TRILOGIA:LA PRIMER PARTE CONTADA POR PAULA,LA SEGUNDA POR PEDRO Y LA TERCERA EN UN MOMENTO ESPECIFICO DE SUS VIDAS
lunes, 31 de marzo de 2014
CAPITULO 9
La puerta se abrió y me sobresalté.
—¿Ro?
—No, soy yo —dijo Pedro.
Automáticamente me tapé con los brazos las partes que no quería que él
viera.
—¿Qué haces aquí? ¡Lárgate!
—Te has olvidado de coger una toalla, y te traigo tu ropa, tu cepillo de
dientes y algún tipo de extraña crema facial que he encontrado en tu bolso.
—¿Has estado rebuscando entre mis cosas? —chillé.
No respondió. En lugar de eso, oí girar la llave del grifo y que empezaba a
lavarse los dientes. Me asomé por la cortina de plástico, sin dejar de sujetarla
contra mi pecho.
—Sal de aquí, Pedro. —Levantó la mirada hacia mí, con los labios cubiertos
de espuma de la pasta de dientes.
—No puedo irme a la cama sin lavarme los dientes.
—Si te acercas a menos de medio metro de la cortina, te sacaré los ojos
mientras duermes.
—No voy a mirar, Paloma —dijo él riéndose.
Esperé bajo el agua con los brazos fuertemente apretados alrededor del
pecho. Él escupió, hizo gárgaras y volvió a escupir; después la puerta se cerró. Me
aclaré el jabón de la piel, me sequé tan rápido como pude y me vestí con una
camiseta y unos pantalones cortos, mientras me ponía las gafas y me pasaba el
peine por el pelo. Me fijé en la hidratante de noche que Pedro me había traído, y
no pude evitar sonreír. Cuando quería, podía ser atento y casi simpático. Entonces,
volvió a abrir la puerta.
—¡Vamos Paloma! ¡Me están saliendo canas aquí fuera!
Le lancé el peine y él se agachó. Después cerró la puerta y se fue riendo para
sus adentros hasta su habitación. Me lavé los dientes y después recorrí el pasillo,
pasando por delante del dormitorio de Valentin.
—Buenas noches, Pau —gritó Rosario desde la oscuridad.
—Buenas noches, Ro.
Dudé antes de llamar suavemente dos veces a la puerta de Pedro.
—Entra, Paloma. No hace falta que llames.
Abrió la puerta, entré y vi su cama de barras de hierro, en paralelo a la
hilera de ventanas que había en el lado más alejado de la habitación. Las paredes
estaban desnudas excepto la parte sobre el cabecero, ocupada por un sombrero
mexicano. En cierto modo, esperaba que su habitación estuviera cubierta de
pósteres de mujeres medio desnudas, pero ni siquiera vi un anuncio de marca de
cerveza. Su cama era negra; la alfombra, gris; y todo lo demás, blanco. Parecía que
acabara de mudarse.
—Bonito pijama —dijo Pedro, observando mis pantalones cortos amarillos
y mi camiseta gris. Se sentó en la cama y dio unas palmaditas sobre la almohada
que estaba a su lado—. Vamos, ven. No voy a morderte.
—No me das miedo —dije, antes de acercarme a la cama y de dejar caer mi
libro de Biología a su lado—. ¿Tienes un boli?
Él señaló con la cabeza la mesita de noche.
—En el cajón de arriba.
Alargué el brazo sobre la cama y abrí el cajón, donde encontré tres
bolígrafos, un lápiz, un tubo de lubricante y un tarro transparente de cristal
rebosante de cajas de diferentes marcas de condones. Con asco, cogí un bolígrafo y
cerré el cajón.
—¿Qué? —preguntó él, mientras pasaba una página de mi libro.
—¿Has asaltado una clínica?
—No. ¿Por qué?
Le quité el tapón al boli, incapaz de ocultar la expresión de asco de mi cara.
—Por tu provisión de condones de por vida.
—Mejor prevenir que curar, ¿no?
Puse los ojos en blanco. Pedro pasaba las páginas con una ligera sonrisa en
los labios. Me leyó los apuntes, recalcando los puntos principales mientras me
hacía preguntas y me explicaba pacientemente lo que no entendía.
Después de una hora, me quité las gafas y me froté los ojos.
—Estoy rendida. No puedo memorizar ni una sola macromolécula más.
Pedro sonrió y cerró mi libro.
—De acuerdo.
Me quedé quieta, sin saber cómo íbamos a arreglárnoslas para dormir.
Pedro salió de la habitación al pasillo y murmuró algo al pasar por delante de la
habitación de Valentin, antes de abrir el agua de la ducha. Aparté las sábanas y,
después, me cubrí con ellas hasta el cuello, mientras oía el agudo silbido del agua
que corría por las tuberías.
Diez minutos después, el agua dejó de caer y el suelo crujió bajo los pasos
de Pedro. Cruzó la habitación con una toalla alrededor de las caderas. Tenía
tatuajes en lados opuestos del pecho, y unos dibujos tribales le cubrían los
abultados hombros. En el brazo derecho, las líneas y símbolos negros se extendían
desde el hombro hasta la muñeca, mientras que en el izquierdo se detenían en el
codo, con una sola línea de texto en la parte inferior del antebrazo. Con toda la
intención, me mantuve de espaldas cuando se colocó de pie delante de la cómoda,
dejó caer la toalla y se puso un par de calzoncillos.
Tras apagar la luz, se metió en la cama junto a mí.
—¿Vas a dormir aquí? —le pregunté, dándome la vuelta para mirarlo.
La luna llena que entraba por las ventanas arrojaba sombras sobre su cara.
—Pues claro. Esta es mi cama.
—Lo sé, pero… —Hice una pausa: las únicas opciones que me quedaban
eran el sofá o el sillón.
Pedro sonrió y meneó la cabeza.
—¿A estas alturas todavía no confías en mí? Me portaré bien, lo prometo
—dijo, levantando unos dedos que, con toda seguridad, los Boy Scouts de América
nunca habrían considerado usar.
No discutí, simplemente me di media vuelta y apoyé la cabeza en la
almohada, después de amontonar las sábanas detrás de mí para crear una clara
barrera entre su cuerpo y el mío.
—Buenas noches, Paloma —me susurró al oído.
Sentí su aliento mentolado en mi mejilla, lo que me puso toda la piel de
gallina. Gracias a Dios, estábamos lo suficientemente a oscuras como para que no
pudiera ver mi embarazo o el rubor en las mejillas que siguió.
CAPITULO 8
Fui corriendo a mi habitación, empujé la puerta para entrar y dejé caer la
mochila en el suelo.
—No tenemos agua caliente —murmuró Carla desde su escritorio.
—Eso he oído.
Mi móvil vibró y lo desbloqueé. Había recibido un mensaje de Rosario en el
que maldecía las calderas. Un momento después, oí una llamada en la puerta.
Rosario entró y se desplomó en mi cama, con los brazos cruzados.
—¿Te puedes creer esta mierda? Con todo lo que estamos pagando y ni
siquiera podemos darnos una ducha caliente.
Carla suspiró.
—Deja de lloriquear. ¿Por qué no te quedas con tu novio y ya está? ¿No has
estado haciéndolo ya de todos modos?
Rosario lanzó una mirada asesina a Carla.
—Buena idea, Carla. El hecho de que seas una zorra total resulta útil a veces.
Carla no apartó la mirada de la pantalla de su ordenador, sin inmutarse por
la pulla.
Rosario sacó su teléfono móvil y tecleó un mensaje con una precisión y una
velocidad sorprendentes. Su móvil trinó y ella me sonrió.
—Nos quedaremos con Valen y Pedro hasta que arreglen las calderas.
—¿Qué? ¡Desde luego que no! —grité.
—¿Cómo? Por supuesto que sí. No tiene sentido que te quedes tirada aquí,
congelándote en la ducha cuando Pedro y Valen tienen dos baños en su casa.
—A mí no me ha invitado nadie.
—Te he invitado yo. Valen ya me ha dicho que le parecía bien. Puedes
dormir en el sofá… si Pedro no lo usa.
—¿Y si lo utiliza?
Rosario se encogió de hombros.
—Entonces, puedes dormir en la cama de Pedro.
—¡Ni en sueños!
Ella puso los ojos en blanco.
—No seas cría, Pau. Sois amigos, ¿no? Si no ha intentado nada a estas
alturas, no creo que lo haga ya.
Sus palabras me cerraron el pico. Pedro había estado rondándome de un
modo o de otro todas las noches durante algunas semanas. Me había sentido tan
ocupada asegurándome de que todo el mundo supiera que éramos amigos que no
se me había ocurrido que realmente solo se mostraba interesado en mi amistad. No
estaba segura de por qué, pero me sentí insultada.
Carla nos miró con incredulidad.
—¿Pedro Alfonso no ha intentado acostarse contigo?
—¡Somos amigos! —dije a la defensiva.
—Ya, ya, pero ¿ni siquiera lo ha intentado? Se ha acostado con todo el
mundo.
—Excepto con nosotras —dijo Rosario, escrutándola—. Y contigo.
Carla se encogió de hombros.
—Bueno, yo no lo conozco. Solo he oído hablar de él.
—Exactamente —le espeté—. Ni siquiera lo conoces.
Carla volvió a su ordenador, ignorando nuestra presencia. Suspiré.
—Vale, Ro. Necesito coger unas cuantas cosas.
—Asegúrate de llevar suficiente ropa para unos cuantos días, quién sabe
cuánto tardarán en arreglar las calderas —dijo ella, demasiado emocionada.
El miedo se apoderó de mí, como si fuera a colarme en territorio enemigo.
—Hum…, está bien.
Rosario dio un salto y me abrazó.
—¡Qué divertido va a ser esto!
Media hora después, habíamos cargado su Honda y nos dirigíamos al
apartamento. Rosario apenas se tomó un respiro entre frases incoherentes,
mientras conducía. Tocó el claxon cuando se disponía a detenerse donde solía
aparcar. Valentin bajó corriendo los escalones y sacó nuestras dos maletas del
maletero, antes de seguirnos escaleras arriba.
—Está abierto —dijo él, resoplando.
Rosario empujó la puerta y la mantuvo abierta. Valentin gruñó cuando dejó
caer nuestro equipaje en el suelo.
—¡Nena, tu maleta pesa diez kilos más que la de Pau!
Rosario y yo nos quedamos heladas cuando una mujer emergió del baño,
abotonándose la blusa.
—Hola —dijo ella, sorprendida.
Sus ojos con el rímel corrido nos examinaron antes de ir a parar a nuestro
equipaje. La reconocí como la chica morena de piernas largas a la que Pedro había
seguido desde la cafetería.
Rosario clavó la mirada en Valentin, que levantó las manos.
—¡Está con Pedro!
Pedro apareció en calzoncillos y bostezó. Miró a su invitada y le dio una
palmadita en el trasero.
—La gente a la que esperaba está aquí. Será mejor que te vayas.
Ella sonrió y lo envolvió con sus brazos, mientras lo besaba en el cuello.
—Te dejaré mi número sobre la encimera.
—Eh…, no te molestes —dijo Pedro en tono distendido.
—¿Cómo? —preguntó ella, echándose hacia atrás para mirarlo a los ojos.
—¡Siempre lo mismo! —dijo Rosario. Miró a la mujer—. ¿Cómo puede ser
que te sorprendas? ¡Es Pedro Alfonso, joder! ¡Es famoso precisamente por eso,
pero las chicas siempre se sorprenden! —prosiguió ella volviéndose hacia Valentin,
que la rodeó con el brazo y le hizo gestos para que se calmara.
La chica frunció el ceño a Pedro, cogió su cartera y salió hecha una furia,
dando un portazo tras ella. Pedro, por su parte, fue hasta la cocina y abrió la
nevera como si no hubiera pasado nada.
Rosario meneó la cabeza y reanudó su camino por el pasillo. Valentin la
siguió, arqueando el cuerpo para compensar el peso de la maleta que arrastraba.
Me derrumbé sobre el sillón abatible y suspiré, mientras me preguntaba si
estaba loca por haber accedido a ir allí. No había tenido en cuenta que el
apartamento de Valentin era una puerta giratoria para barbies tontas.
Pedro estaba de pie detrás de la encimera donde desayunaban, con los
brazos cruzados sobre el pecho y sonriendo.
—¿Qué pasa, Paloma? ¿Has tenido un día duro?
—No, estoy profundamente asqueada.
—¿Conmigo? —Sonreía.
Debería haberme imaginado que esa conversación se esperaba, aunque eso
solo me hizo sentirme menos dispuesta a contenerme.
—Sí, contigo. ¿Cómo puedes usar a alguien así y tratarla de ese modo?
—¿Cómo la he tratado? Me ha ofrecido su número, y yo lo he rechazado.
Se me abrió la boca de par en par por su falta de remordimientos.
—¿Te acuestas con ella pero no quieres su número?
Pedro se apoyó sobre los codos en el mostrador.
—¿Por qué iba a querer su número si no voy a llamarla?
—¿Y por qué te has acostado con ella si no vas a volver a llamarla?
—Yo no prometo nada a nadie, Paloma. Esa no dijo que quisiera una
relación antes de abrirse de piernas en mi sofá.
Me quedé mirando el sofá con repulsión.
—«Esa» es la hija de alguien, Pedro. ¿Qué pasaría si más adelante alguien
trata a tu hija así?
—Será mejor que a mi hija no se le caigan las bragas ante un gilipollas al que
acaba de conocer, por decirlo de algún modo.
Crucé los brazos, enfadada por su intento de justificación.
—Entonces, además de admitir que eres un gilipollas, ¿estás diciendo que,
como se ha acostado contigo, merecía que la echaran como a un gato callejero?
—Lo que digo es que he sido franco con ella. Es adulta. Todo ha sido
consentido…, incluso parecía demasiado ansiosa, si quieres que te diga la verdad.
Actúas como si hubiera cometido un crimen.
—Ella no parecía tener tan claras tus intenciones, Pedro.
—Las mujeres suelen justificar sus actos con cualquier cosa que se inventan.
Esa chica no ha dicho de entrada que quisiera establecer una relación seria, igual
que yo no le he dicho que quería sexo sin compromiso. ¿Dónde ves la diferencia?
—Eres un cerdo.
Pedro se encogió de hombros.
—Me han llamado cosas peores.
Miré fijamente el sofá. Los cojines seguían torcidos y amontonados por su
reciente uso. Retrocedí al pensar en cuántas mujeres se habrían entregado sobre
esa tapicería. Una tela que parecía picar, por cierto.
—Me parece que dormiré en el sillón —murmuré.
—¿Por qué?
Lo miré, furiosa por la expresión confusa de su cara.
—¡No pienso dormir en esa cosa! ¡A saber encima de qué me estaría
tumbando!
Levantó mi maleta del suelo.
—No vas a dormir en el sofá ni en el sillón. Vas a dormir en mi cama.
—Que sin duda será más insalubre que el sofá. Estoy segura.
—Nunca ha habido nadie en mi cama aparte de mí.
Puse los ojos en blanco.
—¡Por favor!
—Lo digo absolutamente en serio. Me las tiro en el sofá. Nunca las dejo
entrar en mi habitación.
—¿Y yo sí puedo usar tu cama?
Levantó un lado de la boca con una sonrisa traviesa.
—¿Planeas acostarte conmigo esta noche?
—¡No!
—Ahí lo tienes, esa es la razón. Ahora levanta tu malhumorado culo, date
una ducha caliente y después podremos estudiar algo de Biología.
Me quedé mirándolo durante un momento y, a regañadientes, hice lo que
me decía. Me quedé bajo la ducha, desde luego, mucho tiempo, dejando que el
agua se llevara con ella mi sentimiento de agravio. Mientras me masajeaba el pelo
con el champú, suspiré por lo genial que resultaba ducharse en un baño privado de
nuevo, sin chancletas ni neceser, solo la relajante mezcla de agua y vapor.
CAPITULO 7
El saludable interés de Pedro había sobrepasado sus expectativas.
El examen acabó resultándome un paseo, y fui a sentarme a los escalones
del exterior del edificio para esperar a Rosario. Cuando bajó repentinamente hasta
mi lado, con cara de derrota, esperé a que hablara.
—¡Me ha ido fatal! —gritó ella.
—Deberías estudiar con nosotros. Pedro lo explica realmente bien.
Rosario soltó un lamento y apoyó la cabeza en mi hombro.
—¡No me has ayudado nada! ¿No podrías haber hecho algún gesto con la
cabeza por cortesía o algo?
Le rodeé el cuello con el brazo y la acompañé hasta nuestra residencia.
Durante la semana siguiente, Pedro me ayudó con mi ensayo de Historia y
me hizo de tutor en Biología. Fuimos juntos a ver la lista de notas colgada fuera del
despacho del profesor Campbell. Yo era la tercera estudiante con mejor nota.
—¡El tercer puesto de la clase! ¡Bien hecho, Paloma! —dijo él, abrazándome.
Sus ojos brillaban de emoción y orgullo, y di un paso atrás presa de un
repentino sentimiento de incomodidad.
—Gracias, Pepe. No podría haberlo hecho sin ti —dije, tirando de su
camiseta.
Me miró por encima del hombro y empezó a avanzar entre la multitud que
había detrás de nosotros.
—¡Abrid paso! ¡Moveos, gente! Haced sitio para el cerebro horriblemente
desfigurado y enorme de esta pobre mujer. ¡Es una supergenio!
Me reí al ver las expresiones de diversión y curiosidad de mis compañeros.
Conforme pasaron los días, tuvimos que sortear los persistentes rumores
acerca de que teníamos una relación. La reputación de Pedro ayudó a acallar el
rumor. Nunca había sabido estar con una sola chica más de una noche, así que
cuanto más nos veían juntos, mejor entendía la gente nuestra relación platónica
como lo que era. Ahora bien, ni siquiera las constantes preguntas sobre nuestro
vínculo hicieron disminuir la atención que Pedro recibía de sus compañeras.
Siguió sentándose a mi lado en Historia y almorzando conmigo. No tardé
mucho en darme cuenta de que me había equivocado con él, e incluso llegué a
defender a Pedro de quienes no lo conocían tan bien como yo.
En la cafetería, Pedro dejó un cartón de zumo de naranja delante de mí.
—No era necesario que te molestaras. Iba a coger uno —dije, mientras me
quitaba la chaqueta.
—Bueno, pues ya no tienes que hacerlo —comentó él, con un hoyuelo
ligeramente marcado en su mejilla izquierda.
Benjamin resopló.
—¿Te has convertido en su criado, Pedro? ¿Qué será lo siguiente?
¿Abanicarla con una hoja de palmera, vestido solo con un bañador Speedo?
Pedro lo fulminó con una mirada asesina, y yo salté en su defensa.
—Tú no podrías ni rellenar un Speedo, Benjamin. Así que cierra esa boca.
—¡Calma, Pau! Estaba bromeando —dijo Benjamin, levantando las manos.
—Bueno…, pero no le hables así —dije, frunciendo el ceño.
La expresión de Pedro era una mezcla de sorpresa y gratitud.
—Ahora sí que lo he visto todo. Una chica acaba de defenderme —dijo al
tiempo que se levantaba.
Antes de irse con su bandeja, echó una nueva mirada de aviso a Benjamin, y
entonces salió a reunirse con un pequeño grupo de fumadores que estaban de pie
en el exterior del edificio.
Intenté no mirarlo mientras se reía y hablaba. Todas las chicas del grupo
competían sutilmente por ponerse a su lado, y Rosario me dio un codazo en las
costillas cuando se dio cuenta de que mi atención estaba en otro sitio.
—¿Qué miras,Pau?
—Nada, no estoy mirando nada.
Apoyó la barbilla en la mano y meneó la cabeza.
—Se les ve tanto el plumero… Mira a la pelirroja. Se ha pasado los dedos
por el pelo tantas veces como ha pestañeado. Me pregunto si Pedro se cansará
alguna vez de eso.
Valentin asintió.
—Sí que lo hace. Todo el mundo piensa que es un imbécil, pero si supieran
toda la paciencia que tiene con cada chica que cree que puede domarlo… No
puede ir a ninguna parte sin que anden fastidiándolo. Creedme; es mucho más
educado de lo que lo sería yo.
—Ya, estoy segura de que a ti no te encantaría estar en su lugar —dijo
Rosario, dándole un beso en la mejilla.
Pedro se estaba acabando el cigarrillo en el exterior de la cafetería cuando
pasé por su lado.
—Espera, Paloma. Te acompaño.
—No tienes que acompañarme a todas las clases, Pedro. Sé llegar sola.
Pedro se distrajo rápidamente con una chica de pelo largo y negro, con
minifalda, que pasó a su lado y le sonrió. La siguió con la mirada y asintió a la
chica, a la vez que tiraba al suelo el cigarrillo.
—Luego te veo, Paloma.
—Sí —dije, poniendo los ojos en blanco, mientras él corría junto a la chica.
El asiento de Pedro permaneció vacío durante la clase y me descubrí a mí
misma algo molesta con él porque me hubiera dejado por una chica a la que ni
siquiera conocía. El profesor Chaney pronto dio la clase por terminada, y me
apresuré a cruzar el césped, consciente de que tenía que encontrarme con Jeronimo a
las tres para darle los apuntes de Sherri Cassidy de Iniciación a la música. Miré el
reloj y apreté el paso.
—¿Paula?
Adrian corrió por el césped para alcanzarme.
—Me parece que todavía no nos hemos presentado oficialmente —dijo
tendiéndome la mano—. Adrian Hayes.
Le estreché la mano y sonreí.
—Paula Chaves.
—Estaba detrás de ti cuando viste la nota del examen de Biología.
Felicidades —prosiguió con una sonrisa y metiéndose las manos en los bolsillos.
—Gracias. Pedro me ayudó, si no habría estado al final de esa lista, créeme.
—Oh, sois…
—Amigos.
Adrian asintió y sonrió.
—¿Te ha dicho que hay una fiesta en la fraternidad este fin de semana?
—Básicamente hablamos de Biología y comida.
Adrian se rio.
—Eso suena mucho a Pedro.
En la puerta del Morgan Hall, Adrian me miró a la cara con sus enormes ojos
verdes.
—Deberías venir. Será divertido.
—Lo comentaré con Rosario. No creo que tengamos ningún plan.
—¿Sois una especie de pack de dos?
—Hicimos un pacto este verano. Nada de ir a fiestas solas.
—Inteligente —asintió en señal de aprobación.
—Conoció a Valen en Orientación, así que, en realidad, tampoco he tenido
que ir con ella a todas partes. Esta será la primera vez que necesite pedírselo, así
que estoy segura de que vendrá encantada.
Me encogí intimidada. No solo balbuceaba, sino que había dejado claro que
no solían invitarme a ir a fiestas.
—Genial, nos vemos allí —dijo él.
Se despidió con su sonrisa perfecta, propia de un modelo de Banana
Republic, con su mandíbula cuadrada y el bronceado natural de su piel, y se dio
media vuelta para seguir andando por el campus.
Observé cómo se alejaba: alto, bien afeitado, con una camisa ajustada de
rayas finas y pantalones vaqueros. Su pelo ondulado, rubio oscuro, se movía
mientras caminaba.
Me mordí el labio, halagada por su invitación.
—Bueno, este va más a tu ritmo —me dijo Jero al oído.
—Es mono, ¿verdad? —pregunté, incapaz de dejar de sonreír.
—Pues sí, oye. Si te mola el rollo pijo y la posición del misionero, sí.
—¡Jeronimo! —grité, dándole un manotazo en el hombro.
—¿Tienes los apuntes de Sherri?
—Sí —dije, mientras los sacaba del bolso.
Se encendió un cigarrillo, lo sostuvo entre los labios y hojeó los papeles.
—Increíblemente brillante —dijo él, mientras repasaba las páginas. Las
dobló, se las guardó en el bolsillo y después dio otra calada—. Te viene muy bien
que las calderas de Morgan estén estropeadas. Necesitarás una ducha fría después
de la mirada lujuriosa que te ha echado ese grandulón.
—¿La residencia no tiene agua caliente? —lamenté.
—Exactamente —dijo Jeronimo, echándose la mochila al hombro—. Me largo a
Álgebra. Dile a Ro que no se olvide de mí este fin de semana.
—Se lo diré —farfullé, levantando la mirada hacia los antiguos muros de
ladrillo de nuestra residencia.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)