Paula
Pedro me abrazó contra su costado, dejándome ir sólo lo suficiente para que pudiéramos avanzar. No éramos la única pareja excesivamente cariñosa esperando en la línea del mostrador para registrar la entrada. Era el final de las vacaciones de primavera y el aeropuerto estaba lleno.
Una vez que nos dieron nuestros pases de embarque, lentamente nos abrimos paso a través de la seguridad.
Cuando finalmente llegamos al frente de la línea, Pedro seguía provocando al detector, así que el agente de la AST hizo que se quitara su anillo.
Pedro accedió a regañadientes, pero una vez que pasamos por la seguridad y nos sentamos en un banco cercano para ponernos los zapatos, Pedro gruñó un par de inaudibles maldiciones, y luego se relajó.
—Está bien, bebé. Está de vuelta en tu dedo —dije, riendo ante su reacción.
Pedro no habló, sólo me besó en la frente antes de dejáramos seguridad para dirigirnos a nuestra puerta. Los otros turistas de primavera parecían igual de exhaustos y felices que nosotros. Y divisé a otras parejas llegando de la mano, que se veían tan nerviosos y emocionados como lo estábamos Pedro y yo cuando llegamos a Las Vegas.
Rocé los dedos de Pedro con los míos.
Suspiró.
Su respuesta me tomó por sorpresa. Fue pesada y llena de estrés. Cuanto más nos acercábamos a la puerta, más lento caminaba. También me preocupaba la reacción a la que nos enfrentaríamos en casa, pero me sentía más preocupada por
la investigación. Tal vez pensaba lo mismo y no quería hablar conmigo al respecto.
En la Puerta Once, Pedro se sentó a mi lado, manteniendo su mano en la mía. Su rodilla rebotaba, y no dejaba de tocar y tirar de sus labios con su mano libre. Su bigote de tres días se contraía cada vez que movía la boca. O bien estaba volviéndose loco por dentro o había bebido una taza de café sin que yo lo supiera.
—¿Paloma? —dijo finalmente.
Oh, gracias a Dios. Hablará conmigo sobre ello.
—¿Sí?
Pensó en lo que podría decir, y luego volvió a suspirar. —Nada.
Fuese lo que fuese, quería arreglarlo. Pero si él no pensaba en la investigación o en enfrentarse a las consecuencias del incendio, no quería tocar el tema. No mucho tiempo después de que tomáramos nuestro asiento, primera clase fue llamada para abordar. Pedro y yo nos quedamos con todos los demás para ponernos en la fila de clase turista.
Pedro cambió de un pie al otro, frotándose la nuca y apretando mi mano.
Era tan obvio que quería decirme algo. Lo carcomía, y no sabía qué más hacer aparte de apretar su mano.
Cuando nuestro grupo de embarque empezó a formar una línea, Pedro vaciló. —No puedo deshacerme de este sentimiento —dijo.
—¿Qué quieres decir? ¿Cómo un mal presentimiento? —dije, de repente muy nerviosa. No sabía si se refería al avión, Las Vegas o ir a casa. Todo lo que podía salir mal entre nuestro siguiente paso y nuestra llegada al campus pasó por mi mente.
—Tengo está loca sensación de que una vez que lleguemos a casa, voy a despertar. Como si nada de esto fuera real. — La preocupación brillaba en sus ojos, poniéndolos vidriosos.
De todas las cosas por las que preocuparse, se preocupaba por perderme, al igual que yo me preocupaba por perderlo.
Fue entonces, en ese momento, que supe que habíamos hecho lo correcto. Eso sí, éramos jóvenes, y sí, estábamos locos, pero estábamos enamorados como nadie. Éramos más viejos que Romeo y Julieta.
Fue entonces, en ese momento, que supe que habíamos hecho lo correcto. Eso sí, éramos jóvenes, y sí, estábamos locos, pero estábamos enamorados como nadie. Éramos más viejos que Romeo y Julieta.
Más viejos que mis abuelos. Puede no haber sido hace mucho tiempo desde que fuimos niños, pero había personas con diez o más años de experiencia que aún no lo tenían juntos. No teníamos todo resuelto, pero nos teníamos el uno al otro, y eso era más que suficiente.
Cuando volviéramos, era probable que todo el mundo estuviera esperando la ruptura, esperando el deterioro de una pareja que se casó demasiado joven. Sólo imaginar las miradas, las historias y los rumores hizo que se me pusiera la piel de gallina. Podía llevarnos toda una vida demostrarles a todos que esto funcionaba.
Habíamos cometido tantos errores, y sin duda volveríamos a cometer miles más, pero las probabilidades estaban a nuestro favor. Antes les demostramos que se equivocaban.
Después de un partido de tenis de preocupaciones y palabras tranquilizadoras, finalmente envolví mis brazos alrededor del cuello de mi marido,tocando con mis labios muy ligeramente los suyos.
—Apostaría mi primer hijo. Así de segura estoy.
Esta era una apuesta que no perdería.
—No puedes estar tan segura —dijo.
Levanté una ceja y mi boca se elevó hacia un lado. —¿Quieres apostar?
Pedro se relajó, tomando su pase para abordar de mis dedos, y entregándoselo a la asistente.
—Gracias —dijo, escaneándolo y luego devolviéndoselo. Hizo lo mismo con el mío, y así como lo hicimos hace poco más de veinticuatro horas, caminamos de la mano por el túnel de embarque.
—¿Estás insinuando algo? —preguntó Pedro. Se detuvo—. No estás... ¿es por eso que querías casarte?
Me reí, sacudí la cabeza, y lo arrastré. —Dios, no. Creo que hemos dado un gran paso, lo suficiente como para que nos dure un tiempo.
Asintió una vez. —Bastante justo, Sra. Alfonso—Me apretó la mano y abordamos el avión a casa.
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