TRILOGIA:LA PRIMER PARTE CONTADA POR PAULA,LA SEGUNDA POR PEDRO Y LA TERCERA EN UN MOMENTO ESPECIFICO DE SUS VIDAS
sábado, 19 de abril de 2014
CAPITULO 72
Pedro dejó en el suelo nuestras maletas y miró a su alrededor.
—Está bien, ¿no? —Lo fulminé con la mirada y enarcó una ceja—. ¿Qué?
La cremallera de mi maleta chirrió mientras tiraba de ella y sacudía la cabeza. Las diferentes estrategias y la falta de tiempo ocupaban mi mente por completo.
—Esto no son unas vacaciones. No deberías estar aquí, Pedro.
Al momento siguiente, estaba detrás de mí, abrazándome por la cintura.
—Yo voy a donde tú vayas.
Apoyé la cabeza contra su pecho y suspiré.
—Tengo que bajar al casino. Puedes quedarte aquí o ir a dar una vuelta por el Strip. Nos vemos después, ¿vale?
—Voy contigo.
—No quiero que vengas, Pepe. —En su cara vi que había herido sus sentimientos y le toqué el brazo—. Para ganar catorce mil dólares en un fin de semana, tengo que concentrarme; además, no me gusta quién soy en esas mesas, y no quiero que lo veas, ¿lo entiendes?
Me apartó el pelo de los ojos y me besó en la mejilla.
—Está bien, Paloma.
Pedro se despidió de Rosario al salir de la habitación, y ella se acercó a mí con el mismo vestido que llevaba en la fiesta de citas. Yo me cambié y me puse un modelito corto dorado y unos zapatos de tacón. Cuando me miré en el espejo no
pude evitar torcer el gesto. Rosario me recogió el pelo y después me entregó un tubo negro.
—Necesitas unas cinco capas más de máscara, y te tirarán el carné a la cara si no te pones colorete en abundancia. ¿Te has olvidado de cómo se juega a esto?
Le quité la máscara de pestañas de la mano y dediqué otros diez minutos más a mi maquillaje. Cuando acabé, mis ojos empezaron a desteñirse.
—Maldita sea, Pau, no llores —dije, levantando la mirada y secándome la parte inferior de los ojos con un papel.
—No tienes que hacer esto. No le debes nada.
Rosario me puso las manos sobre los hombros mientras me miraba en el espejo una última vez.
—Debe dinero a Benny, Ro. Si no lo hago, lo matarán.
Su expresión era de piedad. La había visto mirándome así muchas veces antes, pero en esa ocasión estaba desesperada. Le había visto arruinarme la vida más veces de las que ninguna de las dos podíamos contar.
—¿Y qué pasará la próxima vez? ¿Y la vez siguiente a esa? No puedes seguir haciendo esto.
—Aceptó mantenerse lejos de mí. Ruben Chaves puede ser muchas cosas, pero no falta a su palabra.
Salimos al pasillo y entramos en el ascensor vacío.
—¿Tienes todo lo que necesitas? —pregunté, sin olvidarme de las cámaras.
Rosario golpeó su carné de conducir falso con las uñas y sonrió.
—Me llamo Candy. Candy Crawford —dijo ella en su impecable acento sureño.
Le tendí la mano.
—Jesica James. Encantada de conocerte, Candy.
Después de ponernos las gafas de sol, adoptamos una actitud fría cuando el ascensor se abrió, revelando las luces de neón y el bullicio del casino. Había gente por todas partes, moviéndose en todas las direcciones. Las Vegas era un infierno celestial, el único sitio en el que se pueden encontrar bailarinas con llamativas plumas y elaborado maquillaje, prostitutas con insuficiente aunque aceptable
atractivo, hombres de negocios con trajes lujosos y familias enteras en el mismo edificio.
Recorrimos pavoneándonos un pasillo delimitado por cuerdas rojas y le entregamos nuestras identificaciones a un hombre con una chaqueta roja. Se quedó mirándome un momento y me bajé las gafas.
—Sería genial poder entrar en algún momento a lo largo de hoy —dije,hastiada.
Nos devolvió nuestras identificaciones y se apartó a un lado para dejarnos entrar. Pasamos junto a varias filas de tragaperras, las mesas de black jack, y entonces nos detuvimos junto a la ruleta. Escruté el local examinando las diferentes mesas de póquer, hasta que me fijé en la que jugaban los hombres de más edad.
—Esa —dije, señalándola con la cabeza.
—Empieza agresiva, Pau. Ni se darán cuenta de qué ha pasado.
—No. Son perros viejos de Las Vegas. Tengo que jugar con cautela esta vez.
Caminé hasta la mesa, con mi sonrisa más encantadora.
Los locales podían oler a un estafador a kilómetros, pero tenía dos cosas a favor que tapaban el aroma a cualquier engaño: juventud… y un par de tetas.
—Buenas tardes, caballeros. ¿Les importa si me uno a ustedes?
No levantaron la mirada.
—Claro, muñequita. Coge un asiento y ponte guapa. Pero no hables.
—Quiero jugar —dije, dándole a Rosario mis gafas de sol—. No hay suficiente acción en las mesas de black jack.
Uno de los hombres con un puro en la boca dijo:
—Esta es una mesa de póquer, princesa. Tradicional. Prueba suerte en las tragaperras.
Me senté en el único sitio vacío y crucé las piernas con gran ostentación.
—Siempre he querido jugar al póquer en Las Vegas. Y tengo todas estas fichas… —dije, al tiempo que dejaba mi pila de fichas en la mesa—, y soy muy buena por Internet.
Los cinco hombres miraron mis fichas y luego a mí.
—Hay una apuesta mínima, encanto —dijo el crupier.
—¿De cuánto?
—Quinientos, tesoro. Mira…, no quiero hacerte llorar. Hazte un favor y elige una reluciente tragaperras.
Empujé mis fichas hacia delante, encogiéndome de hombros tal y como haría una chica inocente y confiada antes de darse cuenta de que acaba de perder todo su dinero para la universidad. Los hombres se miraron entre sí.
El crupier se encogió de hombros y barajó.
—Soy Ismael—dijo uno de los hombres, tendiéndome la mano. Cuando se la estreché, señaló a los demás—.Emilio, Paco, Juan y ese es Arturo.
CAPITULO 71
Me precipité furiosa hacia el hombre y le quité la foto de las manos.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí?
La multitud se dispersó y entró en la casa; Valentin y Rosario me flanqueaban y Pedro me agarró por los hombros desde atrás.
Ruben dio un repaso a mi vestido y chasqueó la lengua en señal de desaprobación.
—Vaya, vaya, Cookie. Veo que no consigues dejar atrás el espíritu de Las Vegas…
—Cállate, cállate, Ruben. Date media vuelta. —Señalé detrás de él—. Y vuelve al agujero del que hayas salido. No te quiero aquí.
—No puedo, Cookie. Necesito tu ayuda.
—Menuda novedad —dijo Rosario, mordaz.
Ruben miró mal a Rosario y después se volvió hacia mí.
—Estás tremendamente guapa. Has crecido mucho. No te habría reconocido por la calle.
Lancé un suspiro, hastiada de la charla trivial.
—¿Qué quieres?
Levantó las manos y se encogió de hombros.
—Me parece que me he metido en un berenjenal, niña. Papi necesita algo de dinero.
Cerré los ojos.
—¿Cuánto?
—De verdad que me iba bien, en serio. Pero tuve que pedir prestado algo para seguir adelante y… ya sabes.
—Sí, ya, ya —le solté—. ¿Cuánto necesitas?
—Veinticinco billetes.
—Joder, Ruben, ¿Veinticinco billetes de cien? Si te piras de aquí, te los daré ahora mismo —dijo Pedro, mientras sacaba su cartera.
—Habla de billetes de mil —dije fulminando a mi padre con la mirada.
Ruben escudriñó a Pedro.
—¿Quién es este payaso?
Pedro levantó la mirada de su cartera y sentí su peso sobre la espalda.
—Ya veo por qué un tipo listo como tú se ha visto reducido a pedir pasta a su hija adolescente.
Antes de que Ruben pudiera hablar, saqué mi móvil.
—¿A quién debes dinero esta vez, Ruben?
Ruben se rascó su pelo grasiento y gris.
—Verás, es una historia graciosa, Cookie…
—¿A quién? —grité.
—A Benny.
Se me desencajó la mandíbula y di un paso atrás, para acercarme a Pedro.
—¿A Benny? ¿Le debes dinero a Benny? En qué demonios estabas pensan…
—Respiré hondo; aquello no tenía sentido—. No tengo tanto dinero, Ruben.
Sonrió.
—Algo me dice que sí.
—¡Que no! ¡Te aseguro que no lo tengo! Esta vez sí que la has cagado, ¿no te das cuenta? ¡Sabía que no pararías hasta que consiguieras que te mataran!
Se movió nervioso; el desdén había desaparecido de su cara.
—¿Cuánto tienes?
Apreté los dientes.
—Once mil. Estaba ahorrando para un coche.
Rosario me lanzó una mirada de sorpresa.
—¿De dónde has sacado once mil dólares, Pau?
—De las peleas de Pedro —dije, taladrando a Ruben con la mirada.
Pedro me hizo dar media vuelta para mirarme a los ojos.
—¿Has ganado once de los grandes con mis peleas? ¿Cuándo apostabas?
—Agustin y yo teníamos un acuerdo —dije, ignorando la sorpresa de Pedro.
La mirada de Pedro se animó de repente.
—Puedes doblar esa cantidad en un fin de semana, Cookie. Podrías conseguirme los veinticinco para el domingo, y así Benny no enviará a sus matones a buscarme.
Sentí que la garganta se me quedaba seca.
—Me dejarás sin un centavo, Ruben. Tengo que pagar la universidad.
—Oh, puedes recuperarlo en cualquier momento —dijo él, haciendo un gesto con la mano para quitarle importancia.
—¿Cuándo es la fecha tope? —pregunté.
—El lunes, por la mañana. A medianoche, más bien —dijo, sin remordimiento alguno.
—No tienes por qué darle ni un puñetero centavo, Paloma —dijo Pedro, apretándome el brazo.
Ruben me cogió de la muñeca.
—¡Es lo menos que puedes hacer! ¡No estaría en este lío si no fuera por tu culpa!
Rosario le apartó la mano y lo empujó.
—¡No te atrevas a empezar con esa mierda otra vez, Ruben! ¡Ella no ha sido quien le ha pedido dinero prestado a Benny!
Ruben me miró con odio en los ojos.
—Si no fuera por ella, tendría mi propio dinero. Me lo quitaste todo, Pau. ¡Y ahora no tengo nada!
Pensé que pasar tiempo alejada de Ruben disminuiría el dolor que conllevaba ser su hija, pero las lágrimas que fluían de mis ojos decían lo contrario.
—Te conseguiré el dinero de Benny para el domingo. Pero, cuando lo haga,quiero que me dejes en paz para siempre. No volveré a hacer esto por ti,Ruben. De ahora en adelante, estarás solo, ¿me oyes? Aléjate de mí.
Apretó los labios y asintió.
—Como tú quieras, Cookie.
Me di media vuelta y me dirigí hacia el coche, mientras oía que Rosario decía detrás de mí.
—Haced las maletas, chicos. Nos vamos a Las Vegas.
CAPITULO 70
Pedro me agarró por los hombros y me dio la vuelta para que lo mirara de frente.
—Este no será el discursito de «quiero que veamos a otra gente», ¿no? Porque no estoy dispuesto a compartirte. ¡Joder! De ninguna manera.
—No quiero a nadie más —dije, exasperada.
Se relajó y me soltó los hombros, apoyándose en la verja.
—Entonces, ¿qué quieres decir? —me preguntó él, mirando al horizonte.
—Solo digo que necesito ir más despacio. Nada más.
Él asintió, claramente disgustado. Le toqué el brazo.
—No te enfades.
—Parece que damos un paso hacia delante y dos hacia atrás, Paloma. Cada vez que creo que estamos en la misma sintonía, levantas un muro entre nosotros.
No lo pillo…, la mayoría de las chicas acosan a sus novios para que vayan en serio, para que hablen de sus sentimientos, para que den el siguiente paso…
—Pensaba que ya habíamos dejado claro que no soy como la mayoría de las chicas.
Dejó caer la cabeza, frustrado.
—Estoy cansado de conjeturas. ¿Adónde crees que va esto, Pau?
Apreté los labios contra su camisa.
—Cuando pienso en mi futuro, te veo a ti en él.
Pedro se relajó y me acercó a él. Nos quedamos observando las nubes nocturnas moverse por el cielo. Las luces de la universidad salpicaban el bloque oscuro, y los asistentes a la fiesta se sujetaban los gruesos abrigos y se apresuraban
a refugiarse en la calidez del edificio de la hermandad.
En los ojos de Pedro descubrí la misma paz que solo había visto un puñado de veces, y me impresionó pensar que, igual que las otras noches, su expresión de satisfacción era resultado directo de mi consuelo.
Sabía por experiencia propia qué era la inseguridad, la de aquellos que soportaban un golpe de mala suerte tras otro, de hombres que se asustaban de su propia sombra. Era fácil temer el lado oscuro de Las Vegas, el lado que las luces de neón y los brillos no parecían tocar jamás. Sin embargo, a Pedro Alfonso no le asustaba pelear, defender a alguien que le importara o mirar a los ojos humillados
y enfadados de una mujer despechada. Podía entrar en una habitación y sostener la mirada de alguien el doble de grande que él, puesto que creía que nadie lo tocaría, que era capaz de vencer cualquier cosa que intentara hacerlo caer.
No le asustaba nada. Hasta que me conoció a mí.
Yo era la única parte misteriosa de su vida, era su comodín, la variable que no podía controlar. Aparte de los instantes de paz que le había proporcionado,cualquier otro momento de cualquier otro día, la agitación que sentía sin mí era diez veces peor en mi presencia. Cada vez le costaba más controlar la ira que se apoderaba de él. Ser la excepción ya no era algo misterioso o especial. Me había convertido en su debilidad. Igual que había pasado con mi padre.
—¡Pau! ¡Aquí estás! ¡Te he estado buscando por todas partes! —dijo Rosario, cruzando a toda prisa la puerta. Llevaba el móvil en la mano.
—Acabo de hablar por teléfono con mi padre. Ruben los llamó ayer por la noche.
—¿Pedro? —El gesto de mi cara se torció por el disgusto—. ¿Y por qué narices los ha llamado? —Rosario levantó las cejas como si debiera conocer la respuesta.
—Tu madre no dejaba de colgarle el teléfono.
—¿Qué quería? —dije, sintiéndome mareada.
Apretó los labios.
—Saber dónde estabas.
—No se les habrá ocurrido decírselo, ¿no?
La cara de Rosario fue todo un poema.
—Es tu padre,Pau. Papá pensó que tenía derecho a saberlo.
—Se presentará aquí —dije, sintiendo que me ardían los ojos—. ¡Va a presentarse aquí,Ro!
—¡Lo sé! ¡Lo siento! —dijo ella, intentando abrazarme.
Me aparté de ella y me tapé la cara con las manos.
Un par de familiares manos fuertes y protectoras descansaban sobre mis hombros.
—No te hará daño, Paloma —dijo Pedro—. No le dejaré.
—Encontrará una manera de hacerlo —dijo Rosario, mirándome apesadumbrada—. Siempre lo hace.
—Tengo que largarme de aquí.
Me eché el abrigo por encima y tiré de los picaportes de las puertas de la terraza. Estaba demasiado disgustada como para detenerme y bajar los picaportes mientras empujaba las puertas al mismo tiempo. Cuando unas lágrimas de
frustración resbalaron por mis mejillas congeladas, la mano de Pedro cubrió la mía. Hizo fuerza hacia abajo y me ayudó a empujar los picaportes, y después, con la otra mano, abrió las puertas. Lo miré, consciente de la ridícula escenita que
estaba montando, esperando ver una mirada de confusión o desaprobación en su cara, pero solo me miró con comprensión.
Pedro me abrazó y juntos atravesamos la casa, bajamos las escaleras y nos abrimos paso entre la multitud hasta la puerta principal. Los tres luchaban por seguirme el paso mientras yo iba directamente hacia el Charger.
Rosario extendió la mano y me agarró del abrigo, forzándome a pararme en seco.
—¡Pau! —susurró, mientras señalaba a un pequeño grupo de personas.
Se arremolinaban alrededor de un hombre mayor y despeinado que señalaba frenéticamente hacia la casa, con una foto en la mano. Las parejas asentían y hablaban sobre la foto entre ellas.
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