—Guau —dije, levantándome sobre los codos para verlo mejor.
El ceño fruncido de Pedro se convirtió inmediatamente en una sonrisa triunfal.
—Es precioso.
Martin sacudió la cabeza.
—Si me dieran un dólar por cada hombre tatuado y recién casado que ha traído a su mujer aquí y se lo ha tomado peor que ella…, bueno, no tendría que volver a tatuar a nadie nunca más.
—Dime simplemente cuánto te debo, listillo —masculló Pedro.
—Te haré la cuenta en el mostrador —dijo Martin.
Se notaba que le había hecho gracia la respuesta de Pedro.
Miré el cromo reluciente y los pósteres de ejemplos de tatuajes que había a mi alrededor, en las paredes, y luego bajé la vista a mi estómago. Mi nuevo apellido brillaba en letras negras, gruesas y elegantes. Pedro me observaba
orgulloso y después miró su alianza de titanio.
—Lo hemos hecho, nena —dijo en voz baja—. Todavía no me creo que seas mi mujer.
—Pues créetelo —dije, sonriendo.
Me ayudó a levantarme de la silla y me apoyé sobre el lado derecho, consciente de que, con cada movimiento, los vaqueros me rozaban la piel irritada.
Pedro sacó su cartera y firmó rápidamente el recibo antes de llevarme de la mano al taxi que esperaba fuera. Mi móvil volvió a sonar, pero cuando vi que era Rosario no respondí.
—Va a hacer que nos sintamos muy culpables por esto, ¿no? —dijo Pedro con mala cara.
—Hará pucheros durante veinticuatro horas después de ver las fotos, y luego lo superará.
Pedro me lanzó una sonrisa traviesa.
—¿Estás segura de eso, señora Alfonso?
—¿Vas a dejar de llamarme así en algún momento? Lo has dicho cien veces desde que salimos de la capilla.
Él dijo que no con la cabeza mientras mantenía abierta la puerta del taxi para mí.
—Dejaré de llamarte eso cuando me acabe de creer que es real.
—Oh, es totalmente real —dije, deslizándome en medio del asiento para hacer sitio—. Tengo recuerdos de la noche de bodas que lo demuestran.
Se inclinó hacia mí y me recorrió el cuello con la nariz, hasta que llegó a mi oreja.
—Desde luego que sí.
—Ay… —grité cuando se apoyó en mi vendaje.
—Oh, mierda, lo siento, Paloma.
—Te perdono —dije con una sonrisa.
Fuimos hasta el aeropuerto cogidos de la mano; cuando veía a Pedro mirar su alianza sin reparos, no podía evitar sonreír. Sus ojos tenían la expresión pacífica a la que me estaba acostumbrando.
—Cuando volvamos al apartamento, creo que por fin lo asimilaré y dejaré de comportarme como un capullo.
—¿Me lo prometes? —sonreí.
Me besó la mano y después la meció sobre su regazo entre las palmas de las manos.
—No.
Me reí y apoyé la cabeza en su hombro hasta que el taxi se detuvo delante del aeropuerto. Mi móvil volvió a sonar, y en la pantalla apareció de nuevo el nombre de Rosario.
—Es implacable. Déjame hablar con ella —dijo Pedro, tendiéndome la mano para que le diera el teléfono.
—¿Diga? —dijo él, esperando el chillido agudo al otro lado de la línea.Entonces, esbozó una sonrisa—. Porque soy su marido. Ahora puedo responder sus llamadas. —Me miró de reojo y abrió la puerta del taxi, ofreciéndome la mano—. Estamos en el aeropuerto, Rosario. ¿Por qué no vienes con Valen a recogernos y así podrás gritarnos a los dos de camino a casa? Sí, durante todo el trayecto hasta casa. Deberíamos llegar alrededor de las tres. Muy bien, Ro. Nos
vemos entonces. —Torció el gesto por sus palabras cortantes y entonces me entregó el teléfono—. No exagerabas. Está cabreada.
Dio la propina al conductor y después se echó su bolsa sobre el hombro y sacó el asa de mi maleta de ruedas. Sus brazos tatuados se tensaron mientras tiraba de mi equipaje y alargaba el brazo para cogerme de la mano.
—No me puedo creer que le dieras carta blanca para gritarnos durante una hora entera —dije, siguiéndolo por la puerta giratoria.
—No creerás de verdad que voy a dejar que grite a mi mujer, ¿no?
—Se te ve muy cómodo con ese término.
—Supongo que va siendo hora de que lo admita. Sabía que ibas a ser mi mujer desde el mismo instante en que te conocí. Tampoco te voy a mentir: he estado esperando que llegara el día en que pudiera decirlo…, así que voy a abusar
del tratamiento. Deberías ir haciéndote a la idea.
Lo dijo con tanta naturalidad como si fuera un discurso que hubiera practicado. Le respondí con una carcajada y apretándole la mano.
—No me molesta.
Me miró por el rabillo del ojo.
—¿No?
Negué con la cabeza y me acercó a él para besarme la mejilla.
—Bien. Te vas a hartar de oírlo durante los próximos meses, pero dame algo de margen, ¿vale?
Lo seguí por los pasillos, las escaleras mecánicas y las colas de los controles de seguridad. Al cruzar Pedro el detector de metales, se disparó una alarma estruendosa. Cuando el guardia del aeropuerto le pidió a Pedro que se quitara el anillo, este puso cara seria.
—Yo se lo guardo, señor —dijo el oficial—. Solo será un momento.
—A ella le he prometido que nunca me lo quitaría —dijo Pedro entre dientes.
El oficial le tendió la mano con la palma hacia arriba; se mostró paciente e incluso debimos de resultarle graciosos a juzgar por las arruguitas que se le formaron en la piel de alrededor de los ojos.
Pedro se quitó el anillo de mala gana y lo dejó en la mano del guardia.
Cuando cruzó el arco de seguridad, suspiró. La alarma no se había disparado, pero seguía estando molesto. Yo pasé sin ninguna incidencia, después de entregar también mi anillo.Pedro seguía con cara de tensión, pero, cuando nos dejaron pasar, relajó los hombros.
—No pasa nada, cariño. Vuelve a estar en tu dedo —dije, riéndome de su reacción desproporcionada.
Me besó la frente y me acercó a su lado mientras caminábamos por la terminal. Cuando vi la mirada de quienes pasaban a nuestro lado, me pregunté si
saltaba a la vista que estábamos recién casados, o si simplemente se habían fijado en la ridícula sonrisa de Pedro, que contrastaba con la cabeza afeitada, los brazos tatuados y los músculos protuberantes.
El aeropuerto estaba lleno de turistas emocionados, del tintineo y los pitidos de las máquinas tragaperras y de gente que caminaba en todas las direcciones.
Sonreí al ver a una pareja joven cogida de la mano: parecían tan emocionados como Pedro y yo cuando habíamos llegado. No dudaba de que se marcharían sintiendo la misma mezcla de alivio y aturdimiento que me embargaba en ese momento.
En la terminal, repasé una revista y toqué la rodilla de Pedro con delicadeza. Detuvo el movimiento de la pierna y sonreí, sin levantar la mirada de las fotos de los famosos. Algo le preocupaba, pero esperaba que me lo dijera,
sabiendo que lo estaba resolviendo internamente. Después de unos minutos, volvió a balancear la rodilla, pero en esta ocasión dejó de hacerlo solo, y entonces, lentamente, se dejó caer en la silla.
—¿Paloma?
—¿Sí?
Pasaron unos minutos de silencio y, entonces, suspiró.
—Nada.
El tiempo pasó muy rápido y parecía que acabábamos de sentarnos cuando anunciaron que los pasajeros de nuestro vuelo podían embarcar. Se formó rápidamente una cola, nos levantamos y esperamos a que llegara nuestro turno de
enseñar los billetes y cruzar el largo pasillo hasta el avión que nos llevaría a casa.Pedro dudó.
—Es que no puedo librarme de una sensación —dijo en voz baja.
—¿Qué quieres decir? ¿Tienes una mala sensación? —pregunté, repentinamente nerviosa.
Se volvió hacia mí con mirada de preocupación.
—Es de locos, pero tengo la sensación de que, cuando lleguemos a casa, me despertaré. Como si nada de esto fuera real.
Lo abracé por la cintura y le acaricié los músculos de la espalda.
—¿Eso es lo que te preocupa?
Se miró la muñeca y luego la gruesa alianza que llevaba en el dedo izquierdo.
—No puedo evitar tener la impresión de que la burbuja va a estallar y de que me despertaré tumbado solo en la cama, deseando que estés allí conmigo.
—¡Pero qué voy a hacer contigo, Pepe! He dejado a alguien por ti dos veces, he decidido ir a Las Vegas contigo dos veces, literalmente he estado en el infierno y he vuelto, me he casado contigo y me he tatuado tu nombre. Se me acaban las ideas para demostrarte que soy tuya por completo.
Una sonrisa se dibujó en sus labios.
—Me encanta oírte decir eso.
—¿Que soy tuya? —pregunté. Me levanté de puntillas y junté mis labios con los suyos—. Soy tuya. Soy la señora de Pedro Alfonso. Para siempre jamás.
Su ligera sonrisa se desvaneció cuando miró la puerta de embarque y, después, a mí.
—Voy a fastidiarlo todo, Paloma. Te vas a cansar de mis gilipolleces.
Me reí.
—Ya estoy harta de tus gilipolleces. Y aun así me he casado contigo.
—Pensaba que cuando nos casáramos tendría menos miedo de perderte,pero me da la impresión de que si subo a ese avión…
—¿Pedro? Te amo. Vámonos a casa.
Levantó las cejas.
—No me dejarás, ¿verdad? Aunque sea un dolor de muelas.
—He jurado delante de Dios, y de Elvis, que estaría a tu lado, ¿no?
Su cara se iluminó un poco.
—Esto es para siempre, ¿verdad?
Levanté un extremo de la boca.
—¿Te sentirías mejor si hiciéramos una apuesta?
Los demás empezaron a rodearnos, lentamente, sin perder detalle de nuestra ridícula conversación. Como antes, era consciente de las miradas curiosas, solo que ahora era diferente. Lo único en lo que pensaba era en que la paz volviera a los ojos de Pedro.
—¿Qué tipo de marido sería si apostara en contra de mi propio matrimonio?
Sonreí.
—Un marido estúpido. ¿No te acuerdas de que tu padre te dijo que no apostaras contra mí?
Arqueó una ceja.
—¿Tan segura estás? ¿Estarías dispuesta a jugarte algo?
Lo rodeé por el cuello con los brazos y sonreí junto a sus labios.
—Me apostaría a mi primogénito. Mira si estoy segura.
Y entonces la paz regresó.
—No puedes estarlo tanto —dijo él, sin ansiedad alguna en la voz.
Arqueé una ceja y mi boca se levantó por el mismo lado.
—¿Qué te apuestas?
Ayyyyyyyyyyy, qué lindos!!!!!!!!!!!!!!
ResponderEliminarayyy que lindo,me encanto!!!
ResponderEliminarSe casaron!!! Me quedé con ganas de leer como fue! Pero hermoso todo lo otro también! ;)
ResponderEliminarAHORA LA HISTORIA VUELVE A COMENZAR Y VAS A SABER COMO FUE EL CASAMIENTO
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