miércoles, 9 de abril de 2014

CAPITULO 37




Fuimos hasta el aparcamiento, y Rosario redujo la velocidad para detenerse
entre el Charger de Valentin y la Harley de Pedro. Se encaminó hacia las escaleras,
llevándose las manos a las caderas con un toque de su propio estilo dramático.
—¡Vamos, Pau! —gritó Rosario, haciéndome gestos para que la siguiera.
Aunque dubitativa, finalmente la seguí, pero me detuve cuando vi a
Valentin correr escaleras abajo y decirle algo en voz baja a Rosario al oído. Me
miró, sacudió la cabeza y volvió a susurrarle algo.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Valen… —empezó a decir inquieta—, Valen cree que no es muy buena idea
que entremos. Pedro continúa bastante enfadado.
—Quieres decir que cree que yo no debería entrar —dije.
Rosario se encogió de hombros tímidamente y después miró a Valentin, que
me tocó el hombro.
—No has hecho nada malo,Pau, pero… no quiere verte ahora mismo.
—Si no he hecho nada malo, ¿por qué no quiere verme?
—No estoy seguro; no quiere decírmelo. Me parece que le avergüenza haber
perdido los estribos delante de ti.
—¡Perdió los estribos delante de toda la cafetería! ¿Qué tengo que ver yo
con eso?
—Más de lo que crees —dijo Valentin, esquivando mi mirada.
Los miré durante un momento y después los empujé para abrirme paso
escaleras arriba. Abrí las puertas de golpe, pero solo encontré un salón vacío. La
puerta de la habitación de Pedro estaba cerrada, así que llamé.
—¿Pedro? Soy yo, abre.
—Lárgate, Paloma —gritó desde el otro lado de la puerta.
Me asomé y lo vi sentado en el filo de la cama, delante de la ventana. Moro le
daba pataditas en la espalda, triste porque lo ignoraran.
—¿Qué te pasa, Pepe? —pregunté.
No respondió, así que me quedé de pie a su lado, con los brazos cruzados.
Su mandíbula se tensó, pero no con la expresión aterradora de la cafetería, sino que
más bien parecía deberse a la tristeza. A una tristeza profunda y desesperada.
—¿No quieres hablar conmigo de lo que ha pasado?
Esperé, pero siguió en silencio; me di media vuelta hacia la puerta y
finalmente soltó un suspiro.
—¿Te acuerdas de cuando el otro día Benjamin empezó a picarme y tú saliste en
mi defensa? Bueno…, pues eso es lo que ha pasado. Solo que se me ha ido un poco
de las manos.
—Estabas enfadado antes de que Daniel dijera nada —dije, después de volver
a sentarme junto a él en la cama.
Él seguía mirando por la ventana.
—Decía en serio lo de antes. Tienes que irte, Paloma. Dios sabe que yo no
puedo alejarme de ti.
Le toqué el brazo.
—Tú no quieres que me vaya.

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