jueves, 1 de mayo de 2014

CAPITULO 110


Miré a la ventana y de nuevo clavé las uñas en los bordes. Los bordes metálicos se me clavaron en la carne y empezaron a sangrarme las yemas de los dedos. El instinto se impuso sobre cualquier otro sentido y golpeé el cristal con los puños. Conseguí abrir una grieta en el vidrio, pero con cada golpe también me hería y sangraba.

Golpeé el cristal una vez más con el puño y, después, me quité el zapato y lo lancé con todas mis fuerzas. A lo lejos, sonaban sirenas y sollocé, golpeando las palmas contra la ventana. El resto de mi vida estaba solo a unos centímetros de distancia, al otro lado del cristal. Arañé los bordes una vez más y después me puse a golpear el cristal con ambas manos.

—¡Que alguien me ayude! —grité, al ver que las llamas se acercaban—. ¡Que alguien me ayude!

Oí una débil tos detrás de mí.

—¿Paloma?

Me volví al oír esa voz familiar. Pedro apareció por una puerta que había detrás de mí; tenía la cara y la ropa cubiertas de hollín.

—¡Pedro! —grité.

Me bajé del pupitre y corrí hasta donde él estaba, exhausta y sucia.

Me choqué con él, y me envolvió con sus brazos, mientras tosía al intentar respirar.

Me cogió las mejillas con las manos.

—¿Dónde está Marcos? —dijo él con voz áspera y débil.

—¡Se ha ido con ellos! —gemí, mientras lloraba a lágrima viva—. Intenté que viniera conmigo, ¡pero no quiso!

Pedro miró al fuego que se acercaba y levantó las cejas. Respiré y tosí cuando se me llenaron los pulmones de humo. Se volvió a mirarme con los ojos llenos de lágrimas.

—¡Vamos a salir de aquí, Paloma! —Apretó los labios contra los míos en un movimiento rápido y firme, y después se subió a mi escalera improvisada.

Empujó la ventana y giró el cierre. Cuando usó toda su fuerza contra el cristal le temblaron los músculos de los brazos.

—¡Apártate, Pau! ¡Voy a romper el cristal!

Demasiado asustada para moverme, solo conseguí apartarme un paso de nuestra única salida. Pedro dobló el codo, echó el puño hacia atrás y, dando un grito, lo clavó con fuerza en la ventana. Me di la vuelta y me protegí la cara con las manos ensangrentadas, cuando el cristal se hizo añicos sobre mí.

—¡Vamos! —gritó él, tendiéndome la mano.

El calor del fuego inundó la habitación; en ese momento, Pedro me levantó del suelo, elevándome en el aire, y tiró de mí hacia fuera.

Esperé de rodillas a que Pedro trepara y saliera; después lo ayudé a que se pusiera de pie. Las sirenas atronaban desde el otro lado del edificio; luces rojas y azules de los camiones de bomberos y de los coches de policía bailaban sobre las
paredes de ladrillo de los edificios aledaños.

Corrimos hacia el grupo de gente que estaba de pie delante del edificio y repasamos las caras sucias en busca de Marcos. Pedro gritó el nombre de su hermano; cada vez que lo llamaba, su voz se volvía más y más desesperada. Cogió
su teléfono, comprobó si tenía alguna llamada perdida y, después, lo cerró de golpe, tapándose la boca con su mano ennegrecida.

—¡Marcos! —gritó Pedro, alargando el cuello para buscar entre la multitud.

Quienes habían escapado se abrazaban y lloraban detrás de los vehículos de los servicios de emergencia, mientras observaban horrorizados cómo el camión autobomba lanzaba agua por las ventanas y los bomberos corrían al interior,arrastrando mangueras tras ellos.

Pedro se pasó la mano por la visera de su gorra, mientras sacudía la cabeza.

—No ha conseguido salir —susurró él—. No ha conseguido salir, Paloma.

Se me cortó el aliento cuando vi que las lágrimas surcaban sus mejillas cubiertas de hollín. Cayó de rodillas al suelo y yo me caí con él.

—Marcos es listo, Pepe. Seguro que ha salido. Tiene que haber encontrado un camino diferente —dije, intentando convencerme también a mí misma.

Pedro se derrumbó en mi regazo, cogiéndome la camiseta con ambos puños. Yo lo abracé. No sabía qué más hacer.
Pasó una hora. Los gritos y llantos de los supervivientes y espectadores del exterior del edificio se habían convertido en un silencio inquietante. Cada vez con menos esperanza, vimos cómo los bomberos sacaban a dos personas, pero después solo salían con las manos vacías. Mientras el personal de emergencias atendía a los heridos y las ambulancias se adentraban en la noche con víctimas quemadas, esperamos. Media hora después, solo sacaban cuerpos por los que no se podía hacer nada. En el suelo, alinearon a los fallecidos, que superaban con creces al
número de los que habíamos escapado. Pedro no apartaba la mirada de la puerta, esperando a que sacaran a su hermano de entre las cenizas.

—¿Pedro?

Nos dimos la vuelta al mismo tiempo y vimos a Agustin de pie a nuestro lado. Pedro se levantó y tiró de mí al hacerlo.

—Me alegra ver que habéis conseguido salir, chicos —dijo Agustin, que parecía estupefacto y perplejo—. ¿Dónde está Marcos?

Pedro no respondió.

Nuestros ojos regresaron a los restos calcinados de Keaton Hall, de cuyas ventanas todavía salía un humo negro. Enterré la cara en el pecho de Pedro y cerré con fuerza los ojos, esperando despertar de aquella pesadilla en cualquier
momento.

—Tengo…, eh… Tengo que llamar a mi padre —dijo Pedro, mientras abría el teléfono con el ceño fruncido.

Cogí aire y esperé que mi voz sonara más fuerte de lo que yo me sentía.

—Tal vez deberías esperar. Todavía no sabemos nada.

Apartó los ojos de los números y le tembló el labio.

—Esto es una mierda. Marcos nunca debería haber estado ahí.

—Ha sido un accidente,Pedro. No podías prever que pasara algo así —dije,tocándole la mejilla.

Frunció el ceño y cerró con fuerza los ojos. Respiró hondo y empezó a marcar el número de su padre.

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