viernes, 4 de abril de 2014

CAPITULO 21




Si me hubiera despertado en un país extranjero, no me habría sentido más
confusa. Nada de aquello tenía sentido. Primero había pensado que me habían
echado, y después Pedro aparece con bolsas llenas de mi comida favorita.
Dio unos pasos hacia el comedor, metiéndose nervioso las manos en los
bolsillos.
—¿Tienes hambre, Paloma? Te prepararé unas tortitas. Ah, y también hay
avena. Y te he comprado esa espuma rosa con la que se depilan las chicas, y un
secador y…, y… espera un segundo, está aquí —dijo, corriendo al dormitorio.
Se abrió la puerta, se cerró y entonces apareció por la esquina, pálido.
Respiró hondo y levantó las cejas.
—Todas tus cosas están recogidas.
—Lo sé —dije.
—Te vas —admitió, derrotado.
Miré a Rosario, que estaba fulminando a Pedro, como si pudiera matarlo
con la mirada.
—¿De verdad esperabas que se quedara?
—Nena… —susurró Valentin.
—Joder, Valentin, no empieces. Y ni se te ocurra defenderlo —sentenció
Rosario, furiosa.
Pedro parecía desesperado.
—Lo siento muchísimo, Paloma. Ni siquiera sé qué decir.
—Paula, vámonos —dijo Rosario.
Se levantó y me tiró del brazo.
Pedro dio un paso hacia delante, pero Rosario lo apuntó con un dedo
amenazante.
—¡Por Dios santo, Pedro! ¡Como intentes detenerla, te rociaré con gasolina y
te prenderé fuego mientras duermes!
—Rosario —la interrumpió Valentin, que parecía también un poco
desesperado.
Vi con claridad que se debatía entre apoyar a su primo o a la mujer a la que
amaba, y me sentí fatal por él. Se encontraba en la situación exacta que había
intentado evitar desde el principio.
—Estoy bien —dije, exasperada por la tensión del cuarto.
—¿Qué quieres decir con que estás bien? —preguntó Valentin, casi
esperanzado.
Puse los ojos en blanco.
—Pedro trajo a unas chicas del bar a casa anoche. ¿Y qué?
Rosario parecía preocupada.
—Pero, Paula, ¿intentas decir que no te importa lo que pasó ayer?
Los miré a todos.
—Pedro puede traer a su casa a quien quiera. Es su apartamento.
Rosario se quedó mirándome fijamente como si creyera que había perdido
el juicio, Valentin estaba a punto de sonreír y Pedro parecía peor que antes.
—¿No has empaquetado tus cosas? —preguntó Pedro.
Negué con la cabeza y miré el reloj; pasaban de las dos de la tarde.
—No, y ahora voy a tener que deshacer todas las maletas. Aún tengo que
comer, ducharme, vestirme… —dije, mientras entraba en el baño.
Una vez que la puerta se cerró detrás de mí, me apoyé contra ella y me dejé
caer sobre el suelo. Estaba segura de haber cabreado a Rosario más allá de
cualquier desagravio posible, pero había hecho una promesa a Valentin, y estaba
decidida a mantener mi palabra.
Un suave golpeteo resonó en la puerta por encima de mí.
—¿Paloma? —dijo Pedro.
—¿Sí? —dije, intentando que sonara normal.
—¿Te vas a quedar?
—Puedo irme si quieres, pero una apuesta es una apuesta.
La puerta vibró con el suave golpe de la frente de Pedro contra la puerta.
—No quiero que te vayas, pero no te culparía si lo hicieras.
—¿Me estás diciendo que me liberas de la apuesta?
Hubo una larga pausa.
—Si digo que sí, ¿te irás?
—Pues claro, no vivo aquí, tonto —dije, obligándome a reír.
—Entonces, no, la apuesta sigue en pie.
Levanté la mirada y sacudí la cabeza, sintiendo que las lágrimas me ardían
en los ojos. No tenía ni idea de por qué lloraba, pero no podía parar.
—¿Y ahora? ¿Puedo ducharme?
—Sí… —dijo él, con un suspiro.
Oí los zapatos de Rosario en el pasillo, que atropellaban a Pedro.
—Eres un cabrón egoísta —gruñó ella, cerrando tras ella la puerta de
Valentin con un portazo.
Me levanté del suelo apoyándome en la puerta, abrí el agua de la ducha y,
entonces, me desvestí y corrí.
Después oí que volvían a llamar a la puerta, y que Pedro se aclaraba la
garganta.
—¿Paloma? Te he traído unas cuantas cosas.
—Déjalas en el lavabo. Después las cogeré.
Pedro entró y cerró la puerta.
—Estaba enfadado. Te oí escupiendo todos mis defectos delante de
Rosario, y eso me cabreó. Solo pretendía ir a tomar unas copas e intentar
aclararme las ideas, pero, antes de darme cuenta, estaba totalmente borracho y esas
chicas… —Hizo una pausa—. Me desperté esta mañana y no estabas en la cama y,
cuando te encontré en el sillón y vi los envoltorios en el suelo, sentí náuseas.
—Podrías habérmelo pedido antes de gastarte todo ese dinero en comida
solo para obligarme a quedarme.
—No me importa el dinero, Paloma. Tenía miedo de que te fueras y no
volvieras a dirigirme la palabra jamás.
Su explicación me hizo sentir avergonzada. No me había parado a pensar en
cómo le habría sentado oírme hablar de lo malo que era él para mí, y ahora la
situación se había complicado de forma salvaje.
—No pretendía herir tus sentimientos —dije, de pie bajo el agua.
—Sé que no. Y sé que no importa lo que diga ahora, porque he jodido las
cosas…, como hago siempre.
—¿Pedro?
—¿Sí?
—No vuelvas a conducir la moto borracho, ¿vale?
Esperé un minuto entero hasta que él respiró hondo y habló por fin.
—Sí, vale —dijo, antes de cerrar la puerta tras él.

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