miércoles, 23 de abril de 2014

CAPITULO 84




Pelamos una montaña de patatas, cortamos verduras, sacamos el pavo para que se descongelara y empezamos los pasteles. La primera hora resultó más que incómoda, pero, cuando llegaron los gemelos, todo el mundo se reunió en la cocina. Horacio contó historias de cada uno de los chicos y nos reímos de las anécdotas de anteriores días de Acción de Gracias desastrosos en los que intentaron hacer
algo que no fuera pedir una pizza.

—Ana era una cocinera excelente —dijo Horacio, como si pensara en voz alta—Pepe no se acuerda, pero, después de su muerte, carecía de sentido intentar cualquier cosa.

—No te sientas presionada por ello, Pau —dijo Marcos.
Se rio y cogió una cerveza del frigorífico.

—Saquemos las cartas. Quiero intentar recuperar parte del dinero que se llevó Pau.

Horacio dijo que no a su hijo con el dedo.

—Nada de póquer este fin de semana, Marcos. He bajado el dominó, ve a prepararlo. Y nada de apuestas, maldita sea. Lo digo en serio.

Marcos sacudió la cabeza.

—Está bien, viejo, está bien.

Los hermanos de Pedro salieron de la cocina sin dirección fija, y Marcos los siguió, antes de detenerse y mirar hacia atrás.

—Vamos, Pepe.

—Estoy ayudando a Paloma.

—No queda mucho por hacer, cariño —dije—. Ve.

Su mirada se enterneció con mis palabras y me tocó la cadera.

—¿Estás segura?

Asentí y él se inclinó para besarme la mejilla, apretándome la cadera con los dedos antes de seguir a Marcos a la sala donde estaban jugando. Horacio sacudió la cabeza y sonrió al ver a sus hijos cruzar el umbral.

—Lo que estás haciendo es increíble, Pau. No sé si te das cuenta de lo mucho que lo apreciamos.

—Fue idea de Pepe. Estoy encantada de poder ayudar.

Se apoyó con todo su peso sobre la encimera y dio un sorbo a su cerveza mientras sopesaba sus siguientes palabras.

Pedro y tú no habéis hablado mucho. ¿Tenéis problemas?

Eché el jabón en el fregadero lleno de agua caliente, mientras intentaba pensar en algo que decir que no fuera una mentira descarada.

—Supongo que las cosas han cambiado un poco.

—Es lo que imaginaba. Tienes que ser paciente con él. Pedro no recuerda mucho del asunto, pero estaba muy unido a su madre, y después de perderla no volvió a ser el mismo jamás. Pensaba que lo superaría… Ya sabes, porque pasó cuando era muy pequeño. Fue duro para todos, pero Pepe… no volvió a intentar querer a nadie después de eso. Me sorprendió que te trajera aquí. Por la forma en la que actúa cuando tú estás presente, por la forma en que te mira…, supe que eras especial.

Sonreí, pero no aparté la mirada de los platos que estaba frotando.

Pedro va a pasarlo mal. Cometerá muchos errores. Creció rodeado de un montón de críos sin madre y con un viejo gruñón y solitario como padre. Todos estuvimos un poco perdidos después de que Ana muriera, y supongo que yo no
ayudé a los chicos a asumir la pérdida tal y como debería haber hecho. Sé que es difícil no culparlo, pero tienes que quererlo de todos modos, Pau. Eres la única mujer a la que ha querido, aparte de a su madre. No sé cómo se quedará si tú también lo dejas. —Me tragué las lágrimas y asentí, incapaz de replicar. Horacio apoyó la mano en mi hombro y me lo estrechó—. Nunca lo he visto sonreír como cuando
está contigo. Espero que todos mis chicos consigan a una Pau algún día.

Sus pisadas se apagaron por el pasillo y me agarré al borde del fregadero, mientras intentaba recuperar el aliento. Sabía que pasar las vacaciones con Pedro y su familia sería difícil, pero no pensaba que se me volvería a partir el corazón. 

Los chicos bromeaban y se reían en la habitación de al lado, mientras yo lavaba y secaba los platos, antes de guardarlos. Limpié la cocina, y después me lavé las manos y me dirigí a las escaleras para acostarme.

Pedro me cogió la mano.

—Es temprano, Paloma. No te irás ya a la cama, ¿no?

—Ha sido un día largo. Estoy cansada.

—Nos estábamos preparando para ver una peli. ¿Por qué no bajas y te quedas con nosotros?

Alcé la mirada hacia las escaleras y, después, contemplé su sonrisa esperanzada.

—Está bien.

Me llevó de la mano hasta el sofá, y nos sentamos juntos cuando empezaban los títulos de crédito.

—¿Puedes apagar esa luz, Nahuel? —pidió Horacio.

Pedro extendió su brazo por detrás de mí, dejándolo sobre el respaldo del sofá. Intentaba mantener la ficción, mientras me tranquilizaba. Había sido muy cuidadoso para no aprovecharse de la situación, pero albergaba un conflicto en mi interior: me sentí agradecida y decepcionada a la vez. 

Estaba sentada muy cerca de él, y olía la mezcla de tabaco y de su colonia. Me resultaba muy difícil mantener la
distancia, tanto física como emocionalmente. Justo como había temido, mi resolución estaba desapareciendo. Me afané por olvidarme de todo lo que había dicho Horacio en la cocina.

A mitad de la película, la puerta principal se abrió de par en par y Pablo apareció con las bolsas en la mano.

—¡Feliz Acción de Gracias! —dijo él, mientras dejaba su equipaje en el suelo.

Horacio se levantó y abrazó a su hijo mayor, y todo el mundo excepto Pedro se levantó para saludarlo.

—¿No vas a saludar a Pablo? —susurré yo.

Me respondió sin mirarme, mientras observaba a su familia abrazarse y reír.

—Tengo una noche contigo. No pienso desperdiciar ni un solo segundo.

—Hola, Pau. Me alegro de volver a verte —dijo Pablo sonriendo.

Pedro me puso la mano en la rodilla y yo bajé la mirada hacia mi pierna, para después volverme hacia Pedro. Cuando se dio cuenta de la expresión de mi cara, Pedro retiró la mano de la pierna y cruzó las manos sobre el regazo.

—Vaya, vaya, ¿problemas en el paraíso? —preguntó Pablo.

—Cállate, Pablito —gruñó Pedro.

El humor de la habitación cambió y sentí que todas las miradas recaían sobre mí, a la espera de una explicación. Sonreí nerviosa y cogí la mano de Pedro entre las mías.

—Solo estamos cansados. Llevamos toda la tarde trabajando en la comida —dije, mientras apoyaba la cabeza en el hombro de Pedro.

Bajó la mirada a nuestras manos y me las estrechó mientras levantaba un poco las cejas. Solté un suspiro.

—Me voy directa a la cama, cariño. —Miré a los demás—. Buenas noches, chicos.

—Buenas noches, tesoro —dijo Horacio.

Los hermanos de Pedro me dieron las buenas noches y subí las escaleras.

—Yo también me voy a acostar —oí decir a Pedro.

—Claro, cómo no —espetó burlón Marcos.

—Cabrón con suerte —masculló Manuel.

—Oye, no voy a permitir que nadie hable así de tu hermana —les avisó Horacio.

Se me cayó el alma a los pies. La única familia real que había tenido en años eran los padres de Rosario, y, aunque Sebastian y Patricia siempre habían velado por mí con auténtica bondad, en cierto modo eran prestados. Los seis hombres rebeldes, malhablados y adorables de la planta baja me habían recibido con los brazos abiertos y, al día siguiente, tendría que despedirme de ellos definitivamente.

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