Justo antes del amanecer, cuando estaba seguro de haber hecho un ridículo total y de que estaría asustada, seguramente pensando que yo estaba verdaderamente loco y que no le convenía, me levanté del suelo. El hecho de que seguridad no se hubiera presentado durante la noche para echarme del edificio resultaba ser un hecho increíble en sí. Las chicas comenzaron a salir para dirigirse a clases y yo, todavía sentado en el pasillo, decidí no tentar la suerte.
Después de caminar penosamente por las escaleras, me senté en mi motocicleta. Aunque una camiseta era la única cosa entre mi piel y el aire gélido de invierno, lo ignoré. Con la esperanza de ver a Paula en la clase de historia, fui directamente a casa tratando de descongelar mi piel bajo una ducha de agua caliente.
Valentin se situó en la puerta de mi dormitorio mientras me vestía.
—¿Qué quieres, Valen?
—¿Hablaste con ella?
—No.
—¿Para nada? ¿Mensajes de texto? ¿Nada?
—Dije que no —espeté.
—Pepe —dijo Valentin, suspiró quedamente—. Ella probablemente no vaya a clases hoy. No quiero que Rosario y yo estemos en medio de esto, pero eso es lo que ella dijo.
—Tal vez va a estar —le contradije, poniéndome el cinturón. Me puse la colonia favorita de Paula, y luego me puse la chaqueta antes de agarrar mi mochila.
—Espera, yo te llevo.
—No, voy a llevarme la moto.
—¿Por qué?
—En caso de que ella acepte regresar al apartamento conmigo para poder hablar.
—Pedro, no creo que sea hora de considerar el que ella vaya a…
—Cállate, Valen —dije mirándolo—. Sólo por una vez, no seas razonable. No trates de salvarme. Sólo compórtate como mi amigo, ¿de acuerdo?
Valentin asintió. —De acuerdo.
Rosario salió de la habitación de Valentin, todavía en pijama.
—Pedro, es hora de que la dejes ir. Todo terminó para ella en el momento en que le dejaste claro que decidías trabajar para Benny.
—Pedro, es hora de que la dejes ir. Todo terminó para ella en el momento en que le dejaste claro que decidías trabajar para Benny.
Cuando no le respondí, continuó—: Pedro…
—No lo hagas. Sin ánimo de ofender, Ro; pero ni siquiera puedo mirarte ahora mismo.
Sin esperar una respuesta, cerré la puerta detrás de mí. La ansiedad valía la pena para desahogar la emoción que sentía por ver a Paula. Mejor que ponerme de rodillas presa del pánico y rogarle en medio de la clase. No estaba seguro de no hacerlo si es que fuera necesario para hacerla cambiar de opinión.
Caminando lentamente a clase, e incluso tomando las escaleras, no me impidió llegar media hora antes. Esperaba que Paula se presentara, y que tuviéramos tiempo para hablar, pero cuando la clase anterior salió, ella no estaba allí.
Me senté al lado de su asiento vacío y jugueteé con mi brazalete de cuero mientras los otros estudiantes entraban en el salón y tomaban asiento. Sólo era otro día para ellos. Mirando su mundo seguir adelante mientras que el mío estaba llegando a su final.
Excepto por algunos estudiantes entrando a escondidas detrás de Chaney, todos estaban presentes —menos Paula.
El Sr. Chaney abrió su libro, saludó a la clase y comenzó la lectura. Sus palabras se borraron mientras mi corazón golpeteaba contra mi pecho, hinchándose con cada respiración. Apreté los dientes y mis ojos se humedecieron con pensamientos de Paula en otro lugar, aliviada de
estar lejos de mí. Mi ira aumentó.
Me puse de pie y miré el escritorio vacío de Paula.
—Mmm… ¿Sr. Alfonso? ¿Se siente bien? —preguntó el profesor.
Le di una patada a su escritorio y después al mío, apenas oyendo los jadeos y gritos de los otros estudiantes.
—¡MALDITA SEA! —grité, golpeando mi escritorio nuevamente.
—Sr. Alfonso—dijo Chaney, su voz extrañamente tranquila—. Creo que es mejor que tome un poco de aire fresco.
Me paré sobre los escritorios derribados, respirando con dificultad.
—Sal de mi salón de clases, Pedro. ¡Ahora! —repitió, su voz más firme esta vez.
Tiré mi mochila sobre un hombro y empujé la puerta, oyendo la madera estrellarse contra la pared detrás de ella.
—¡Pedro!
El único detalle que registré es que la voz era de mujer. Me di la vuelta, con la esperanza de que fuera Paula.
Aldana caminó por el pasillo, deteniéndose junto a mí. —¿Pensé que tenías clase? —Sonrió—. ¿Hiciste algo interesante este fin de semana?
—¿Qué necesitas?
Levantó una ceja, sus ojos brillantes con sabiduría. —Te conozco. Estás enojado. ¿Las cosas no funcionaron con la monja?
No le respondí.
—Podría habértelo dicho. —Se encogió de hombros, y luego avanzó un paso más en mi dirección; susurrando en mi oído. Tan cerca, que sus labios rozaron mi oreja—. Somos iguales, Pedro. No somos buenos para nadie.
Mis ojos se clavaron en los de ella, viajaron a sus labios y luego de regreso a ellos. Se inclinó con su sexy y pequeña sonrisa.
—Vete a la mierda, Aldana.
Su sonrisa se desvaneció. Me alejé.
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