TRILOGIA:LA PRIMER PARTE CONTADA POR PAULA,LA SEGUNDA POR PEDRO Y LA TERCERA EN UN MOMENTO ESPECIFICO DE SUS VIDAS
sábado, 29 de marzo de 2014
CAPITULO 1
TODO en la sala proclamaba a gritos que yo no pintaba nada allí. Las
escaleras se caían a pedazos; los ruidosos asistentes estaban muy juntos, codo con
codo, en un ambiente que era una mezcla de sudor, sangre y moho. Sus voces se
confundían mientras gritaban números y nombres una y otra vez, y movían los
brazos en el aire, intercambiando dinero y gestos para comunicarse en medio del
estruendo. Me abrí paso entre la multitud, siguiendo de cerca a mi mejor amiga.
—¡Guarda el dinero en la cartera, Paula! —me dijo Rosario.
Su radiante sonrisa relucía incluso en la tenue luz.
—¡Quédate cerca! ¡Esto se pondrá peor cuando empiece todo! —gritó
Valentin a través del ruido.
Rosario le agarró la mano y luego la mía mientras Valentin nos guiaba entre
ese mar de gente.
El repentino balido de un megáfono cortó el aire cargado de humo. El ruido
me sobresaltó y me hizo dar un respingo, buscar de dónde procedía ese toque.
Había un hombre sentado en una silla de madera, con un fajo de dinero en una
mano y el megáfono en la otra. Se llevó el plástico a los labios.
—¡Bienvenidos al baño de sangre! Amigos míos, si andaban buscando un
curso básico de economía…, ¡se han equivocado de sitio! Pero, si buscaban el
Círculo, ¡están en la meca! Me llamo Agustin. Yo pongo las reglas y yo doy el alto.
Las apuestas se acaban cuando los rivales saltan al ruedo. Nada de tocar a los
luchadores, nada de ayudas, no vale cambiar de apuesta, ni invadir el ring. Si la
cagán y no seguís las reglas, ¡se van derechitos a la puta calle sin dinero! ¡Eso
también va por Ustedes, jovencitas! Así que, chicos, ¡no usen a sus zorritas
para hacer trampas!
Valentin sacudió la cabeza.
—¡Por Dios, Agustin! —gritó en medio del estruendo al maestro de
ceremonias, en claro desacuerdo con las palabras que había utilizado aquel.
El corazón me palpitaba en el pecho. Con una rebeca de cachemira color
rosa y unos pendientes de perlas, me sentía como una maestra repipi en las playas
de Normandía. Le prometí a Rosario que podía enfrentarme a todo lo que se nos
viniera encima, pero en plena zona de impacto sentí la necesidad de agarrarme a
su flacucho brazo con las dos manos. Ella no me pondría en peligro, pero el hecho
de estar en un sótano con unos cincuenta típos universitarios y borrachos, decididos
a derramar sangre y ganar pasta, no me hacía confiar mucho en nuestras
posibilidades de salir incólumes.
Desde que Rosario había conocido a Valentin en la sesión de orientación del
primer curso, solía acompañarlo a las peleas clandestinas que tenían lugar en los
diversos sótanos de la Universidad de Eastern. Cada evento se llevaba a cabo en un
lugar diferente y se mantenía en secreto hasta una hora antes de la pelea.
Como me movía en un entorno bastante más tranquilo, me sorprendió saber
de un mundo clandestino en Eastern; pero Valentin lo conocía incluso antes de
haberse matriculado. Pedro, compañero de habitación y primo de Valentin,
participó en su primera pelea hacía siete meses. Se decía que él, ya como estudiante
de primer año, había sido el rival más letal que Agustin había visto en los tres años
desde que había creado el Círculo. Al empezar el segundo curso, Pedro era
invencible, de modo que las ganancias le permitían pagar sin problemas con su
primo el alquiler y las facturas.
Agustin se llevó nuevamente el megáfono a los labios; el ajetreo y los gritos
aumentaron a un ritmo febril.
—¡Esta noche tenemos a un nuevo adversario! El luchador y estrella del
equipo universitario de Eastern, ¡Cristian Young!
Las ovaciones continuaron y la multitud se separó como el mar Rojo cuando
Cristian entró en la sala. Se formó un espacio circular; la turba silbó, abucheó y se
burló del rival. Él daba brincos, sacudía el cuello de un lado a otro; tenía el rostro
serio y concentrado. La multitud se calmó con un sordo rugido, y luego me llevé
las manos a los oídos cuando la música retumbó por los grandes altavoces al otro
extremo de la sala.
—¡Nuestro siguiente adversario no necesita presentación, pero, como me da
un miedo que te cagas, ahí va de todos modos! ¡Temblad, chicos, y quitaos las
bragas, señoritas! Con todos vosotros: ¡Pedro Perro Loco Alfonso!
El volumen se disparó cuando Pedro apareció por una puerta al otro lado
de la sala. Hizo su entrada con el pecho desnudo, tranquilo y espontáneo. Caminó
sin prisas hacia el centro del perímetro, como si llegara al trabajo un día cualquiera.
Sus músculos fibrosos se estiraron bajo la piel tatuada mientras chocaba los puños
contra los nudillos de Cristian. Pedro se inclinó hacia Cristian y le susurró algo al
oído; el luchador mantuvo con gran dificultad su expresión severa. Ambos
contendientes estaban de pie uno frente al otro, mirándose directamente a los ojos.
Cristian tenía una mirada asesina; Pedro parecía ligeramente divertido.
Los dos hombres retrocedieron un poco; Agustin hizo sonar la sirena del
megáfono. Cristian adoptó una postura defensiva y Pedro lo atacó. Al perder la
línea de visión, me puse de puntillas, balanceándome de un lado a otro para
observar mejor. Subía poco a poco, deslizándome entre la turba que gritaba. Recibí
codazos en los costados y golpes de hombros que chocaban contra mí, y me hacían
rebotar de aquí para allá como una bola de pinball. Empezaba a ver las cabezas de
Cristian y Pedro, así que seguí abriéndome paso hacia delante.
Cuando por fin alcancé la primera fila, Cristian cogió a Pedro con sus fuertes
brazos e intentó tirarlo al suelo. Cuando Cristian se inclinó hacia atrás con el
movimiento, Pedro estrelló la rodilla contra la cara de su rival. Sin darle tiempo a
recuperarse del golpe, Pedro lo atacó; sus puños alcanzaron la cara ensangrentada
de Cristian una y otra vez. Cinco dedos se hundieron en mi brazo y me eché hacia
atrás.
—¿Qué demonios estás haciendo, Paula? —preguntó Valentin.
—¡No veo nada desde ahí atrás! —grité.
Me volví justo a tiempo para ver a Cristian lanzar un puñetazo. Pedro se giró
y por un momento pensé que solo había evitado el golpe, pero dio una vuelta
completa, hasta clavar el codo derecho en el centro de la nariz de Cristian. La sangre
me roció la cara y salpicó la parte superior de mi chaqueta. Cristian cayó al suelo de
cemento con un ruido sordo y en un instante la sala se quedó en completo silencio.
Agustin lanzó un pañuelo de tela escarlata sobre el cuerpo sin fuerzas de
Cristian y la multitud estalló. El dinero cambió de manos una vez más y las
expresiones se dividieron entre la suficiencia y la frustración. El vaivén de la gente
me zarandeaba. Rosario me llamó desde algún punto de la parte de atrás, pero yo
estaba hipnotizada por el rastro de color rojo que iba del pecho a la cintura. Unas
botas negras y pesadas se pararon frente a mí, desviando mi atención hacia el
suelo. Mis ojos volaron hacia arriba: tejanos manchados de sangre, unos
abdominales bien cincelados, un torso desnudo, tatuado, empapado de sudor y,
finalmente, unos cálidos ojos marrones. Alguien me empujó por detrás y Pedro me
tomó por el brazo antes de que cayera hacia delante.
—¡Eh! ¡Alejense de ella! —exclamó Pedro, con el ceño fruncido mientras
apartaba a cualquiera que se me acercase.
Su expresión seria se fundió en una sonrisa al ver mi ropa y luego me secó
la cara con una toalla.
—Lo siento, Paloma.
Agustin le dio a Pedro unas palmaditas en la cabeza.
—¡Vamos, Perro Loco! ¡Tu pasta te espera!
Sus ojos no se apartaron de los míos.
—Vaya, qué lástima lo de la chaqueta. Te queda bien.
Acto seguido, fue engullido por sus fans y desapareció tal y como había
llegado.
—¿En qué pensabas, idiota? —gritó Rosario, tirándome del brazo.
—He venido aquí para ver una pelea, ¿no? —sonreí.
—Pau, ni siquiera deberías estar aquí —me regañó Valentin.
—America tampoco —le contesté.
—¡Ella no intenta meterse en el ring! —dijo frunciendo el ceño—. Vámonos.
America me sonrió y me limpió la cara.
—Eres un grano en el culo, Abby. Dios, ¡cómo te quiero!
Me rodeó el cuello con el brazo y nos abrimos paso en dirección a las
escaleras y hacia la noche.
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