sábado, 5 de abril de 2014

CAPITULO 24



Me ricé el pelo, me pinté las uñas y los labios con una sombra rojo oscuro. Era un
poco demasiado para una primera cita. Me fruncí el ceño a mí misma en el espejo.
No era a Adrian a quien estaba intentando impresionar. No estaba en situación de
aceptar insultos cuando Pedro me había acusado de andarme con juegos.
Al mirarme por última vez en el espejo, la culpa me embargó. Pedro estaba
haciendo todo lo que podía y yo estaba siendo una mocosa cabezota. Salí a la sala
de estar y Pedro sonrió, no era la reacción que yo esperaba.
—Estás… preciosa.
—Gracias —dije, agitada por la falta de irritación o celos en su voz.
Valentin silbó.
—Buena opción, Paula. A los tíos les encanta el rojo.
—Y los rizos son atractivos —añadió Rosario.
Sonó el timbre de la puerta y Rosario sonrió, saludando con la mano con
exagerado nerviosismo.
—¡Que te lo pases bien!
Abrí la puerta. Adrian sostenía un ramito de flores y llevaba pantalones de
vestir y una corbata. Sus ojos hicieron un rápido recorrido de mi vestido a los
zapatos y de nuevo al vestido.
—Eres la criatura más hermosa que he visto jamás —dijo embelesado.
Me volví para decirle adiós con la mano a Rosario, cuya sonrisa era tan
amplia que podía ver cada uno de sus dientes. Valentin tenía la expresión de un
padre orgulloso y Pedro mantenía los ojos fijos en la televisión.
Adrian me condujo al reluciente Porsche. Una vez dentro, dio un suspiro.
—¿Qué? —pregunté.
—Tengo que decir que estaba un poco nervioso por lo de recoger a la mujer
de la que está enamorado Pedro Alfonso… en su apartamento. No sabes cuánta
gente me ha dicho hoy que estaba loco.
Pedro no está enamorado de mí. A veces casi no puede aguantar tenerme
cerca.
—¿Entonces es una relación de amor-odio? Porque, cuando les solté a los de
la hermandad que te iba a sacar por ahí esta noche, todos me dijeron lo mismo. Se
comporta tan erráticamente (incluso más que habitualmente) que todos han
llegado a la misma conclusión.
—Pues se equivocan —insistí.
Adrian sacudió la cabeza como si yo fuera totalmente estúpida. Puso su
mano sobre la mía.
—Mejor nos vamos. Tengo reservada una mesa.
—¿Dónde?
—En Biasetti. Me atreví… Espero que te guste la comida italiana.
Levanté una ceja.
—¿Una reserva con tan poca antelación? Ese sitio está siempre de bote en
bote.
—Bueno…, es nuestro restaurante. La mitad, por lo menos.
—Me gustan los italianos.
Adrian condujo al restaurante a la velocidad límite, usando los intermitentes
de forma correcta y deteniéndose lo justo en cada semáforo ámbar. Mientras
hablaba, apenas apartaba los ojos de la carretera. Cuando llegamos al restaurante,
me reí encantada.
—¿Qué? —preguntó.
—Eres un conductor muy cauto. Me gusta.
—¿Diferente de la parte trasera de la motocicleta de Pedro? —Sonrió.
Debería haberme reído pero la diferencia no me pareció tan buena.
—No hablemos de Pedro esta noche. ¿De acuerdo?
—Me parece bien —asintió, mientras se levantaba de su asiento para
abrirme la puerta.
Estábamos sentados en un lateral, en una mesa junto a una gran ventana.
Aunque yo llevaba un vestido, tenía un aspecto pobre en comparación con las
otras mujeres del restaurante. Estaban cubiertas de diamantes y llevaban vestidos
de cóctel. Nunca había comido en un sitio tan ostentoso.
Pedimos y Adrian cerró su menú, sonriendo al camarero.
—Y tráiganos una botella de Allegrini Amarone, por favor.
—Sí, señor —dijo el camarero mientras recogía los menús.
—Este lugar es increíble —susurré apoyándome en la mesa.
Sus ojos verdes se suavizaron.
—Gracias, le diré a mi padre lo que piensas.
Una mujer se acercó a nuestra mesa. Llevaba el pelo rubio recogido en un
moño francés apretado, una veta gris interrumpía las ondas suaves de sus rizos.
Intenté no pararme a mirar las joyas que brillaban llamativamente en su
cuello, o las que se balanceaban de aquí para allá en sus orejas, pero saltaban a la
vista. Sus bizqueantes ojos azules me miraron detenidamente.
Rápidamente se volvió a mi pareja.
—¿Quién es tu amiga, Adrian?
—Mamá, esta es Paula Chaves. Pau, esta es mi madre, Viviana Hayes.
Extendí la mano que ella estrechó de un golpe. Con un bien aprendido
movimiento, el interés le iluminó los afilados rasgos de la cara, y miró a Adrian.
—¿Chaves?
Tragué saliva; me preocupaba que hubiera reconocido el nombre.
La expresión de Adrian se volvió impaciente.
—Es de Wichita, mamá. No conoces a su familia. Va a Eastern.
—¡Ah! —Viviana me miró de nuevo—. Adrian se marcha el curso que
viene a Harvard.
—Eso me ha dicho. Creo que es fantástico. Debe de estar muy orgullosa.
La tensión alrededor de sus ojos se suavizó un poco y las comisuras de su
boca se tornaron en petulante sonrisa.
—Sí que lo estamos. Gracias.
Estaba sorprendida de las palabras tan educadas que usaba incluso dejando
entrever un insulto. No era un talento que hubiera desarrollado de la noche a la
mañana. La señora Hayes debía de haber pasado años imponiendo su
superioridad a los demás.
—Ha sido estupendo verte, mamá. Buenas noches. —Ella lo besó en la
mejilla, le borró la huella de pintalabios con el dedo pulgar y luego se volvió a su
mesa—. Te pido disculpas por todo esto, no sabía que ella iba a estar aquí.
—No pasa nada. Parece… encantadora.
Adrian se rio.
—Sí, para ser una piraña.
Reprimí una risa y él me sonrió en tono de disculpa.
—Se acostumbrará. Solo que le llevará algún tiempo.
—A lo mejor para cuando acabes en Harvard.
Hablamos sin parar sobre la comida, Eastern, Cálculo, e incluso sobre el
Círculo. Adrian era encantador, divertido y todo lo que dijo me parecía bien. Varias
personas se acercaron para saludarlo y siempre me presentaba con una sonrisa
orgullosa. Lo miraban como a un famoso en aquel restaurante, y cuando nos
fuimos sentí los ojos enjuiciadores de todo el mundo presente en aquella sala.
—¿Y ahora qué? —pregunté.
—Me temo que tengo un examen trimestral de Anatomía Comparada de los
Vertebrados a primera hora del lunes por la mañana. Tengo que ir a estudiar —me
dijo, cubriendo mi mano con la suya.
—Mejor tú que yo —dije, intentando no parecer desilusionada.
Me llevó al apartamento y luego me acompañó escaleras arriba cogidos de
la mano.
—Gracias, Adrian —Era consciente de mi sonrisa ridícula—. Me lo he
pasado muy bien.
—¿Es muy pronto para pedir una segunda cita?
—De ninguna manera —dije con una sonrisa resplandeciente.
—¿Te llamo mañana?
—Perfecto.
Entonces llegó el momento del silencio incómodo. Lo que más miedo me da
de las citas. Besar o no besar, odiaba esa pregunta.
Antes de que tuviera oportunidad de preguntarme si me besaría o no, me
cogió la cara entre las manos y me llevó hacia sí apretando sus labios contra los
míos. Eran suaves, cálidos y maravillosos. Volvió a acercarme y me besó de nuevo.
—Hablamos mañana, Pau.
Le dije adiós con la mano mientras lo miraba ir de regreso a su coche.
—Adiós.
Una vez más, cuando giré el pomo de la puerta, la puerta se abrió con un
tirón brusco y caí hacia delante. Pedro me cogió y recuperé el equilibrio.
—¿Dejarás de hacer eso? —dije cerrando la puerta tras de mí.

No hay comentarios:

Publicar un comentario