miércoles, 23 de abril de 2014

CAPITULO 82




Rosario y Valentin me esperaban en la puerta de la cafetería y entramos juntos. Cogí los cubiertos y la bandeja, y dejé caer sobre ella mi plato.

—¿Qué mosca te ha picado, Pau? —preguntó Rosario.

—No puedo irme mañana con vosotros.

Valentin se quedó boquiabierto.

—¿Te vas a casa de los Alfonso?

Rosario me fulminó con la mirada.

—¿Que vas adónde?

Suspiré y metí mi identificación del campus en el cajero.

—Cuando estábamos en el avión de regreso, le prometí a Pepe que iría.

—En su defensa —empezó a decir Valentin—, debo decir que no pensaba que acabarais rompiendo de verdad. Pensaba que volveríais. Cuando se dio cuenta de que ibas en serio, ya era demasiado tarde.

—Eso son chorradas, Valen, y lo sabes —dijo Rosario entre dientes—. No tienes que ir si no quieres, Pau.

Tenía razón. No podía decirse que no tuviera opción, pero era incapaz de hacerle eso a Pedro. Aunque lo odiara, cosa que no ocurría.

—Si no voy, tendrá que explicarles por qué no he aparecido y no quiero arruinarle su día de Acción de Gracias. Todos van a acudir a casa pensando que yo voy a estar.

Valentin sonrió.

—Les has robado el corazón a todos; precisamente, Horacio estuvo hablando con mi padre de ti el otro día.

—Genial —murmuré.

—Pau tiene razón —dijo Valentin—. Si no va, Horacio se pasará el día criticando a Pepe. No tiene sentido arruinarles el día.

Rosario me pasó su brazo por los hombros.

—Todavía puedes venir con nosotros. Ya no estás con él. Ya no tienes por qué sacarle las castañas del fuego.

—Lo sé, Ro, pero es lo correcto.

El sol se ocultó tras los edificios que veía por mi ventana, mientras yo me peinaba de pie ante el espejo e intentaba decidir cómo fingir que seguía con Pedro.

—Solo es un día, Pau. Puedes arreglártelas un día —dije al espejo.

Fingir nunca había sido un problema para mí; lo que me preocupaba era qué pasaría mientras duraba nuestra actuación. Cuando Pedro me dejara en casa después de la cena, tendría que tomar una decisión. Una decisión distorsionada por la falsa felicidad que íbamos a representar para su familia.

Toc, toc.

Me giré y miré hacia la puerta. Carla no había vuelto a nuestra habitación en toda la noche y sabía que Rosario y Valentin ya se habían marchado. No tenía ni idea de quién podía ser. Dejé el cepillo en la mesa y abrí la puerta.

Pedro —dije con un suspiro.

—¿Estás lista?

Enarqué una ceja.

—¿Lista para qué?

—Dijiste que te recogiera a las cinco.

Crucé los brazos delante del pecho.

—¡Me refería a las cinco de la mañana!

—Ah —dijo Pedro, evidentemente decepcionado.—Supongo que debería llamar a mi padre para decirle que al final no nos quedamos.

—¡Pedro! —me lamenté.

—He traído el coche de Valentin para no tener que llevar las cosas en la moto.Hay un dormitorio libre en el que podrías instalarte. Podemos ver una peli o…

—¡No voy a quedarme en casa de tu padre!

La tristeza se hizo evidente en su rostro.

—Vale…, supongo que…, que nos veremos por la mañana.

Dio un paso atrás y cerré la puerta, apoyándome en ella. Todas las emociones contenidas hervían en mi interior, y solté un suspiro de exasperación.

Con la cara de decepción de Pedro todavía fresca, abrí la puerta, salí y descubrí que iba andando lentamente por el pasillo mientras marcaba un número en su teléfono.

Pedro, espera. —Se dio media vuelta y la mirada de esperanza de sus ojos me hizo sentir un pinchazo de dolor en el pecho—. Dame un minuto para recoger unas cuantas cosas.

Una sonrisa de alivio y agradecimiento se extendió en su cara y me siguió hasta mi habitación; desde el umbral me observó guardar unas cuantas cosas en una bolsa.

—Te sigo queriendo, Paloma.

No levanté la mirada.

—No sigas. No hago esto por ti.

Contuvo un suspiro.

—Lo sé.

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