TRILOGIA:LA PRIMER PARTE CONTADA POR PAULA,LA SEGUNDA POR PEDRO Y LA TERCERA EN UN MOMENTO ESPECIFICO DE SUS VIDAS
viernes, 4 de abril de 2014
CAPITULO 22
—PASE —grité al oír los golpes en la puerta.
Pedro se quedó helado en el vano de la puerta.
—¡Guau!
Sonreí y me miré el vestido. Un corpiño que se alargaba para formar una
corta falda: era lo más osado que me había atrevido a llevar puesto en toda mi
vida. El tejido era fino, negro y se transparentaba como un fino envoltorio. Adrian
estaría en esa fiesta y tenía ganas de hacerme notar.
—Tienes un aspecto impresionante —dijo mientras yo me calzaba los
tacones.
Le puse buena cara a su camisa blanca y tejanos.
—Tú también estás muy bien.
Llevaba las mangas recogidas por encima de los codos, enseñando en sus
antebrazos el entramado de tatuajes. Me di cuenta de que llevaba su pulsera de
cuero favorita en la muñeca cuando se metió las manos en los bolsillos.
Rosario y Valentin nos esperaban en la sala de estar.
—Adrian se va a mear encima cuando te vea —se rio tontamente Rosario
mientras íbamos hacia el coche.
Pedro abrió la puerta, y yo me deslicé en el asiento trasero de la camioneta
de Valentin. Aunque nos habíamos sentado allí innumerables veces antes, de
repente era muy incómodo estar así junto a él.
Los coches se alineaban en la calle; algunos se encontraban aparcados
incluso en el césped de delante. La Casa reventaba por las costuras, y todavía
bajaba más gente desde los pabellones de dormitorios. Valentin aparcó sobre el
césped de la parte de atrás, y Rosario y yo seguimos a los chicos hacia el interior.
Pedro me trajo una copa de plástico rojo llena de cerveza, y entonces se
inclinó y me dijo al oído.
—No cojas esto de nadie más excepto de mí o de Valen. No quiero que nadie
te eche nada en la bebida.
Puse los ojos en blanco.
—Nadie me va a poner nada en la bebida, Pedro.
—Simplemente no bebas nada que no te dé yo, ¿de acuerdo? Ya no estás en
Kansas, Paloma.
—Nunca había oído nada igual —dije sarcásticamente, mientras cogía mi
bebida.
Había pasado una hora y Adrian seguía todavía desaparecido. Rosario y
Valentin estaban bailando una canción lenta en la sala cuando Pedro tiró de mi
mano.
—¿Quieres bailar?
—No, gracias —dije.
Se puso lívido.
Toqué su espalda.
—Es simplemente que estoy cansada, Pepe.
Puso su mano en la mía y comenzó a hablar, pero cuando lo miraba vi un
poco más allá a Adrian. Pedro se dio cuenta de mi expresión y se volvió.
—¡Eh, Paula! ¡Has podido venir! —me saludó Adrian, riéndose.
—Sí, llevamos aquí una hora o así —dije, sacando la mano de entre las de
Pedro.
—¡Estás guapísima! —gritó por encima de la música.
—¡Gracias! —añadí con una sonrisa, mirando a Pedro de soslayo. Tenía los
labios apretados, y sus cejas se habían unido en una línea.
Adrian señaló la sala y sonrió.
—¿Quieres bailar?
Arrugué la nariz y dije que no con la cabeza.
—No, estoy algo cansada.
Adrian volvió entonces la mirada hacia Pedro.
—Pensaba que no ibas a venir.
—Cambié de opinión —dijo Pedro, molesto por tener que explicarse.
—Ya veo —dijo Adrian, mirándome—. ¿Te apetece salir a tomar el aire?
Asentí con la cabeza y después seguí a Adrian escaleras arriba. Se detuvo y
me cogió la mano mientras subíamos al segundo piso. Cuando llegamos arriba,
abrió de par en par las puertas del balcón.
—¿Tienes frío? —preguntó.
—Sí, hace un poquito de fresco —dije, sonriendo cuando se quitó la
americana y me cubrió con ella los hombros—. Gracias.
—¿Estás aquí con Pedro?
—Vinimos en coche juntos.
La boca de Adrian se ensanchó en una amplia sonrisa, y luego miró hacia el
césped. Había un grupo de chicas apiñadas; se abrazaban para combatir el frío. El
suelo se hallaba cubierto de papel pinocho y latas de cerveza, además de botellas
de licor vacías. Entre la confusión, los hermanos Sig Tau estaban alrededor de su
obra maestra: una pirámide de barriles decorados con luces blancas.
Adrian sacudió la cabeza.
—Este lugar quedará destrozado por la mañana. El equipo de limpieza va a
estar muy atareado.
—¿Tenéis un equipo de limpieza?
—Sí —sonrió—, los llamamos los novatos.
—Pobre Valen.
—Él no está en el grupo. Tiene un trato especial porque es primo de Pedro y
no vive en la Casa.
—¿Y tú sí vives en la Casa?
Adrian asintió.
—Los dos últimos años. Sin embargo, necesito conseguir un apartamento.
Necesito un lugar más tranquilo para estudiar.
—Déjame que adivine…, ¿te especializas en Economía?
—Biología, con Anatomía de optativa. Me queda un año más, hacer los
exámenes de ingreso a la facultad de Medicina, y luego, si sale bien, ir a hacer
Medicina en Harvard.
—¿Ya sabes dónde te metes?
—Mi padre fue a Harvard. Quiero decir, no lo sé seguro, pero él es un
antiguo alumno feliz, ya sabes qué quiero decir. Por ahora llego a cuatro punto
cero, saqué un dos mil doscientos en selectividad, y treinta y seis de media en el
bachillerato. Tengo muchas posibilidades de conseguir una plaza.
—¿Y tu padre? ¿Es médico?
Adrian asintió con una sonrisa benévola.
—Cirujano ortopédico.
—Impresionante.
—¿Y tú? —preguntó.
—No me he decidido.
—Típica respuesta de estudiante de primer año.
Suspiré teatralmente.
—Imagino que he desperdiciado mi oportunidad de ser excepcional.
—Oh, no tienes que preocuparte por eso. Reparé en ti el primer día de clase.
¿Qué haces en Cálculo Tres si estás en primer curso?
Sonreí mientras enroscaba un mechón de cabello con el dedo.
—Las matemáticas me resultan fáciles. No me perdía las clases en el
instituto, y luego hice dos cursos de verano en la estatal de Wichita.
—Eso es impresionante —dijo.
Estuvimos en el balcón más de una hora, hablando de todo, desde los
garitos de comida locales a cómo me hice tan amiga de Pedro.
—No pensaba mencionarlo, pero vosotros dos parecéis ser el tema de todas
las conversaciones.
—Genial.
—Es que esto no es normal en Pedro. Él no suele congeniar con las mujeres.
De hecho, tiene más tendencia a crearse enemigos entre ellas.
—Oh, no sé. He visto a unas pocas que o tienen pérdida de memoria a corto
plazo o bien son proclives a perdonar cuando se trata de él.
Adrian se rio. Sus blancos dientes brillaron contrastando con su dorado
bronceado.
—La gente simplemente no entiende vuestra relación. Tienes que admitir
que es un poco ambigua.
—¿Me estás preguntando si me acuesto con él?
Sonrió.
—No estarías aquí con él si lo hicieras. Lo conozco desde que tenía catorce
años y soy muy consciente de cómo se comporta. Sin embargo, siento curiosidad
por vuestra amistad.
—Es lo que es —me encogí de hombros—. Salimos juntos, comemos, vemos
la tele, estudiamos y hablamos. Eso es todo.
Adrian se rio sonoramente, sacudiendo la cabeza y asombrado por mi
sinceridad.
—He oído que eres la única persona a la que se le permite poner a Pedro en
su sitio. Eso es un honor.
—No sé muy bien qué significa eso, pero Pedro no es tan malo como todo el
mundo dice.
El cielo se puso rojo y luego rosa cuando el sol se hundió en el horizonte.
Adrian miró su reloj y después observó por encima de la reja al grupo de gente que
iba disminuyendo en el césped.
—Parece que la fiesta se acaba.
—Será mejor que busque a Valen y Ro.
—¿Te importa si te llevo a casa en mi coche? —preguntó.
Intenté contener mi emoción.
—En absoluto. Se lo diré a Rosario —Caminé hacia la puerta y luego me
encogí de vergüenza antes de volverme a decir—: ¿Sabes dónde vive Pedro?
Las espesas y oscuras cejas de Adrian se arquearon.
—Sí, ¿por qué?
—Porque vivo allí —dije, esperando su reacción.
—¿Que estás con Pedro?
—Perdí una apuesta y por eso estoy pasando allí un mes.
—¿Un mes?
—Es una larga historia —dije, encogiéndome de hombros tímidamente.
—Pero ¿sois simplemente amigos?
—Sí.
—Entonces te llevaré a casa de Pedro —concluyó sonriendo.
Bajé las escaleras al galope para buscar a Rosario y pasé de largo junto a un
sombrío Pedro que parecía enojado con la chica borracha con la que hablaba. Me
siguió al recibidor mientras llamé a Rosario dándole una sacudida a su vestido.
—Chicos, podéis ir tirando. Adrian se ha ofrecido a llevarme a casa.
—¿Qué? —dijo Rosario con ojos asombrados.
—¿Cómo? —preguntó Pedro enfadado.
—¿Hay algún problema? —le pregunté.
Miró airadamente a Rosario y luego me llevó a un rincón, con la mandíbula
temblándole bajo la piel.
—Ni siquiera conoces a ese tipo.
Tiré para liberar mi brazo de su sujeción.
—Esto no es asunto tuyo, Pedro.
—Al diablo si no lo es. No te voy a permitir ir a casa en el coche de un
perfecto extraño. ¿Y si intenta hacerte algo?
—¡Genial! ¡Es una monada!
La expresión de Pedro pasó de la sorpresa a la rabia, y me preparé para lo
que pudiera decir a continuación.
—¿Adrian Hayes, Paloma? ¿De verdad? Adrian Hayes —repitió con
desdén—. ¿Pero qué clase de nombre es ese?
Crucé los brazos.
—Para un momento, Pepe. Estás siendo un imbécil.
Se inclinó; parecía aturdido.
—Lo mataré si te toca.
—Me gusta —dije, enfatizando cada palabra.
Parecía pasmado por mi confesión y luego sus rasgos se volvieron duros.
—Bien. Si acaba tumbándote en el asiento trasero de su coche, no me vengas
llorando.
Me quedé boquiabierta, ofendida y enfadada al instante.
—No te preocupes, no lo haré —dije alejándome y dándole la espalda.
Pedro me agarró por el brazo y suspiró, me miró por encima de los
hombros.
—No quise decir eso, Paloma. Si te hace daño, si tan siquiera te hace sentir
incómoda, dímelo.
La rabia amainó y mis hombros se relajaron.
—Sé que no lo decías en serio. Pero tienes que dominar ese sentimiento
sobreprotector de hermano mayor que te hace perder el control.
Pedro se rio.
—No estoy jugando al hermano mayor, Paloma. Ni por asomo.
Adrian apareció en la esquina y se metió las manos en los bolsillos
ofreciéndome el brazo.
—¿Todo arreglado?
Pedro apretó la mandíbula, y yo me puse al otro lado de Adrian para evitar
que viese la expresión de Pedro.
—Sí, vamos.
Cogí el brazo de Adrian y caminé con él unos pasos antes de volverme a
decir adiós a Pedro, pero él seguía con su mirada en dirección a la espalda de
Adrian. Sus ojos me lanzaron dardos y luego sus rasgos se suavizaron.
—Para ya —dije entre dientes, siguiendo a Adrian por en medio de la gente
que quedaba hasta su coche.
—El mío es el plateado.
Las luces delanteras del coche parpadearon dos veces cuando accionó el
mando del coche. Abrió la puerta del acompañante y reí.
—¿Llevas un Porsche?
—No es simplemente un Porsche. Es el nueve cero uno GT-tres. Hay una
gran diferencia.
—Déjame adivinar, ¿es el amor de tu vida? —dije, repitiendo la frase que
Pedro había dicho sobre su moto.
—No, es un coche. El amor de mi vida será una mujer con mi apellido.
Me permití una sonrisita, intentando que su sensibilidad no me afectara
demasiado. Me cogió de la mano para ayudarme a entrar en el coche y, cuando se
puso detrás del volante, apoyó la cabeza contra su asiento y me sonrió.
—¿Qué vas a hacer esta noche?
—¿Esta noche? —pregunté.
—Ya es mañana. Quiero invitarte a cenar antes de que otro me quite la
oportunidad.
Sonreí de oreja a oreja.
—No tengo ningún plan.
—¿Te recojo a las seis?
—De acuerdo —dije, mirando como deslizaba sus dedos entre los míos.
Adrian me llevó directamente a casa de Pedro, manteniendo la velocidad
permitida y mi mano en la suya. Aparcó detrás de la Harley y, como antes, me
abrió la puerta. Cuando llegamos a la entrada se inclinó para besarme en la mejilla.
—Descansa un poco. Te veré esta noche —me susurró al oído.
—Adiós —dije, girando el pomo.
Cuando empujé la puerta, cedió y me caí hacia delante. Pedro me agarró
por el brazo antes de tocar el suelo.
—Alto ahí, Excelencia.
Me volví para ver a Adrian mirándonos con una expresión incómoda. Se
aupó para fisgar dentro del apartamento.
—¿Hay alguna chica humillada, abandonada ahí dentro, que necesite que la
lleve?
Pedro fulminó a Adrian con la mirada.
—No te metas conmigo.
Adrian sonrió y me guiñó el ojo.
—Siempre se lo hago pasar mal. No lo consigo a menudo ya que se ha dado
cuenta de que es más fácil si las chicas vienen en sus propios coches.
—Imagino que eso simplifica las cosas —dije, tomándole el pelo a Pedro.
—No tiene gracia, Paloma.
—¿Paloma? —preguntó Adrian.
—Es… un mote, simplemente un apodo, ni siquiera sé de dónde salió —dije.
Fue la primera vez que me sentí rara con el nombre que Pedro me había puesto la
noche que nos conocimos.
—Ya me lo explicarás cuando lo averigües. Parece una buena historia
—sonrió Adrian—. Buenas noches, Pau.
—¿No quieres decir buenos días? —dije, mirándolo bajar las escaleras al
trote.
—Eso también —me contestó con una dulce sonrisa.
Pedro cerró la puerta de un portazo, y tuve que apartar la cabeza
bruscamente hacia atrás para evitar que me pillara la cara.
—¿Qué pasa? —le grité enfadada.
Pedro agitó la cabeza y se fue a su habitación. Lo seguí y luego fui saltando
sobre un pie tras lanzar uno de mis zapatos de tacón.
—Es muy majo, Pepe.
Suspiró y caminó hacia mí.
—Te vas a hacer daño —dijo, cogiéndome la cintura con uno de sus brazos y
quitándome el otro tacón con la otra. Lo lanzó al armario y luego se quitó la camisa
en dirección hacia la cama.
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