miércoles, 16 de abril de 2014

CAPITULO 59




La habitación estaba salpicada de fotos antiguas de partidas de póquer, de
leyendas del juego posando con Horacio y con quien supuse que sería el abuelo de
Pedro, y en los estantes había barajas de cartas antiguas.
—¿Conoció a Stu Unger? —pregunté, señalando una foto polvorienta.
A Horacio se le iluminó la mirada.
—¿Sabes quién es Stu Unger?
Asentí.
—Mi padre también es admirador suyo.
Se levantó y señaló la foto de al lado.
—Y ese es Doyle Brunson. —Sonreí—. Mi padre lo vio jugar una vez. Es
increíble.
—El abuelo de Pepe era un profesional. Aquí nos tomamos el póquer muy
en serio —dijo Horacio sonriendo.
Me senté entre Pedro y uno de los gemelos, mientras Marcos barajaba las
cartas con cierta habilidad. Los chicos entregaron su efectivo y Horacio se lo cambió por
fichas.
Marcos enarcó una ceja.
—¿Quieres jugar, Pau? —Sonreí educadamente y dije que no con la
cabeza.
—No creo que deba.
—¿Es que no sabes? —preguntó Horacio.
No pude reprimir una sonrisa. Horacio parecía muy serio, casi paternal. Sabía
qué respuesta esperaba y odiaba tener que decepcionarlo. Pedro me dio un beso en
la frente.
—Venga, juega… Te enseñaré.
—Será mejor que te despidas ya de tu dinero, Pau —dijo Pablo con una
carcajada.
Apreté los labios y saqué dos billetes de cincuenta de la cartera. Se los
entregué a Horacio y esperé pacientemente a que me entregara las fichas. Marcos
sonrió con desdén, pero lo ignoré.
—Tengo fe en la capacidad de Pedro para enseñarme —dije.
Uno de los gemelos se puso a aplaudir.
—¡Genial! ¡Esta noche me voy a hacer rico!
—Empecemos poco a poco esta vez —dijo Horacio, lanzando una ficha de cinco
dólares.
Marcos los vio, y Pedro me extendió las cartas en abanico.
—¿Has jugado a las cartas alguna vez?
—Hace bastante —asentí.
—El Uno no cuenta, Pollyanna —dijo Marcos, mientras miraba sus cartas.
—Cierra esa bocaza, Marcos —dijo Pedro, alzando la mirada hacia su
hermano, antes de volver a bajarla a mi mano.
—Tienes que buscar las cartas más altas, números consecutivos y mejor si
son del mismo palo.
En la primera mano, Pedro me miró las cartas y yo miré las suyas.
Básicamente, asentí y sonreí, jugando cuando se me decía. Tanto Pedro como yo
perdimos, y mis fichas habían menguado al final de la primera ronda.
Después de que Pablo repartiera para empezar la segunda ronda, no dejé
que Pedro viera mis cartas.
—Creo que puedo sola —dije.
—¿Estás segura? —me preguntó.
—Sí, cariño.
Tres manos después, había recuperado mis fichas y había masacrado los
montones de fichas de los demás con una pareja de ases, una escalera y con la carta
más alta.
—¡Mierda! —se quejó Marcos—. ¡Maldita suerte del principiante!
—Esta chica aprende rápido, Pepe —dijo Horacio, moviendo la boca sin soltar el
puro.
Pedro dio un trago a su cerveza.
—¡Me estás haciendo sentir orgulloso, Paloma!
Le brillaban los ojos de emoción; su sonrisa era diferente a todas las que
había visto antes.
—Gracias.
—Los que no sirven para actuar, enseñan —dijo Pablo, burlón.
—Muy gracioso, gilipollas —murmuró Pedro.
Cuatro manos después, apuré lo que me quedaba de cerveza y fruncí los
ojos ante el único hombre de la mesa que no se había retirado.
—Tú decides, Manuel. ¿Vas a ser un bebé o verás mi apuesta como un
hombre?
—A la mierda —dijo él, lanzando la última de sus fichas.
Pedro me miró muy animado. Su expresión me recordaba la del público de
sus peleas.
—¿Qué tienes, Paloma?
—¿Manuel? —le apremié.
Una amplia sonrisa se dibujó en su rostro.
—¡Escalera! —dijo sonriendo, mientras dejaba las cartas boca arriba sobre la
mesa.
Cinco pares de ojos se volvieron a mí. Eché un vistazo a la mesa y entonces
enseñé mis cartas de un golpe.
—¡Miradlas y llorad, chicos! ¡Ases y ochos! —dije, riéndome.
—¿Un full? ¿Cómo coño es posible? —gritó Marcos.
—Lo siento. Siempre había querido decir eso —añadí, mientras recogía mis
fichas.
Pablo aguzó la mirada.
—Esto no es solo la suerte del principiante. Esta chica sabe jugar.
Pedro miró a Pablo durante un momento y luego se volvió a mí.
—¿Habías jugado antes, Paloma?

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