miércoles, 21 de mayo de 2014

CAPITULO 177



Al principio, no entré en pánico. Al principio, una neblina soñolienta me proporcionó la suficiente confusión para fomentar una sensación de calma. Al principio, cuando estiré mi brazo por Paula a través de las sábanas y no la sentí allí, sólo sentí un poco de decepción, seguido por curiosidad.
Probablemente estaba en el baño, o tal vez comiendo cereales en el sofá.
Acababa de darme su virginidad a mí, a alguien con el que había gastado demasiado tiempo y esfuerzo pretendiendo no tener más que sentimientos platónicos. Eso era mucho para asimilar.


—¿Paloma? —llamé. Levanté sólo mi cabeza, esperando que se arrastrara a la cama conmigo. Pero después de unos momentos, me di por vencido, y me senté.


Sin tener idea de que ocurría, me puse el bóxer que me había sacado anoche, y deslicé una camiseta por encima de mi cabeza.
Mis pies se arrastraron por el pasillo hasta la puerta del baño, y golpeé. La puerta se abrió un poco. No se oía ningún movimiento, pero la llamé, de todos modos. —¿Paloma?


Abriendo la puerta un poco más, se reveló lo que esperaba. Vacío y oscuro.


Entonces entré en la sala de estar, esperando verla en la cocina o en el sofá, pero no se encontraba en ningún lugar.


—¿Paloma? —llamé, esperando por una respuesta.



El pánico comenzó a crecer dentro de mí, pero me negué a enloquecer hasta que supiera qué demonios pasaba. Pisoteé hacia la habitación de Valentin y abrí la puerta sin llamar.
Rosario yacía junto a Valentin, enredada en sus brazos de la manera en que imaginé que Paula habría estado conmigo en este momento.


—¿Han visto a Paula? No puedo encontrarla.


Valentin se incorporó sobre el codo, frotándose los ojos con los nudillos. —¿Eh?


Paula —dije, con impaciencia encendiendo el interruptor de la luz. Tanto Valentin como Rosario retrocedieron—. ¿La han visto?


Diferentes escenarios pasaban por mi mente, todos causando diferentes grados de alarma. Quizás ella había sacado a Moro, y alguien la había secuestrado,o herido, o tal vez se había caído por las escaleras. Pero las garras de Moro repiqueteaban contra el suelo del pasillo, por lo que no podía ser. Tal vez fue a buscar algo fuera al coche de Rosario.
Corrí hacia la puerta del frente y miré alrededor. Entonces corrí escaleras abajo, mis ojos buscando cada centímetro entre la puerta principal del apartamento y el auto de Rosario.


Nada. Ella había desaparecido.


Valentin apareció en la puerta, entrecerrando los ojos y abrazándose a sí mismo por el frío.


—Sí. Nos despertó temprano. Quería ir a casa.


Subí las escaleras de dos en dos, agarrando los hombros desnudos de Valentin, empujándolo hacia atrás todo el camino hasta el lado opuesto de la habitación, y embistiéndolo contra la pared. Agarró mi camiseta, con una
expresión en su rostro medio aturdida y medio frunciendo el ceño.


—¿Qué dem...? —comenzó.


—¿La llevaste a casa? ¿A Morgan? ¿En medio de la maldita noche? ¿Por qué?


—¡Porque me lo pidió!


Lo empujé contra la pared otra vez, cegado por la rabia que comenzaba a tomar el control de mi sistema.


Rosario salió del dormitorio, con su pelo despeinado y su rímel manchado por debajo de sus ojos. Estaba en su bata, apretando el cinturón alrededor de su cintura. —¿Qué demonios está pasando? —preguntó, deteniéndose a medio paso delante de mí.


Valentin sacudió el brazo y le tendió la mano. —Mare, quédate atrás.


—¿Estaba enfadada? ¿Molesta? ¿Por qué se fue? —pregunté entre dientes.


Rosario dio un paso más. —¡Simplemente odia las despedidas, Pedro! ¡No me sorprendió en absoluto que quisiera irse antes de que despertaras!


Sostuve a Valentin contra la pared y miré a Rosario —¿Estaba... estaba llorando?


Me imaginé que Paula se había disgustado por haber permitido que alguien como yo, alguien que no le importa una mierda, haya tomado su virginidad, y luego pensé que tal vez de alguna manera, la había lastimado accidentalmente.


El rostro de Rosario se retorció de miedo, confusión, ira. —¿Por qué? — dijo. Su tono era más una acusación que una pregunta—. ¿Por qué iba a estar llorando o enojada,Pedro?


—Ro —advirtió Valentin.


Rosario dio un paso más. —¿Qué has hecho?


Solté a Valentin, pero él tomó un puñado de mi camisa mientras me enfrentaba a su novia.


—¿Estaba llorando? —exigí.


Rosario negó con la cabeza. —¡Se encontraba bien! ¡Sólo quería ir a casa!


¿Qué has hecho? —gritó.


—¿Pasó algo? —preguntó Valentin.


Sin pensarlo, me di la vuelta alrededor y me balanceé, casi golpeando la cara de Valentin.


Rosario gritó, cubriéndose la boca con las manos. —¡Pedro, para! —dijo a través de sus manos.


Valentin envolvió sus brazos alrededor de mis codos, con el rostro a sólo un par de centímetros del mío. —¡Llámala! —gritó—. ¡Tranquilízate, maldita sea, y llama a Paula!


Pasos rápidos y ligeros recorrieron el pasillo y regresaron. Rosario volvió, extendiendo su mano y sosteniendo mi teléfono. —Llámala.


Lo tomé de su mano y marqué el número de Paula. Sonó hasta que me llevó al correo de voz. Colgué el teléfono y marqué de nuevo. Y otra vez. Y otra vez. No contestaba. Me odiaba.
Dejé caer el teléfono al suelo, con mi pecho agitado. Cuando las lágrimas quemaron mis ojos, agarré lo primero que mis manos tocaron, y lo lancé a través del cuarto. Fuera lo que fuera, quedó fragmentado en trozos grandes.
Girándome, vi los taburetes situados directamente uno frente al otro, recordándome a nuestra cena. Recogí uno con la pierna y lo estrellé contra la nevera hasta que se rompió. La puerta del refrigerador se abrió, y la pateé. La
fuerza hizo que rebotara abriéndose de nuevo, así que la pateé otra vez, y otra vez, hasta que Valentin finalmente corrió para mantenerla cerrada.


Pisoteé hacia mi habitación. Las sábanas sucias en la cama se burlaban de mí. Mis brazos se extendieron a cada lado mientras las arrancaba del colchón —la sabana ajustable, la sábana superior y la manta— y entonces regresé a la cocina
para tirarlas a la basura, y luego hice lo mismo con las almohadas. Todavía loco de ira, me quedé en mi habitación, obligándome a calmarme, pero no había nada por lo que calmarme. Había perdido todo.


Caminando lentamente, me detuve frente a la mesita de noche. El recuerdo de Paula metiendo la mano en el cajón vino a la mente. Las bisagras chirriaron cuando lo abrí, revelando la pecera llena de condones. Apenas había hurgado en ellos desde que había conocido a Paula. Ahora que ella había hecho su elección, no podía imaginarme estar con nadie más.
El cristal se sentía frío en mi mano cuando la recogí y la lancé a través del cuarto. Chocó contra la pared junto a la puerta y se hizo añicos, rociando pequeños paquetes de papel de aluminio en todas las direcciones.
Mi reflejo en el espejo sobre la cómoda me miró. Mi barbilla hacia abajo, y me miré fijamente a los ojos. Mi pecho se movía, estaba temblando, y bajo los estándares de cualquiera me veía loco, pero el control se hallaba tan fuera de mi alcance en este momento. Levanté el brazo hacia atrás y golpeé el puño en el espejo. Los fragmentos apuñalaron en mis nudillos, dejando un círculo sangriento.


—¡Pedro, para! —dijo Valentin desde la sala—. ¡Detente, maldita sea!


Me precipité hacia él, empujándolo hacia atrás y, a continuación, cerré la puerta de un portazo. Presioné mis manos contra la madera, y luego di un paso atrás, pateándola hasta que el pie hizo un hueco en la parte baja. Tiré hacia los lados hasta que salió de las bisagras, y luego la arrojé al otro lado de la habitación.


Los brazos de Valentin me agarraron de nuevo. —¡Dije basta! —gritó—¡Estás asustando a Rosario! —La vena en su frente sobresalía, la que aparecía sólo cuando se enfurecía.


Lo empujé y me empujó de regreso. Lancé otro golpe, pero lo esquivó.


—¡Iré a verla! —declaró Rosario—. ¡Voy a ver si está bien, y voy a hacer que te llame!

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