lunes, 31 de marzo de 2014

CAPITULO 8




Fui corriendo a mi habitación, empujé la puerta para entrar y dejé caer la
mochila en el suelo.
—No tenemos agua caliente —murmuró Carla desde su escritorio.
—Eso he oído.
Mi móvil vibró y lo desbloqueé. Había recibido un mensaje de Rosario en el
que maldecía las calderas. Un momento después, oí una llamada en la puerta.
Rosario entró y se desplomó en mi cama, con los brazos cruzados.
—¿Te puedes creer esta mierda? Con todo lo que estamos pagando y ni
siquiera podemos darnos una ducha caliente.
Carla suspiró.
—Deja de lloriquear. ¿Por qué no te quedas con tu novio y ya está? ¿No has
estado haciéndolo ya de todos modos?
Rosario lanzó una mirada asesina a Carla.
—Buena idea, Carla. El hecho de que seas una zorra total resulta útil a veces.
Carla no apartó la mirada de la pantalla de su ordenador, sin inmutarse por
la pulla.
Rosario sacó su teléfono móvil y tecleó un mensaje con una precisión y una
velocidad sorprendentes. Su móvil trinó y ella me sonrió.
—Nos quedaremos con Valen y Pedro hasta que arreglen las calderas.
—¿Qué? ¡Desde luego que no! —grité.
—¿Cómo? Por supuesto que sí. No tiene sentido que te quedes tirada aquí,
congelándote en la ducha cuando Pedro y Valen tienen dos baños en su casa.
—A mí no me ha invitado nadie.
—Te he invitado yo. Valen ya me ha dicho que le parecía bien. Puedes
dormir en el sofá… si Pedro no lo usa.
—¿Y si lo utiliza?
Rosario se encogió de hombros.
—Entonces, puedes dormir en la cama de Pedro.
—¡Ni en sueños!
Ella puso los ojos en blanco.
—No seas cría, Pau. Sois amigos, ¿no? Si no ha intentado nada a estas
alturas, no creo que lo haga ya.
Sus palabras me cerraron el pico. Pedro había estado rondándome de un
modo o de otro todas las noches durante algunas semanas. Me había sentido tan
ocupada asegurándome de que todo el mundo supiera que éramos amigos que no
se me había ocurrido que realmente solo se mostraba interesado en mi amistad. No
estaba segura de por qué, pero me sentí insultada.
Carla nos miró con incredulidad.
—¿Pedro Alfonso no ha intentado acostarse contigo?
—¡Somos amigos! —dije a la defensiva.
—Ya, ya, pero ¿ni siquiera lo ha intentado? Se ha acostado con todo el
mundo.
—Excepto con nosotras —dijo Rosario, escrutándola—. Y contigo.
Carla se encogió de hombros.
—Bueno, yo no lo conozco. Solo he oído hablar de él.
—Exactamente —le espeté—. Ni siquiera lo conoces.
Carla volvió a su ordenador, ignorando nuestra presencia. Suspiré.
—Vale, Ro. Necesito coger unas cuantas cosas.
—Asegúrate de llevar suficiente ropa para unos cuantos días, quién sabe
cuánto tardarán en arreglar las calderas —dijo ella, demasiado emocionada.
El miedo se apoderó de mí, como si fuera a colarme en territorio enemigo.
—Hum…, está bien.
Rosario dio un salto y me abrazó.
—¡Qué divertido va a ser esto!
Media hora después, habíamos cargado su Honda y nos dirigíamos al
apartamento. Rosario apenas se tomó un respiro entre frases incoherentes,
mientras conducía. Tocó el claxon cuando se disponía a detenerse donde solía
aparcar. Valentin bajó corriendo los escalones y sacó nuestras dos maletas del
maletero, antes de seguirnos escaleras arriba.
—Está abierto —dijo él, resoplando.
Rosario empujó la puerta y la mantuvo abierta. Valentin gruñó cuando dejó
caer nuestro equipaje en el suelo.
—¡Nena, tu maleta pesa diez kilos más que la de Pau!
Rosario y yo nos quedamos heladas cuando una mujer emergió del baño,
abotonándose la blusa.
—Hola —dijo ella, sorprendida.
Sus ojos con el rímel corrido nos examinaron antes de ir a parar a nuestro
equipaje. La reconocí como la chica morena de piernas largas a la que Pedro había
seguido desde la cafetería.
Rosario clavó la mirada en Valentin, que levantó las manos.
—¡Está con Pedro!
Pedro apareció en calzoncillos y bostezó. Miró a su invitada y le dio una
palmadita en el trasero.
—La gente a la que esperaba está aquí. Será mejor que te vayas.
Ella sonrió y lo envolvió con sus brazos, mientras lo besaba en el cuello.
—Te dejaré mi número sobre la encimera.
—Eh…, no te molestes —dijo Pedro en tono distendido.
—¿Cómo? —preguntó ella, echándose hacia atrás para mirarlo a los ojos.
—¡Siempre lo mismo! —dijo Rosario. Miró a la mujer—. ¿Cómo puede ser
que te sorprendas? ¡Es Pedro Alfonso, joder! ¡Es famoso precisamente por eso,
pero las chicas siempre se sorprenden! —prosiguió ella volviéndose hacia Valentin,
que la rodeó con el brazo y le hizo gestos para que se calmara.
La chica frunció el ceño a Pedro, cogió su cartera y salió hecha una furia,
dando un portazo tras ella. Pedro, por su parte, fue hasta la cocina y abrió la
nevera como si no hubiera pasado nada.
Rosario meneó la cabeza y reanudó su camino por el pasillo. Valentin la
siguió, arqueando el cuerpo para compensar el peso de la maleta que arrastraba.
Me derrumbé sobre el sillón abatible y suspiré, mientras me preguntaba si
estaba loca por haber accedido a ir allí. No había tenido en cuenta que el
apartamento de Valentin era una puerta giratoria para barbies tontas.
Pedro estaba de pie detrás de la encimera donde desayunaban, con los
brazos cruzados sobre el pecho y sonriendo.
—¿Qué pasa, Paloma? ¿Has tenido un día duro?
—No, estoy profundamente asqueada.
—¿Conmigo? —Sonreía.
Debería haberme imaginado que esa conversación se esperaba, aunque eso
solo me hizo sentirme menos dispuesta a contenerme.
—Sí, contigo. ¿Cómo puedes usar a alguien así y tratarla de ese modo?
—¿Cómo la he tratado? Me ha ofrecido su número, y yo lo he rechazado.
Se me abrió la boca de par en par por su falta de remordimientos.
—¿Te acuestas con ella pero no quieres su número?
Pedro se apoyó sobre los codos en el mostrador.
—¿Por qué iba a querer su número si no voy a llamarla?
—¿Y por qué te has acostado con ella si no vas a volver a llamarla?
—Yo no prometo nada a nadie, Paloma. Esa no dijo que quisiera una
relación antes de abrirse de piernas en mi sofá.
Me quedé mirando el sofá con repulsión.
—«Esa» es la hija de alguien, Pedro. ¿Qué pasaría si más adelante alguien
trata a tu hija así?
—Será mejor que a mi hija no se le caigan las bragas ante un gilipollas al que
acaba de conocer, por decirlo de algún modo.
Crucé los brazos, enfadada por su intento de justificación.
—Entonces, además de admitir que eres un gilipollas, ¿estás diciendo que,
como se ha acostado contigo, merecía que la echaran como a un gato callejero?
—Lo que digo es que he sido franco con ella. Es adulta. Todo ha sido
consentido…, incluso parecía demasiado ansiosa, si quieres que te diga la verdad.
Actúas como si hubiera cometido un crimen.
—Ella no parecía tener tan claras tus intenciones, Pedro.
—Las mujeres suelen justificar sus actos con cualquier cosa que se inventan.
Esa chica no ha dicho de entrada que quisiera establecer una relación seria, igual
que yo no le he dicho que quería sexo sin compromiso. ¿Dónde ves la diferencia?
—Eres un cerdo.
Pedro se encogió de hombros.
—Me han llamado cosas peores.
Miré fijamente el sofá. Los cojines seguían torcidos y amontonados por su
reciente uso. Retrocedí al pensar en cuántas mujeres se habrían entregado sobre
esa tapicería. Una tela que parecía picar, por cierto.
—Me parece que dormiré en el sillón —murmuré.
—¿Por qué?
Lo miré, furiosa por la expresión confusa de su cara.
—¡No pienso dormir en esa cosa! ¡A saber encima de qué me estaría
tumbando!
Levantó mi maleta del suelo.
—No vas a dormir en el sofá ni en el sillón. Vas a dormir en mi cama.
—Que sin duda será más insalubre que el sofá. Estoy segura.
—Nunca ha habido nadie en mi cama aparte de mí.
Puse los ojos en blanco.
—¡Por favor!
—Lo digo absolutamente en serio. Me las tiro en el sofá. Nunca las dejo
entrar en mi habitación.
—¿Y yo sí puedo usar tu cama?
Levantó un lado de la boca con una sonrisa traviesa.
—¿Planeas acostarte conmigo esta noche?
—¡No!
—Ahí lo tienes, esa es la razón. Ahora levanta tu malhumorado culo, date
una ducha caliente y después podremos estudiar algo de Biología.
Me quedé mirándolo durante un momento y, a regañadientes, hice lo que
me decía. Me quedé bajo la ducha, desde luego, mucho tiempo, dejando que el
agua se llevara con ella mi sentimiento de agravio. Mientras me masajeaba el pelo
con el champú, suspiré por lo genial que resultaba ducharse en un baño privado de
nuevo, sin chancletas ni neceser, solo la relajante mezcla de agua y vapor.

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