miércoles, 9 de abril de 2014

CAPITULO 38





Las mandíbulas de Pedro volvieron a tensarse, y después me pasó el brazo
por encima. Hizo una pausa y me dio un beso en la frente, presionando su mejilla
contra mi sien.
—No importa lo mucho que lo intente. Me odiarás cuando todo esté dicho y
hecho.
Lo rodeé con mis brazos.
—Tenemos que ser amigos, no aceptaré un no por respuesta —dije,
citándolo.
Levantó las cejas y después me acercó a él con ambos brazos, todavía
mirando por la ventana.
—Paso mucho tiempo mirándote dormir. ¡Siempre pareces tan en paz! Yo
no tengo ese tipo de paz. Tengo ira y rabia hirviendo dentro de mí, excepto cuando
te observo dormir. Eso es lo que estaba haciendo cuando Adrian entró —prosiguió
él—. Yo estaba despierto y él entró, y simplemente se quedó ahí con esa mirada
horrorizada en su cara. Sabía lo que pensaba, pero no lo saqué de su error. No se lo
expliqué porque quería que pensara que había pasado algo. Ahora todo el mundo
piensa que estuviste con los dos la misma noche.
Moro se abrió camino con el hocico en mi regazo, y le rasqué detrás de las
orejas. Pedro alargó la mano para acariciarlo una vez, y después dejó su mano
sobre la mía.
—Lo siento.
Me encogí de hombros.
—Si se cree todo ese cotilleo, es cosa suya.
—Es difícil que piense otra cosa después de vernos juntos en la cama.
—Sabe que estoy instalada en tu casa. Y estaba totalmente vestida, por Dios
santo.
Pedro suspiró.
—Probablemente estaba demasiado cabreado para darse cuenta. Sé que le
gustas, Paloma. Debería habérselo explicado. Te lo debía.
—No importa.
—¿No estás enfadada? —preguntó él, sorprendido.
—¿Por eso estás tan disgustado? ¿Pensabas que me enfadaría contigo
cuando me dijeras la verdad?
—Deberías estarlo. Si alguien por su cuenta y riesgo hundiera mi
reputación, estaría un poco cabreado.
—Pero si a ti te dan igual las reputaciones. ¿Qué ha pasado con el Pedro al
que le importa una mierda lo que piense todo el mundo? —dije para hacerlo
rabiar, mientras le daba un suave codazo.
—Eso fue antes de que viera la mirada que pusiste cuando oíste lo que todo
el mundo decía. No quiero que te hieran por mi culpa.
—Nunca harías nada que me hiriera.
—Antes me cortaría el brazo —suspiró él.
Apoyó la mejilla contra mi pelo. No sabía qué responder. Pedro parecía
haber dicho todo lo que necesitaba, así que nos quedamos allí sentados en silencio.
De vez en cuando, Pedro me apretaba con más fuerza contra él. Yo le agarré de la
camiseta, sin saber de qué otro modo podía hacer que se sintiera mejor, además de
dejándole que me abrazara.
Cuando el sol empezó a ponerse, oí un débil golpe en la puerta.
—¿Pau? —La voz de Rosario sonaba tenue al otro lado de la madera.
—Entra, Ro —respondió Pedro.
Rosario entró con Valentin, y sonrió al vernos el uno en brazos del otro.
—Íbamos a salir a comer algo. ¿Os apetece ir al Pei Wei?
—Uf… ¿Asiático otra vez, Ro? ¿De verdad? —preguntó Pedro.
Sonreí. Volvía a ser el de siempre otra vez. Rosario también se había dado
cuenta.
—Sí, de verdad. ¿Venís o no, chicos?
—Me muero de hambre —dije.
—Claro, no llegaste a comer nada al mediodía —dijo él, frunciendo el
entrecejo.
Se levantó, arrastrándome con él.
—Venga, vamos a que comas algo.
Pedro siguió rodeándome con el brazo y no me soltó hasta que estuvimos
en la barra del Pei Wei.
En cuanto Pedro se fue al lavabo, Rosario se acercó a mí.
—¿Y bien? ¿Qué te ha dicho?
—Nada —respondí.
Enarcó una ceja.
—Habéis estado en su habitación durante dos horas ¿y no te ha dicho nada?
—Normalmente no lo hace cuando está tan enfadado —dijo Valentin.
—Tiene que haber dicho algo —insistió Rosario.
—Dijo que perdió un poco los estribos por defenderme y que no le dijo la
verdad a Adrian cuando estuvo en el apartamento. Eso es todo —dije, mientras
corregí el punto de sal y pimienta.
Valentin sacudió la cabeza, con los ojos cerrados.
—¿Qué pasa, cariño? —preguntó Rosario, que estaba sentada más allá.
—Pedro… —dijo con un suspiro, antes de poner los ojos en blanco—.
Olvidadlo.
La expresión de Rosario demostraba terquedad.
—Demonios, no, no puedes simplemente…
Dejó la frase en el aire cuando Pedro se sentó y pasó el brazo por detrás de
mí.
—¡Joder! ¿Todavía no han traído la comida?
Nos reímos y bromeamos hasta que el restaurante cerró; después nos
metimos en el coche para volver a casa. Valentin subió las escaleras llevando a
Rosario a caballito, pero Pedro se quedó detrás y me tiró del brazo para que no
los siguiera de inmediato. Se quedó observando a nuestros amigos hasta que
desaparecieron tras la puerta y entonces me ofreció una sonrisa de pesar.
—Te debo una disculpa por lo de hoy, así que lo siento.
—Ya te has disculpado. Está bien.
—No, me he disculpado por lo de Adrian. No quiero que pienses que soy
una especie de psicópata que va por ahí atacando a la gente por cualquier
nimiedad —dijo él—, pero te debo una disculpa porque no te defendí por la razón
correcta.
—¿A qué te refieres? —le apremié.
—Salté porque dijo que quería ser el siguiente de la cola, no porque se
estuviera metiendo contigo.
—La simple insinuación de que hay una cola es razón suficiente para que
me defiendas, Pepe.
—A eso voy. Estaba cabreado porque interpreté que quería acostarse
contigo.
Después de asimilar lo que Pedro quería decir, lo cogí por ambos lados de
la camiseta y apoyé la frente contra su pecho.
—¿Sabes qué? No me importa —dije, levantando la mirada hacia él—. No
me importa lo que diga la gente, o que perdieras los estribos, o que le hicieras una
cara nueva a Daniel. Lo último que quiero es tener mala fama, pero estoy cansada
de darle explicaciones a todo el mundo sobre nuestra amistad. Se pueden ir todos
al diablo.
La mirada de Pedro se endulzó, y las comisuras de su boca se curvaron
hacia arriba.
—¿Nuestra amistad? A veces me pregunto si alguna vez me escuchas.
—¿Qué quieres decir?
—Entremos. Estoy cansado.

Asentí, y me sujetó contra él hasta que entramos en el apartamento. Rosario
y Valentin ya se habían encerrado en su dormitorio, y yo entré y salí de la ducha.
Pedro se quedó sentado con Moro fuera mientras me ponía el pijama y, al cabo de
media hora, ambos estábamos en la cama.
Apoyé la cabeza en el brazo, y solté una larga y relajante bocanada de aire.
—Solo quedan dos semanas. ¿Qué te inventarás para cuando tenga que
volver a Morgan?
—No lo sé —respondió.
Podía ver su ceño fruncido, incluso en la oscuridad.
—Oye. —Le acaricié el brazo—. Era una broma.
Me quedé observándolo durante un buen rato, respirando, parpadeando e
intentando relajarme. Dio unas cuantas vueltas y después me miró.
—¿Confías en mí, Paloma?
—Sí, ¿por qué?
—Ven aquí —dijo, acercándome a él.
Estuve tensa durante unos segundos antes de relajar la cabeza sobre su
pecho. Al margen de lo que le pasara, me necesitaba cerca, y no habría podido
negarme aunque hubiera querido. Allí, tumbada a su lado, me sentía bien.

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