la espalda mientras me iba besando
lentamente. Me quedé quieta y, justo al llegar debajo de mi oreja, se levantó y
cruzó la habitación. Sus pisadas se alejaron lentamente por el pasillo, y las tuberías
silbaron por la presión del agua de la ducha.
Abrí los ojos, me erguí y me estiré. Me dolían todos los músculos del
cuerpo, incluso aquellos cuya existencia desconocía. Mientras me sujetaba las
sábanas a la altura del pecho, miré por la ventana y observé las hojas amarillas y
rojas que caían en espiral desde las ramas al suelo.
Su teléfono móvil vibró en alguna parte del pavimento y, después de
rebuscar entre la ropa tirada en el suelo, lo encontré en el bolsillo de sus tejanos. La
pantalla se iluminó con un número, sin nombre asignado.
—¿Diga?
—Eh… ¿Está Pedro? —preguntó una mujer.
—Está en la ducha, ¿quieres que le dé algún mensaje?
—Sí, claro. Dile que Aldana ha llamado, ¿vale?
Pedro entró, atándose la toalla alrededor de la cintura, y yo sonreí mientras
le entregaba el teléfono:
—Es para ti —dije.
Me besó antes de mirar la pantalla y sacudió la cabeza.
—¿Sí? Era mi novia. ¿Qué necesitas, Aldana? —Escuchó durante un
momento y, entonces, sonrió—. Bueno, Paloma es especial, qué quieres que te diga.
—Después de una larga pausa, puso los ojos en blanco. Podía imaginar qué estaba
diciendo—. No seas zorra, Aldana. Mira, será mejor que no me llames más… Sí,
encantado —dijo, mientras me miraba con ternura—. Sí, con Pau. Lo digo en
serio, Aldi, no me llames más… Hasta otra.
Lanzó el teléfono a la cama y se sentó a mi lado.
—Parecía bastante cabreada. ¿Te ha dicho algo?
—No, solo ha preguntado por ti.
—He borrado los pocos números que tenía en el teléfono, pero imagino que
eso no impide que me llamen a mí. Si no se enteran por sí mismas, les pararé los
pies.
Me miró expectante, y no pude evitar sonreír. Nunca había visto ese lado
suyo.
—Sabes que confío en ti, ¿no?
Apretó sus labios contra los míos.
—No te culparía si esperaras que me ganara tu confianza.
—Tengo que meterme en la ducha. Ya me he perdido una clase.
—¿Ves? Se nota que soy una buena influencia.
Me puse en pie y él tiró de la sábana.
—Aldana me ha dicho que hay una fiesta de Halloween este fin de semana
en The Red Door. Fui el año pasado y me lo pasé bastante bien.
—Claro, estoy segura —dije, enarcando una ceja.
—Me refería a que asistió mucha gente, y tienen un torneo de billar y
bebidas baratas… ¿Te apetece ir?
—La verdad es que no… No me va el rollo de disfrazarme. Nunca me ha
ido.
—A mí tampoco, simplemente voy —dijo, encogiéndose de hombros.
—¿Sigue en pie lo de ir a los bolos esta noche? —dije, preguntándome si la
invitación era solo para conseguir un tiempo a solas conmigo, que ya no
necesitaba.
—¡Joder, pues claro que sí! ¡Te voy a dar una paliza!
Lo miré con los ojos entrecerrados.
—Esta vez no. Tengo un nuevo superpoder.
Se rio.
—¿Ah sí? ¿Cuál? ¿Ser malhablada?
Me agaché para darle un beso en el cuello una vez, y después subí la lengua
hasta su oreja y le besé el lóbulo. Se quedó de piedra.
—La distracción —le susurré al oído.
Me cogió de los brazos y me tumbó boca arriba.
—Creo que vas a perderte otra clase.
CAPITULO 50
Seguía con la mirada clavada en el suelo, le pasé el teléfono a Pedro y,
entonces, con dificultad levanté la mirada para comprobar la expresión de su cara:
era una combinación de confusión, sorpresa y adoración.
—Me ha colgado —dije torciendo el gesto.
Escrutó mi cara con una mirada de esperanza y cautela.
—¿Estás enamorada de mí?
—Son los tatuajes —dije encogiéndome de hombros.
Sonrió de oreja a oreja y se le marcaron los hoyuelos de las mejillas.
—Ven a casa conmigo —dijo él, envolviéndome en sus brazos.
Enarqué las cejas.
—¿Has dicho todo eso para llevarme a la cama? Debí de dejarte muy
impresionado.
—Ahora solo puedo pensar en estrecharte entre mis brazos durante toda la
noche.
—Vámonos —dije.
A pesar de la velocidad excesiva y los atajos, el camino hasta el apartamento
parecía no acabarse nunca. Cuando por fin llegamos, Pedro me subió en brazos
por las escaleras. Mientras él luchaba por abrir la puerta, me reí contra sus labios.
Cuando me dejó en el suelo y cerró la puerta detrás de nosotros, soltó un largo
suspiro de alivio.
—No sentía que este sitio fuera mi casa desde que te fuiste —dijo, antes de
besarme en los labios.
Moro vino corriendo por el pasillo y movió la colita, mientras saltaba sobre
mis piernas. Lo acaricié y lo levanté del suelo.
La cama de Valentin crujió, y sus pies retumbaron en el suelo. La puerta se
abrió de golpe, y entrecerró los ojos por la luz.
—¡Joder, Pedro, no voy a consentirte esta mierda! Estás enamorado de Pau…
—Cuando pudo enfocar la mirada, se dio cuenta de su error— … la. Hola, Pau.
—Hola, Valen —dije, mientras dejaba a Moro en el suelo.
Pedro tiró de mí, dejando atrás a su primo, que seguía estupefacto, y cerró
la puerta detrás de nosotros de una patada, atrayéndome a sus brazos y
besándome sin pensárselo dos veces, como si lo hubiéramos hecho un millón de
veces antes. Le quité la camiseta por encima de la cabeza, y él me bajó la chaqueta
por los hombros. Dejé de besarlo el tiempo suficiente para quitarme el jersey y el
top, y después me lancé de nuevo a sus brazos. Nos desvestimos el uno al otro, y a
los pocos segundos me tumbó sobre el colchón. Alargué el brazo por encima de la
cabeza para abrir el cajón y metí la mano dentro, buscando cualquier cosa que
crujiera.
—Mierda —dijo él, jadeando y frustrado—. Me deshice de ellos.
—¿Qué? ¿De todos?
—Pensaba que no ibas a…, si no iba a estar contigo, no los necesitaba.
—¡Estás de broma! —dije, dejando caer la cabeza hacia atrás contra el
cabecero.
Apoyó la frente en mi pecho.
—Considérate lo contrario a una conclusión previsible.
Sonreí y lo besé.
—¿Nunca has estado con nadie sin uno?
Negó con la cabeza.
—Nunca.
Miré a mi alrededor un momento, perdida en mis pensamientos. Mi
expresión le hizo reír.
—¿Qué haces?
—Sssh, estoy contando.
Pedro me miró un momento y entonces se inclinó para besarme el cuello.
—No puedo concentrarme si haces eso… —dije con un suspiro—.
Veinticinco y dos días… —concluí respirando.
Pedro se rio.
—¿De qué demonios estás hablando?
—Estamos seguros —dije, deslizándome para estar directamente debajo de
él.
Apretó mi pecho contra el suyo y me besó con ternura.
—¿Estás segura?
Deslicé las manos desde sus hombros hasta su culo y lo empujé contra mí.
Él cerró los ojos y soltó un largo y profundo gemido.
—Oh, Dios mío, Pau —suspiró él. Volvió a penetrarme y otro jadeo salió
de su garganta—. Joder, es una sensación alucinante.
—¿Tan diferente es?
Me miró a los ojos.
—Es diferente contigo en todo caso, pero… —Respiró hondo durante un
momento y volvió a tensarse, cerrando los ojos durante un momento—. Nunca
volveré a ser el mismo después de esto.
Sus labios buscaron cada centímetro de mi cuello y, cuando encontró su
camino a mi boca, hundí las yemas de los dedos en los músculos de sus hombros,
perdiéndome en la intensidad del beso.
Pedro me llevó las manos sobre la cabeza y entrelazó sus dedos con los
míos, apretándome las manos cada vez que empujaba. Sus movimientos se
hicieron un poco más bruscos, y clavé las uñas en sus manos cuando mis entrañas
se tensaron con una fuerza increíble.
Grité, mordiéndome el labio y cerrando con fuerza los ojos.
—Pau —susurró él. En su voz se notaba el conflicto—. Tengo… Tengo
que…
—No pares —supliqué.
Me penetró de nuevo, y gimió tan fuerte que le tapé la boca. Después de
unas cuantas respiraciones agitadas, me miró a los ojos y me besó una y otra vez.
Me cogió la cara con ambas manos y me besó otra vez, más lentamente, con más
ternura. Acarició mis labios con los suyos, y después las mejillas, la frente, la nariz
y, entonces, finalmente, volvió a mis labios.
Sonreí y suspiré. El cansancio podía conmigo. Pedro me acercó a él y tiró de
las sábanas para taparnos. Apoyé la mejilla en su pecho y él me besó en la frente
una vez más, entrelazando los dedos detrás de mí.
—No te vayas esta vez, ¿vale? Quiero despertarme exactamente así por la
mañana.
Lo besé en el pecho, presa de la culpa porque tuviera que pedírmelo.
—No me iré a ninguna parte
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