TRILOGIA:LA PRIMER PARTE CONTADA POR PAULA,LA SEGUNDA POR PEDRO Y LA TERCERA EN UN MOMENTO ESPECIFICO DE SUS VIDAS
miércoles, 9 de abril de 2014
CAPITULO 40
Nos sentamos juntos en la mesa y jugueteamos dándonos pellizcos y
codazos suaves. Pedro estaba de tan buen humor como la noche que perdí la
apuesta. Todos los que se hallaban en la mesa se fijaron y, cuando inició una
minipelea de comida conmigo, atrajo la atención de los que estaban sentados en las
mesas de alrededor.
Puse los ojos en blanco.
—Me siento como un animal en el zoo.
Pedro me observó durante un momento, se fijó en quienes nos miraban y
entonces se levantó.
—I CAN’T!—gritó.
Lo miré llena de asombro, mientras toda la estancia se volvía hacia él.Pedro
sacudió la cabeza de arriba abajo un par de veces, siguiendo el ritmo de su cabeza.
Valentin cerró los ojos.
—Oh, no.
Pedro sonrió.
—… get no… sa… tis… faction —siguió cantando—.I can’t get no…
sa-tis-fac-tion, ‘Cuz I’ve tried… and I’ve tried… and I’ve tried… and I’ve tried…—Se
subió encima de la mesa mientras todo el mundo lo miraba—.I CAN’T GET NO!
Señaló a los jugadores de fútbol que estaban al final de la mesa y sonrieron.
—I CAN’T GET NO!—gritaron al unísono, mientras el resto de la estancia
daba palmas siguiendo el ritmo.
Pedro cantaba usando su puño como micrófono.
—When I’m drivin’ in my car, and a man comes on the… ra-di-o… he’s tellin’ me
more and more… about some useless in-for-ma-tion! ¡Supposed to fire my i-ma-gi-na-tion!
I CAN’T GET NO! Uh no, no, no!
Pasó bailando junto a mí, cantando a su micrófono imaginario.
Toda la habitación cantaba en armonía: HEY, HEY, HEY!
—That’s what I’ll say!—remató Pedro.
Cuando empezó a mover las caderas, desató unos cuantos silbidos y gritos
de las chicas allí presentes. Volvió a pasar junto a mí para cantar el estribillo en el
otro extremo de la habitación, con los jugadores de fútbol americano como sus
coristas de apoyo.
—¡Yo puedo echarte una mano! —gritó una chica del fondo.
—… cuz I tried, and I tried, and I tried…—cantó él.
—I CAN’T GET NO! I CAN’T GET NO!—cantaban sus coristas.
Pedro se detuvo delante de mí y se inclinó.
—When I’m watchin’ my TV… and a… man comes on and tells me… how white
my shirts can be! Well, he can’t be a man, ‘cause he doesn’t smoke… the same cigarettes as
me! I can’t… get no! Uh no, no, no!
Todo el mundo daba palmas siguiendo el ritmo, mientras los del equipo de
fútbol entonaban:
—HEY, HEY, HEY!
—That’s what I say!—cantó Pedro, señalando al público que lo coreaba con
las palmas.
Algunas personas se levantaron para bailar con él, pero la mayoría solo
miraba con una expresión de divertido asombro.
Saltó a la mesa de al lado y Rosario gritó y aplaudió, al tiempo que me
daba un codazo. Sacudí la cabeza: me había muerto y había despertado en High
School Musical.
Los miembros del equipo de fútbol americano tarareaban la música de
fondo.
—Na, na, nanana! Na, na, na! Na na, nanana!
Pedro levantó el puño que le servía de micrófono:
—When I’m… ridin’ ‘round the world… and I’m doin’ this… and I’m signin’ that!
Bajó de un saltó y se inclinó sobre la mesa para acercarse mucho a mi cara.
—And I’m tryin’ to make some girl… tell me, uh baby better come back, maybe next
week, ‘cuz you see I’m ¡on a losin’ streak! I CAN’T GET NO! Uh no, no, no!
La estancia siguió dando palmas al ritmo de la canción, mientras el equipo
de fútbol gritaba su parte:«HEY, HEY, HEY!».
—I can’t get no! I can’t get no! Satis-faction!—me cantó, sonriendo y sin
aliento.
Todo el local estalló en aplausos e incluso se oyeron unos cuantos silbidos.
Moví la cabeza de un lado a otro, después de que me besara en la frente.
Finalmente, se levantó e hizo una reverencia. Cuando volvió a sentarse delante de
mí, dijo entre risas:
—Bueno, ya no te están mirando, ¿verdad?
—Gracias. De verdad que no deberías haberte molestado —respondí.
—¿Paupy? —Levanté la mirada y vi a Adrian de pie al final de la mesa. De
nuevo recaían en mí todas las miradas.
—Tenemos que hablar —dijo Adrian, que parecía nervioso.
Miré a Rosario, a Pedro y después a Adrian.
—¿Por favor? —me rogó, hundiendo las manos en los bolsillos.
Asentí y lo seguí fuera. Pasó de largo las ventanas hasta llegar a la
intimidad que ofrecía el lateral del edificio.
—No pretendía que la atención volviera a recaer sobre ti. Sé que odias eso.
—Pues podrías haberte limitado a llamarme si querías hablar —dije.
Él asintió sin levantar la mirada del suelo.
—No pensaba ir a buscarte a la cafetería. He visto todo el follón y después a
ti, y simplemente he entrado. Lo siento. —Esperé a que siguiera hablando—. No sé
qué ha pasado entre tú y Pedro. No es asunto mío…, al fin y al cabo, tú y yo solo
hemos salido unas cuantas veces. Al principio estaba disgustado, pero después me
di cuenta de que no me molestaría si no albergara sentimientos hacia ti.
—No me acosté con él, Adrian. Solo me sujetó el pelo en su lavabo mientras
yo vomitaba todo el tequila que había bebido. En eso consistió todo el
romanticismo.
Soltó una carcajada.
—No creo que podamos tener una oportunidad de verdad…, no mientras
sigas viviendo con Pedro. La verdad, Pau, es que me gustas. No sé por qué, pero
no puedo dejar de pensar en ti. —Sonreí y me cogió de la mano, recorriendo mi
pulsera con el dedo—. Probablemente te asusté con este regalo ridículo, pero
nunca antes había estado en una situación así. Siento que tengo que competir
constantemente con Pedro por tu atención.
—No me asustaste con la pulsera.
Apretó los labios.
—Me gustaría volver a invitarte a salir dentro de un par de semanas,
cuando se haya acabado tu mes con Pedro. Entonces, podremos concentrarnos en
conocernos mutuamente sin distracciones.
—Me parece bien.
Se inclinó hacia delante y, con los ojos cerrados, juntó sus labios con los
míos.
—Te llamaré pronto.
Yo le dije adiós con la mano; después volví a la cafetería y, cuando pasé
junto a Pedro, me cogió y me sentó en su regazo.
—¿Y bien? ¿Es difícil romper?
—Quiere intentarlo de nuevo cuando vuelva a Morgan.
—Mierda, ahora tengo que pensar en otra apuesta —dijo, tirando del plato
que tenía delante de mí.
CAPITULO 39
Jeronimo sacudió la cabeza.
—Vale, entonces, ¿estás con Adrian o con Pedro? Estoy confuso.
—Adrian no me habla, así que eso está bastante en el aire ahora mismo
—dije, balanceándome para reajustarme la mochila.
Soltó una bocanada de humo, y después se quitó un poco de tabaco de la
lengua.
—Entonces, ¿estás con Pedro?
—Somos amigos, Jeronimo.
—Te das cuenta de que todo el mundo piensa que tenéis uno de esos pactos
de amigos con derecho a roce y que os negáis a admitirlo, ¿verdad?
—Me da igual. Que la gente piense lo que quiera.
—¿Y eso desde cuándo es así? ¿Qué pasó con la nerviosa, misteriosa y
reservada Pau que conozco y quiero?
—Murió por el estrés de tantos rumores y suposiciones.
—Qué mal. Voy a echar de menos señalarla y reírme de ella.
Le pegué un manotazo a Jeronimo en el brazo, y se rio.
—Bueno, ya va siendo hora de que dejes de fingir —dijo él.
—¿A qué te refieres?
—Cariño, estás hablando con alguien que se ha pasado la mayor parte de su
vida fingiendo. Se te ve venir a la legua.
—¿Qué intentas decir? ¿Que soy lesbiana y me niego a salir del armario?
—No, que ocultas algo. La chica recatada y sofisticada, con chaquetas de
punto y que va a restaurantes elegantes con Adrian Hayes…, esa no eres tú. O bien
eras una estríper de pueblo o bien has estado en rehabilitación. Apuesto por la
segunda opción.
Solté una gran carcajada.
—¡Eres un adivino terrible!
—Entonces, ¿qué secreto guardas?
—Si te lo dijera, ya no sería un secreto, ¿no?
El gesto de su rostro se afiló con una sonrisa maliciosa.
—Tú sabes el mío, ahora me toca a mí saber el tuyo.
—Siento traer malas noticias, pero tu orientación sexual no es exactamente
un secreto, Jeronimo.
—¡Joder! Y yo que pensaba que tenía un rollo ambiguo —dijo, dando otra
calada al cigarrillo.
Antes de hablar, me encogí de la vergüenza.
—¿Tuviste una buena vida familiar en casa, Jeronimo?
—Mi madre es genial…, mi padre y yo tuvimos que solucionar un montón
de asuntos, pero ahora estamos bien.
—Pues yo tuve a Ruben Chaves de padre.
—¿Quién es ese?
Me reí.
—¿Ves? No tiene importancia si no sabes quién es.
—Bueno, ¿y quién es?
—Un desastre. El juego, la bebida, el mal carácter…, todo eso es hereditario
en mi familia. Rosario y yo vinimos aquí para que yo pudiera empezar de cero,
sin el estigma de ser la hija de una vieja gloria famosa por sus borracheras.
—¿Una vieja gloria del juego de Wichita?
—Nací en Nevada. En aquella época, Ruben convertía en oro todo lo que
tocaba. Cuando cumplí trece años, su suerte cambió.
—Y te echó la culpa a ti.
—Rosario renunció a mucho para venir aquí conmigo y que así yo pudiera
escapar; pero llego aquí y me doy de bruces con Pedro.
—Y cuando miras a Pedro…
—Todo me resulta demasiado familiar.
Jeronimo asintió mientras tiraba el cigarrillo al suelo.
—Joder, Pau, qué mierda.
Fruncí el ceño.
—Si le dices a alguien lo que acabo de contarte, llamaré a la mafia. Tengo
algunos contactos, ¿sabes?
—Gilipolleces.
Me encogí de hombros.
—Puedes creer lo que quieras.
Jeronimo me miró con recelo y sonrió.
—Eres oficialmente la persona más guay que conozco.
—Eso es triste, Jeronimo. Deberías salir más —dije, deteniéndome en la entrada
de la cafetería.
Él me levantó la barbilla.
—Todo saldrá bien. Creo firmemente en ese rollo de que todo pasa por una
razón. Viniste aquí, Rosario conoció a Valentin, descubristeis el Círculo y algo que
tienes puso el mundo de Pedro Alfonso patas arriba. Piénsalo —dijo, antes de
plantarme un fugaz beso en los labios.
—¡Eh! —dijo Pedro. Me cogió por la cintura, me levantó del suelo y volvió a
dejarme en el suelo detrás de él—. ¡Pensaba que contigo no tendría que
preocuparme de esa mierda, Jeronimo! ¡Échame una mano! —dijo bromeando.
Jeronimo se apoyó en Pedro y me guiñó un ojo.
—Hasta luego, Cookie.
Cuando Pedro se volvió a mirarme, su sonrisa se desvaneció.
—¿A qué viene ese ceño fruncido?
Sacudí la cabeza e intenté dejar que la adrenalina siguiera su curso.
—Es que no me gusta ese mote. Me trae muy malos recuerdos.
—¿Algún apodo cariñoso del joven ministro?
—No —gruñí.
Pedro se dio un puñetazo en la palma de la mano.
—¿Quieres que vaya a patearle el culo a Jeronimo? ¿Que le dé una lección?
Puedo dejarlo hecho trizas.
No pude evitar sonreír.
—Si quisiera hacer trizas a Jeronimo, simplemente le diría que Prada se ha
declarado en quiebra, y él mismo acabaría el trabajito por mí.
Pedro se rio y señaló la puerta.
—¡Vamos! Aquí me estoy consumiendo.
CAPITULO 38
Las mandíbulas de Pedro volvieron a tensarse, y después me pasó el brazo
por encima. Hizo una pausa y me dio un beso en la frente, presionando su mejilla
contra mi sien.
—No importa lo mucho que lo intente. Me odiarás cuando todo esté dicho y
hecho.
Lo rodeé con mis brazos.
—Tenemos que ser amigos, no aceptaré un no por respuesta —dije,
citándolo.
Levantó las cejas y después me acercó a él con ambos brazos, todavía
mirando por la ventana.
—Paso mucho tiempo mirándote dormir. ¡Siempre pareces tan en paz! Yo
no tengo ese tipo de paz. Tengo ira y rabia hirviendo dentro de mí, excepto cuando
te observo dormir. Eso es lo que estaba haciendo cuando Adrian entró —prosiguió
él—. Yo estaba despierto y él entró, y simplemente se quedó ahí con esa mirada
horrorizada en su cara. Sabía lo que pensaba, pero no lo saqué de su error. No se lo
expliqué porque quería que pensara que había pasado algo. Ahora todo el mundo
piensa que estuviste con los dos la misma noche.
Moro se abrió camino con el hocico en mi regazo, y le rasqué detrás de las
orejas. Pedro alargó la mano para acariciarlo una vez, y después dejó su mano
sobre la mía.
—Lo siento.
Me encogí de hombros.
—Si se cree todo ese cotilleo, es cosa suya.
—Es difícil que piense otra cosa después de vernos juntos en la cama.
—Sabe que estoy instalada en tu casa. Y estaba totalmente vestida, por Dios
santo.
Pedro suspiró.
—Probablemente estaba demasiado cabreado para darse cuenta. Sé que le
gustas, Paloma. Debería habérselo explicado. Te lo debía.
—No importa.
—¿No estás enfadada? —preguntó él, sorprendido.
—¿Por eso estás tan disgustado? ¿Pensabas que me enfadaría contigo
cuando me dijeras la verdad?
—Deberías estarlo. Si alguien por su cuenta y riesgo hundiera mi
reputación, estaría un poco cabreado.
—Pero si a ti te dan igual las reputaciones. ¿Qué ha pasado con el Pedro al
que le importa una mierda lo que piense todo el mundo? —dije para hacerlo
rabiar, mientras le daba un suave codazo.
—Eso fue antes de que viera la mirada que pusiste cuando oíste lo que todo
el mundo decía. No quiero que te hieran por mi culpa.
—Nunca harías nada que me hiriera.
—Antes me cortaría el brazo —suspiró él.
Apoyó la mejilla contra mi pelo. No sabía qué responder. Pedro parecía
haber dicho todo lo que necesitaba, así que nos quedamos allí sentados en silencio.
De vez en cuando, Pedro me apretaba con más fuerza contra él. Yo le agarré de la
camiseta, sin saber de qué otro modo podía hacer que se sintiera mejor, además de
dejándole que me abrazara.
Cuando el sol empezó a ponerse, oí un débil golpe en la puerta.
—¿Pau? —La voz de Rosario sonaba tenue al otro lado de la madera.
—Entra, Ro —respondió Pedro.
Rosario entró con Valentin, y sonrió al vernos el uno en brazos del otro.
—Íbamos a salir a comer algo. ¿Os apetece ir al Pei Wei?
—Uf… ¿Asiático otra vez, Ro? ¿De verdad? —preguntó Pedro.
Sonreí. Volvía a ser el de siempre otra vez. Rosario también se había dado
cuenta.
—Sí, de verdad. ¿Venís o no, chicos?
—Me muero de hambre —dije.
—Claro, no llegaste a comer nada al mediodía —dijo él, frunciendo el
entrecejo.
Se levantó, arrastrándome con él.
—Venga, vamos a que comas algo.
Pedro siguió rodeándome con el brazo y no me soltó hasta que estuvimos
en la barra del Pei Wei.
En cuanto Pedro se fue al lavabo, Rosario se acercó a mí.
—¿Y bien? ¿Qué te ha dicho?
—Nada —respondí.
Enarcó una ceja.
—Habéis estado en su habitación durante dos horas ¿y no te ha dicho nada?
—Normalmente no lo hace cuando está tan enfadado —dijo Valentin.
—Tiene que haber dicho algo —insistió Rosario.
—Dijo que perdió un poco los estribos por defenderme y que no le dijo la
verdad a Adrian cuando estuvo en el apartamento. Eso es todo —dije, mientras
corregí el punto de sal y pimienta.
Valentin sacudió la cabeza, con los ojos cerrados.
—¿Qué pasa, cariño? —preguntó Rosario, que estaba sentada más allá.
—Pedro… —dijo con un suspiro, antes de poner los ojos en blanco—.
Olvidadlo.
La expresión de Rosario demostraba terquedad.
—Demonios, no, no puedes simplemente…
Dejó la frase en el aire cuando Pedro se sentó y pasó el brazo por detrás de
mí.
—¡Joder! ¿Todavía no han traído la comida?
Nos reímos y bromeamos hasta que el restaurante cerró; después nos
metimos en el coche para volver a casa. Valentin subió las escaleras llevando a
Rosario a caballito, pero Pedro se quedó detrás y me tiró del brazo para que no
los siguiera de inmediato. Se quedó observando a nuestros amigos hasta que
desaparecieron tras la puerta y entonces me ofreció una sonrisa de pesar.
—Te debo una disculpa por lo de hoy, así que lo siento.
—Ya te has disculpado. Está bien.
—No, me he disculpado por lo de Adrian. No quiero que pienses que soy
una especie de psicópata que va por ahí atacando a la gente por cualquier
nimiedad —dijo él—, pero te debo una disculpa porque no te defendí por la razón
correcta.
—¿A qué te refieres? —le apremié.
—Salté porque dijo que quería ser el siguiente de la cola, no porque se
estuviera metiendo contigo.
—La simple insinuación de que hay una cola es razón suficiente para que
me defiendas, Pepe.
—A eso voy. Estaba cabreado porque interpreté que quería acostarse
contigo.
Después de asimilar lo que Pedro quería decir, lo cogí por ambos lados de
la camiseta y apoyé la frente contra su pecho.
—¿Sabes qué? No me importa —dije, levantando la mirada hacia él—. No
me importa lo que diga la gente, o que perdieras los estribos, o que le hicieras una
cara nueva a Daniel. Lo último que quiero es tener mala fama, pero estoy cansada
de darle explicaciones a todo el mundo sobre nuestra amistad. Se pueden ir todos
al diablo.
La mirada de Pedro se endulzó, y las comisuras de su boca se curvaron
hacia arriba.
—¿Nuestra amistad? A veces me pregunto si alguna vez me escuchas.
—¿Qué quieres decir?
—Entremos. Estoy cansado.
Asentí, y me sujetó contra él hasta que entramos en el apartamento. Rosario
y Valentin ya se habían encerrado en su dormitorio, y yo entré y salí de la ducha.
Pedro se quedó sentado con Moro fuera mientras me ponía el pijama y, al cabo de
media hora, ambos estábamos en la cama.
Apoyé la cabeza en el brazo, y solté una larga y relajante bocanada de aire.
—Solo quedan dos semanas. ¿Qué te inventarás para cuando tenga que
volver a Morgan?
—No lo sé —respondió.
Podía ver su ceño fruncido, incluso en la oscuridad.
—Oye. —Le acaricié el brazo—. Era una broma.
Me quedé observándolo durante un buen rato, respirando, parpadeando e
intentando relajarme. Dio unas cuantas vueltas y después me miró.
—¿Confías en mí, Paloma?
—Sí, ¿por qué?
—Ven aquí —dijo, acercándome a él.
Estuve tensa durante unos segundos antes de relajar la cabeza sobre su
pecho. Al margen de lo que le pasara, me necesitaba cerca, y no habría podido
negarme aunque hubiera querido. Allí, tumbada a su lado, me sentía bien.
CAPITULO 37
Fuimos hasta el aparcamiento, y Rosario redujo la velocidad para detenerse
entre el Charger de Valentin y la Harley de Pedro. Se encaminó hacia las escaleras,
llevándose las manos a las caderas con un toque de su propio estilo dramático.
—¡Vamos, Pau! —gritó Rosario, haciéndome gestos para que la siguiera.
Aunque dubitativa, finalmente la seguí, pero me detuve cuando vi a
Valentin correr escaleras abajo y decirle algo en voz baja a Rosario al oído. Me
miró, sacudió la cabeza y volvió a susurrarle algo.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Valen… —empezó a decir inquieta—, Valen cree que no es muy buena idea
que entremos. Pedro continúa bastante enfadado.
—Quieres decir que cree que yo no debería entrar —dije.
Rosario se encogió de hombros tímidamente y después miró a Valentin, que
me tocó el hombro.
—No has hecho nada malo,Pau, pero… no quiere verte ahora mismo.
—Si no he hecho nada malo, ¿por qué no quiere verme?
—No estoy seguro; no quiere decírmelo. Me parece que le avergüenza haber
perdido los estribos delante de ti.
—¡Perdió los estribos delante de toda la cafetería! ¿Qué tengo que ver yo
con eso?
—Más de lo que crees —dijo Valentin, esquivando mi mirada.
Los miré durante un momento y después los empujé para abrirme paso
escaleras arriba. Abrí las puertas de golpe, pero solo encontré un salón vacío. La
puerta de la habitación de Pedro estaba cerrada, así que llamé.
—¿Pedro? Soy yo, abre.
—Lárgate, Paloma —gritó desde el otro lado de la puerta.
Me asomé y lo vi sentado en el filo de la cama, delante de la ventana. Moro le
daba pataditas en la espalda, triste porque lo ignoraran.
—¿Qué te pasa, Pepe? —pregunté.
No respondió, así que me quedé de pie a su lado, con los brazos cruzados.
Su mandíbula se tensó, pero no con la expresión aterradora de la cafetería, sino que
más bien parecía deberse a la tristeza. A una tristeza profunda y desesperada.
—¿No quieres hablar conmigo de lo que ha pasado?
Esperé, pero siguió en silencio; me di media vuelta hacia la puerta y
finalmente soltó un suspiro.
—¿Te acuerdas de cuando el otro día Benjamin empezó a picarme y tú saliste en
mi defensa? Bueno…, pues eso es lo que ha pasado. Solo que se me ha ido un poco
de las manos.
—Estabas enfadado antes de que Daniel dijera nada —dije, después de volver
a sentarme junto a él en la cama.
Él seguía mirando por la ventana.
—Decía en serio lo de antes. Tienes que irte, Paloma. Dios sabe que yo no
puedo alejarme de ti.
Le toqué el brazo.
—Tú no quieres que me vaya.
CAPITULO 36
Valentin me dio un codazo, mientras yo seguía con la mirada fija en su
primo.
—Simplemente se siente mal. Quizá intenta no alimentar el rumor.
—No tienes por qué sentarte ahí, Pepe. Vamos, ven aquí —dije, dando unas
palmaditas sobre la superficie vacía que tenía delante de mí.
—He oído que te lo pasaste genial en tu cumpleaños, Pau —dijo Daniel
Jenks, lanzando un trozo de lechuga al plato de Pedro.
—No empieces, Jenks —le avisó Pedro, con el ceño fruncido.
Daniel sonrió, levantando sus mofletes redondos y rosáceos.
—He oído que Adrian está furioso. Dijo que pasó por tu apartamento ayer, y
que Pedro y tú seguíais en la cama.
—Estaban durmiendo una siesta, Daniel —replicó con desdén Rosario.
Mis ojos se clavaron en Pedro.
—¿Adrian fue al apartamento?
Se movió incómodo en su silla.
—Iba a decírtelo.
—¿Cuándo? —le solté yo.
Rosario se acercó a mi oído.
—Adrian se enteró del rumor y fue a pedirte explicaciones. Intenté
detenerlo, pero cruzó el pasillo y… se llevó una idea totalmente equivocada.
Planté los codos en la mesa y me tapé la cara con las manos.
—Esto se pone cada vez mejor.
—Entonces, ¿no llegasteis a mayores? —preguntó Daniel—. Joder, qué asco.
La verdad es que pensaba que Pau era buena para ti,Pepe.
—Será mejor que lo dejes ya, Daniel—le avisó Valentin.
—Si no piensas acostarte con ella, ¿te importa si lo hago yo? —dijo Daniel,
riéndose junto con sus compañeros de equipo.
Me ardía la cara por la vergüenza, pero entonces Rosario me gritó al oído;
Pedro había dado un salto desde su asiento. Se lanzó por encima de la mesa, cogió
a Daniel por la garganta con una mano, y le agarró con el puño por la camiseta.
Deslizó al chico por encima de la mesa, mientras se oía el ruido de docenas de
sillas arrastrándose por el suelo de la gente que se levantaba para mirar. Pedro le
golpeaba una y otra vez en la cara, y su codo se elevaba en el aire antes de asestar
cada golpe. Lo único que Daniel podía hacer era taparse la cara con las manos.
Nadie tocó a Pedro. Estaba fuera de control, y su reputación disuadía a
cualquiera de entrometerse. Los jugadores de fútbol americano se agachaban y
ponían muecas de dolor mientras observaban cómo atacaban a su compañero sin
piedad en el suelo de baldosas.
—¡Pedro! —grité, mientras rodeaba la mesa.
Cuando estaba a punto de asestarle otro golpe, Pedro detuvo su puño y,
después, soltó la camiseta de Daniel y lo dejó caer al suelo. Jadeaba cuando se volvió
a mirarme; nunca lo había visto con un aspecto tan aterrador. Tragué saliva y
retrocedí un paso, cuando él me golpeó en el hombro al pasar junto a mí.
Di un paso para seguirlo, pero Rosario me cogió del brazo. Valentin le dio
un beso rápido, y después siguió a su primo al exterior.
—Joder —susurró Rosario.
Nos volvimos y vimos a los compañeros de Daniel recogerlo del suelo; no
pude evitar estremecerme al ver su cara roja e hinchada. Le sangraba la nariz, y
Benjamin le dio una servilleta de la mesa.
—¡Ese loco hijo de puta! —gruñó Daniel, sentándose en la silla y tapándose la
cara con la mano. Entonces me miró—. Lo siento, Pau, solo estaba bromeando.
No sabía qué responder. Nadie podía explicar qué había pasado más que él.
—Para que lo sepas, no se acostó con ninguno de los dos —dijo Rosario.
—Nunca sabes cuándo cerrar el pico, Jenks —dijo Benjamin, asqueado.
Rosario me cogió del brazo.
—Venga, vámonos.
No perdió ni un minuto en meterme en su coche. Cuando lo puso en
marcha, la cogí de la muñeca.
—¡Espera! ¿Adónde vamos?
—A casa de Valen. No quiero que esté a solas con Pedro. ¿No lo has visto?
Ese tío ha perdido totalmente el control.
—Bueno, ¡pues yo tampoco quiero estar cerca de él!
Rosario me miró con incredulidad.
—Obviamente, le pasa algo. ¿No quieres saber qué es?
—Mi instinto de supervivencia prevalece sobre mi curiosidad en este punto,
Ro.
—Lo único que lo detuvo fue tu voz, Pau. Te escuchará. Tienes que hablar
con él.
Suspiré y le solté la muñeca, dejándome caer sobre el respaldo de mi
asiento.
—Está bien, vamos.
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