LA cita del lunes por la noche cubrió todas mis expectativas. Comimos
comida china y me reí al ver la habilidad de Adrian manejando los palillos. Cuando
me llevó a casa, Pedro abrió la puerta antes de que Adrian pudiera besarme.
Cuando salimos el miércoles siguiente por la noche, Adrian se aseguró de poder
besarme y lo hizo en el coche.
El jueves a la hora de comer, Adrian se encontró conmigo en la cafetería y
sorprendió a todo el mundo sentándose en el sitio de Pedro. Cuando Pedro acabó
su cigarrillo y volvió a entrar, pasó por delante de Adrian con indiferencia y se
sentó al final de la mesa. Aldana se aproximó a él, pero se quedó desencantada en
el acto cuando él le dijo con la mano que se apartase de él. Todo el mundo se
quedó callado después de eso, y a mí me resultó difícil atender a cualquiera de las
cosas de las que Adrian hablaba.
—Ya me doy cuenta de que no estaba invitado —dijo Adrian, intentando
llamar la atención.
—¿Qué?
—Me he enterado de que tu fiesta de cumpleaños es el domingo. ¿No estoy
invitado?
Rosario miró a Pedro, que, a su vez, miró a Adrian con ira, a punto de
tirarlo al suelo como si fuera césped recién cortado.
—Era una fiesta sorpresa, Adrian —puntualizó Rosario con suavidad.
—¡Oh! —dijo Adrian, avergonzado.
—¿Me vais a hacer una fiesta sorpresa? —pregunté a Rosario.
Ella se encogió de hombros.
—Fue idea de Pepe. Es en casa de Benjamin el domingo. A las seis.
A Adrian se le enrojecieron las mejillas.
—Supongo que ahora sí que no estoy invitado.
—¡Claro! ¡Por supuesto que lo estás! —dije, agarrándole la mano que tenía
encima de la mesa. Doce pares de ojos se centraron en nuestras manos. Podía ver
que Adrian se sentía tan incómodo con tanta atención como lo estaba yo, así que lo
dejé y me llevé las manos al regazo.
Adrian se levantó.
—Tengo algunas cosas que hacer antes de ir a clase. Te llamo luego.
—Muy bien —dije, ofreciéndole una sonrisa de disculpa.
Adrian se inclinó sobre la mesa y me besó en los labios. Se hizo un silencio
absoluto en la cafetería y Rosario me dio un codazo después de que Adrian saliera
caminando.
—¿No es rara la manera en que todo el mundo te mira? —me susurró. Echó
una mirada a toda la habitación con mala cara.
—¿Qué pasa? —gritó Rosario—. ¡Meteos en vuestros asuntos, marranos!
Me cubrí los ojos con las manos.
—¿Sabes?, antes daba pena porque se pensaban que era la pobre amiguita
tonta de Pedro. Ahora soy mala porque todo el mundo piensa que voy de flor en
flor, de Pedro a Adrian y vuelta a empezar, como una pelota de pimpón. —Como
Rosario no decía nada, levanté la vista—. ¿Qué? ¡No me digas que tú también te
crees esas chorradas!
—¡No he dicho nada! —protestó.
La miré fijamente con incredulidad.
—Pero ¿eso es lo que crees?
Rosario movió la cabeza, sin decir nada. De repente, no pude soportar las
frías miradas de los demás estudiantes, así que me levanté y caminé hacia el
extremo de la mesa.
—Tenemos que hablar —dije, dando unos golpecitos a Pedro en la espalda.
Intenté parecer amable pero la rabia me hervía por dentro y me ponía las palabras
en la boca. Todos los estudiantes, incluida mi mejor amiga, pensaban que estaba
haciendo malabares con dos hombres. Solo había una solución.
—Pues habla —dijo Pedro, metiéndose algo empanado y frito en la boca.
Jugueteé con los dedos, notando los ojos curiosos de todo el mundo sobre
mí. Como Pedro seguía sin moverse, lo agarré por el brazo y le di un buen tirón. Se
puso de pie y me siguió fuera con una sonrisita en la cara.
—¿Qué pasa, Paloma? —dijo, mirando mi mano en su brazo y luego a mí.
—Tienes que liberarme de la apuesta —le rogué.
Su cara se quedó helada.
—¿Quieres dejarlo? ¿Por qué? ¿Qué he hecho?
—No has hecho nada, Pepe. ¿No te has percatado de cómo miraba todo el
mundo? Me estoy convirtiendo rápidamente en la paria del este de los Estados
Unidos.
Pedro sacudió la cabeza y se encendió un cigarrillo.
—No es problema mío.
—Sí que lo es. Adrian dice que todo el mundo piensa que se está buscando
una buena porque tú estás enamorado de mí.
Las cejas de Pedro se elevaron repentinamente y se atragantó con el humo
que acababa de inhalar.
—¿Eso dice la gente? —preguntó entre toses.
Asentí. Miró a lo lejos con los ojos muy abiertos y dando otra calada.
—¡Pedro! Me tienes que liberar de la apuesta! No puedo quedar con Adrian
y vivir contigo al mismo tiempo. ¡Resulta horrible!
—Pues deja de quedar con Adrian.
Lo miré airadamente.
—Ese no es el problema y tú lo sabes.
—¿Es la única razón por la que quieres que te libere de la apuesta? ¿Por el
qué dirán?
—Por lo menos antes era tonta y tú, un malvado —refunfuñé.
—Contesta la pregunta, Paloma.
—¡Sí!
Pedro miró por encima de mí a los estudiantes que entraban y salían de la
cafetería. Estaba deliberando y yo hervía de impaciencia mientras a él le costaba
bastante tomar una decisión.
Finalmente, se estiró y decidió.
—No.
Agité la cabeza, segura de haberlo oído mal.
—Perdona, ¿qué has dicho?
—No. Tú misma lo dijiste: una apuesta es una apuesta. En cuanto pase el
mes se acabó, podrás ser libre de ir con Adrian, él se hará médico, os casaréis y
tendréis los dos niños y medio que tocan y nunca volveré a verte. —Gesticulaba
con sus palabras—. Todavía tengo tres semanas. No voy a renunciar por cotilleos
de comedor.
Miré a través del cristal y vi a toda la cafetería mirándonos. La inoportuna
atención hacía que me quemasen los ojos. Levanté los hombros al pasar junto a él
para ir a mi siguiente clase.
—Paloma —me llamó Pedro cuando me iba.
No me volví.
Me agarré a su brazo para quitarme los tacones, y fui hacia su habitación.
Mientras me ponía el pijama intenté con todas mis fuerzas estar enfadada con él.
Pedro se sentó en la cama y cruzó los brazos.
—¿Te lo has pasado bien?
—Sí —suspiré—, me lo he pasado estupendamente. Ha sido perfecto. Él
es…
No pude encontrar una palabra adecuada para describirlo, por eso
simplemente moví la cabeza.
—¿Te ha besado?
Apreté los labios y asentí.
—Sí, tiene unos labios muy, muy suaves.
Pedro se apartó.
—No me importa cómo son sus labios.
—Créeme, es importante. Me pongo tan nerviosa con los primeros besos…,
pero este no ha estado nada mal.
—¿Te pones nerviosa por un beso? —preguntó divertido.
—Solo con los primeros besos. Los odio.
—Yo también los odiaría si tuviera que besar a Adrian Hayes.
Me reí tontamente y me fui hacia el baño a quitarme el maquillaje de la cara.
Pedro me siguió, apoyándose en la jamba de la puerta.
—¿Así que vais a salir otra vez?
—Sí. Me llamará mañana.
Me sequé la cara y corrí por el pasillo para saltar a la cama.
Pedro se quitó los calzoncillos y se sentó con la espalda vuelta hacia mí.
Estaba un poco encorvado y parecía cansado. Los músculos de su espalda se
estiraron cuando se volvió para mirarme un instante.
—Si te lo has pasado tan bien, ¿por qué has vuelto tan temprano a casa?
—Tiene un examen importante el lunes.
Pedro arrugó la nariz.
—¿A quién le importa?
—Está intentando entrar en Harvard. Tiene que estudiar.
Resopló arrastrándose sobre su estómago. Lo vi meter las manos bajo la
almohada, parecía enfadado.
—Sí, claro, eso es lo que dice a todo el mundo.
—No seas idiota. Tiene prioridades…, creo que es un tío responsable.
—¿No debería estar su chica por encima de sus prioridades?
—No soy su chica. Solo hemos salido una vez, Pepe —me quejé.
—¿Pues qué habéis hecho juntos? —Le dirigí una mirada airada y él se echó
a reír—. ¿Qué? ¡Tengo curiosidad!
Viendo que era sincero, le conté todo, desde el restaurante, la comida,
incluso las cosas bonitas y dulces que Adrian me había dicho. Sabía que mi boca se
había quedado congelada en una ridícula sonrisa, pero no podía dejar de sonreír
mientras describía mi velada perfecta.
Pedro me observaba con sonrisa divertida mientras yo parloteaba, incluso
haciendo preguntas. Aunque parecía frustrado con todo lo de Adrian, yo sentía
claramente que disfrutaba viéndome tan feliz.
Pedro se colocó en su lado de la cama y yo bostecé. Nos miramos por un
instante antes de que él dijera en un suspiro:
—Estoy encantado de que te lo hayas pasado bien, Paloma. Te lo mereces.
—Gracias —dije con una sonrisa de oreja a oreja. La melodía hacía vibrar mi
móvil en la mesilla de noche y lo cogí bruscamente para mirar la pantalla.
—¿Diga?
—Ya es mañana —dijo Adrian.
Miré el reloj y me reí. Eran las doce y un minuto.
—Sí, es verdad.
—¿Qué te parece el lunes por la noche? —me preguntó.
Me cubrí la boca por un momento y luego, inspirando profundamente, dije:
—Muy bien. El lunes por la noche es perfecto.
—Bien. Te veo el lunes —dijo.
Podía imaginarme su sonrisa por su voz. Colgué y me volví hacia Pedro,
que me miraba con un poco de fastidio. Le di la espalda y me acurruqué haciendo
un ovillo, tensa por la emoción.
—Eres una chica estupenda —dijo Pedro girándose de espaldas a mí.
Puse los ojos en blanco. Se dio la vuelta y me agarró la cara para que lo
mirase.
—¿De verdad te gusta Adrian?
—¡No me estropees esto, Pedro!
Me miró por un momento y luego agitó la cabeza volviéndose de nuevo.
—Adrian Hayes.
Me ricé el pelo, me pinté las uñas y los labios con una sombra rojo oscuro. Era un
poco demasiado para una primera cita. Me fruncí el ceño a mí misma en el espejo.
No era a Adrian a quien estaba intentando impresionar. No estaba en situación de
aceptar insultos cuando Pedro me había acusado de andarme con juegos.
Al mirarme por última vez en el espejo, la culpa me embargó. Pedro estaba
haciendo todo lo que podía y yo estaba siendo una mocosa cabezota. Salí a la sala
de estar y Pedro sonrió, no era la reacción que yo esperaba.
—Estás… preciosa.
—Gracias —dije, agitada por la falta de irritación o celos en su voz.
Valentin silbó.
—Buena opción, Paula. A los tíos les encanta el rojo.
—Y los rizos son atractivos —añadió Rosario.
Sonó el timbre de la puerta y Rosario sonrió, saludando con la mano con
exagerado nerviosismo.
—¡Que te lo pases bien!
Abrí la puerta. Adrian sostenía un ramito de flores y llevaba pantalones de
vestir y una corbata. Sus ojos hicieron un rápido recorrido de mi vestido a los
zapatos y de nuevo al vestido.
—Eres la criatura más hermosa que he visto jamás —dijo embelesado.
Me volví para decirle adiós con la mano a Rosario, cuya sonrisa era tan
amplia que podía ver cada uno de sus dientes. Valentin tenía la expresión de un
padre orgulloso y Pedro mantenía los ojos fijos en la televisión.
Adrian me condujo al reluciente Porsche. Una vez dentro, dio un suspiro.
—¿Qué? —pregunté.
—Tengo que decir que estaba un poco nervioso por lo de recoger a la mujer
de la que está enamorado Pedro Alfonso… en su apartamento. No sabes cuánta
gente me ha dicho hoy que estaba loco.
—Pedro no está enamorado de mí. A veces casi no puede aguantar tenerme
cerca.
—¿Entonces es una relación de amor-odio? Porque, cuando les solté a los de
la hermandad que te iba a sacar por ahí esta noche, todos me dijeron lo mismo. Se
comporta tan erráticamente (incluso más que habitualmente) que todos han
llegado a la misma conclusión.
—Pues se equivocan —insistí.
Adrian sacudió la cabeza como si yo fuera totalmente estúpida. Puso su
mano sobre la mía.
—Mejor nos vamos. Tengo reservada una mesa.
—¿Dónde?
—En Biasetti. Me atreví… Espero que te guste la comida italiana.
Levanté una ceja.
—¿Una reserva con tan poca antelación? Ese sitio está siempre de bote en
bote.
—Bueno…, es nuestro restaurante. La mitad, por lo menos.
—Me gustan los italianos.
Adrian condujo al restaurante a la velocidad límite, usando los intermitentes
de forma correcta y deteniéndose lo justo en cada semáforo ámbar. Mientras
hablaba, apenas apartaba los ojos de la carretera. Cuando llegamos al restaurante,
me reí encantada.
—¿Qué? —preguntó.
—Eres un conductor muy cauto. Me gusta.
—¿Diferente de la parte trasera de la motocicleta de Pedro? —Sonrió.
Debería haberme reído pero la diferencia no me pareció tan buena.
—No hablemos de Pedro esta noche. ¿De acuerdo?
—Me parece bien —asintió, mientras se levantaba de su asiento para
abrirme la puerta.
Estábamos sentados en un lateral, en una mesa junto a una gran ventana.
Aunque yo llevaba un vestido, tenía un aspecto pobre en comparación con las
otras mujeres del restaurante. Estaban cubiertas de diamantes y llevaban vestidos
de cóctel. Nunca había comido en un sitio tan ostentoso.
Pedimos y Adrian cerró su menú, sonriendo al camarero.
—Y tráiganos una botella de Allegrini Amarone, por favor.
—Sí, señor —dijo el camarero mientras recogía los menús.
—Este lugar es increíble —susurré apoyándome en la mesa.
Sus ojos verdes se suavizaron.
—Gracias, le diré a mi padre lo que piensas.
Una mujer se acercó a nuestra mesa. Llevaba el pelo rubio recogido en un
moño francés apretado, una veta gris interrumpía las ondas suaves de sus rizos.
Intenté no pararme a mirar las joyas que brillaban llamativamente en su
cuello, o las que se balanceaban de aquí para allá en sus orejas, pero saltaban a la
vista. Sus bizqueantes ojos azules me miraron detenidamente.
Rápidamente se volvió a mi pareja.
—¿Quién es tu amiga, Adrian?
—Mamá, esta es Paula Chaves. Pau, esta es mi madre, Viviana Hayes.
Extendí la mano que ella estrechó de un golpe. Con un bien aprendido
movimiento, el interés le iluminó los afilados rasgos de la cara, y miró a Adrian.
—¿Chaves?
Tragué saliva; me preocupaba que hubiera reconocido el nombre.
La expresión de Adrian se volvió impaciente.
—Es de Wichita, mamá. No conoces a su familia. Va a Eastern.
—¡Ah! —Viviana me miró de nuevo—. Adrian se marcha el curso que
viene a Harvard.
—Eso me ha dicho. Creo que es fantástico. Debe de estar muy orgullosa.
La tensión alrededor de sus ojos se suavizó un poco y las comisuras de su
boca se tornaron en petulante sonrisa.
—Sí que lo estamos. Gracias.
Estaba sorprendida de las palabras tan educadas que usaba incluso dejando
entrever un insulto. No era un talento que hubiera desarrollado de la noche a la
mañana. La señora Hayes debía de haber pasado años imponiendo su
superioridad a los demás.
—Ha sido estupendo verte, mamá. Buenas noches. —Ella lo besó en la
mejilla, le borró la huella de pintalabios con el dedo pulgar y luego se volvió a su
mesa—. Te pido disculpas por todo esto, no sabía que ella iba a estar aquí.
—No pasa nada. Parece… encantadora.
Adrian se rio.
—Sí, para ser una piraña.
Reprimí una risa y él me sonrió en tono de disculpa.
—Se acostumbrará. Solo que le llevará algún tiempo.
—A lo mejor para cuando acabes en Harvard.
Hablamos sin parar sobre la comida, Eastern, Cálculo, e incluso sobre el
Círculo. Adrian era encantador, divertido y todo lo que dijo me parecía bien. Varias
personas se acercaron para saludarlo y siempre me presentaba con una sonrisa
orgullosa. Lo miraban como a un famoso en aquel restaurante, y cuando nos
fuimos sentí los ojos enjuiciadores de todo el mundo presente en aquella sala.
—¿Y ahora qué? —pregunté.
—Me temo que tengo un examen trimestral de Anatomía Comparada de los
Vertebrados a primera hora del lunes por la mañana. Tengo que ir a estudiar —me
dijo, cubriendo mi mano con la suya.
—Mejor tú que yo —dije, intentando no parecer desilusionada.
Me llevó al apartamento y luego me acompañó escaleras arriba cogidos de
la mano.
—Gracias, Adrian —Era consciente de mi sonrisa ridícula—. Me lo he
pasado muy bien.
—¿Es muy pronto para pedir una segunda cita?
—De ninguna manera —dije con una sonrisa resplandeciente.
—¿Te llamo mañana?
—Perfecto.
Entonces llegó el momento del silencio incómodo. Lo que más miedo me da
de las citas. Besar o no besar, odiaba esa pregunta.
Antes de que tuviera oportunidad de preguntarme si me besaría o no, me
cogió la cara entre las manos y me llevó hacia sí apretando sus labios contra los
míos. Eran suaves, cálidos y maravillosos. Volvió a acercarme y me besó de nuevo.
—Hablamos mañana, Pau.
Le dije adiós con la mano mientras lo miraba ir de regreso a su coche.
—Adiós.
Una vez más, cuando giré el pomo de la puerta, la puerta se abrió con un
tirón brusco y caí hacia delante. Pedro me cogió y recuperé el equilibrio.
—¿Dejarás de hacer eso? —dije cerrando la puerta tras de mí.