TRILOGIA:LA PRIMER PARTE CONTADA POR PAULA,LA SEGUNDA POR PEDRO Y LA TERCERA EN UN MOMENTO ESPECIFICO DE SUS VIDAS
sábado, 19 de abril de 2014
CAPITULO 70
Pedro me agarró por los hombros y me dio la vuelta para que lo mirara de frente.
—Este no será el discursito de «quiero que veamos a otra gente», ¿no? Porque no estoy dispuesto a compartirte. ¡Joder! De ninguna manera.
—No quiero a nadie más —dije, exasperada.
Se relajó y me soltó los hombros, apoyándose en la verja.
—Entonces, ¿qué quieres decir? —me preguntó él, mirando al horizonte.
—Solo digo que necesito ir más despacio. Nada más.
Él asintió, claramente disgustado. Le toqué el brazo.
—No te enfades.
—Parece que damos un paso hacia delante y dos hacia atrás, Paloma. Cada vez que creo que estamos en la misma sintonía, levantas un muro entre nosotros.
No lo pillo…, la mayoría de las chicas acosan a sus novios para que vayan en serio, para que hablen de sus sentimientos, para que den el siguiente paso…
—Pensaba que ya habíamos dejado claro que no soy como la mayoría de las chicas.
Dejó caer la cabeza, frustrado.
—Estoy cansado de conjeturas. ¿Adónde crees que va esto, Pau?
Apreté los labios contra su camisa.
—Cuando pienso en mi futuro, te veo a ti en él.
Pedro se relajó y me acercó a él. Nos quedamos observando las nubes nocturnas moverse por el cielo. Las luces de la universidad salpicaban el bloque oscuro, y los asistentes a la fiesta se sujetaban los gruesos abrigos y se apresuraban
a refugiarse en la calidez del edificio de la hermandad.
En los ojos de Pedro descubrí la misma paz que solo había visto un puñado de veces, y me impresionó pensar que, igual que las otras noches, su expresión de satisfacción era resultado directo de mi consuelo.
Sabía por experiencia propia qué era la inseguridad, la de aquellos que soportaban un golpe de mala suerte tras otro, de hombres que se asustaban de su propia sombra. Era fácil temer el lado oscuro de Las Vegas, el lado que las luces de neón y los brillos no parecían tocar jamás. Sin embargo, a Pedro Alfonso no le asustaba pelear, defender a alguien que le importara o mirar a los ojos humillados
y enfadados de una mujer despechada. Podía entrar en una habitación y sostener la mirada de alguien el doble de grande que él, puesto que creía que nadie lo tocaría, que era capaz de vencer cualquier cosa que intentara hacerlo caer.
No le asustaba nada. Hasta que me conoció a mí.
Yo era la única parte misteriosa de su vida, era su comodín, la variable que no podía controlar. Aparte de los instantes de paz que le había proporcionado,cualquier otro momento de cualquier otro día, la agitación que sentía sin mí era diez veces peor en mi presencia. Cada vez le costaba más controlar la ira que se apoderaba de él. Ser la excepción ya no era algo misterioso o especial. Me había convertido en su debilidad. Igual que había pasado con mi padre.
—¡Pau! ¡Aquí estás! ¡Te he estado buscando por todas partes! —dijo Rosario, cruzando a toda prisa la puerta. Llevaba el móvil en la mano.
—Acabo de hablar por teléfono con mi padre. Ruben los llamó ayer por la noche.
—¿Pedro? —El gesto de mi cara se torció por el disgusto—. ¿Y por qué narices los ha llamado? —Rosario levantó las cejas como si debiera conocer la respuesta.
—Tu madre no dejaba de colgarle el teléfono.
—¿Qué quería? —dije, sintiéndome mareada.
Apretó los labios.
—Saber dónde estabas.
—No se les habrá ocurrido decírselo, ¿no?
La cara de Rosario fue todo un poema.
—Es tu padre,Pau. Papá pensó que tenía derecho a saberlo.
—Se presentará aquí —dije, sintiendo que me ardían los ojos—. ¡Va a presentarse aquí,Ro!
—¡Lo sé! ¡Lo siento! —dijo ella, intentando abrazarme.
Me aparté de ella y me tapé la cara con las manos.
Un par de familiares manos fuertes y protectoras descansaban sobre mis hombros.
—No te hará daño, Paloma —dijo Pedro—. No le dejaré.
—Encontrará una manera de hacerlo —dijo Rosario, mirándome apesadumbrada—. Siempre lo hace.
—Tengo que largarme de aquí.
Me eché el abrigo por encima y tiré de los picaportes de las puertas de la terraza. Estaba demasiado disgustada como para detenerme y bajar los picaportes mientras empujaba las puertas al mismo tiempo. Cuando unas lágrimas de
frustración resbalaron por mis mejillas congeladas, la mano de Pedro cubrió la mía. Hizo fuerza hacia abajo y me ayudó a empujar los picaportes, y después, con la otra mano, abrió las puertas. Lo miré, consciente de la ridícula escenita que
estaba montando, esperando ver una mirada de confusión o desaprobación en su cara, pero solo me miró con comprensión.
Pedro me abrazó y juntos atravesamos la casa, bajamos las escaleras y nos abrimos paso entre la multitud hasta la puerta principal. Los tres luchaban por seguirme el paso mientras yo iba directamente hacia el Charger.
Rosario extendió la mano y me agarró del abrigo, forzándome a pararme en seco.
—¡Pau! —susurró, mientras señalaba a un pequeño grupo de personas.
Se arremolinaban alrededor de un hombre mayor y despeinado que señalaba frenéticamente hacia la casa, con una foto en la mano. Las parejas asentían y hablaban sobre la foto entre ellas.
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