viernes, 2 de mayo de 2014

CAPITULO 114



Pedro me apretó la mano mientras yo aguantaba la respiración. Intenté mantener una expresión tranquila, pero cuando me encogí me apretó con más fuerza. Algunas partes del techo blanco estaban salpicadas de manchas de
humedad. Aparte de eso, la habitación estaba inmaculada. Ni desorden, ni utensilios fuera de su sitio. Todo se encontraba en su lugar, lo que me hizo sentir
moderadamente cómoda con la situación. Había tomado la decisión, y la llevaría hasta el final.

—Nena… —dijo Pedro, con cara de sufrimiento.

—Puedo hacerlo —dije, mirando las manchas del techo.

Di un respingo cuando las puntas de unos dedos me tocaron la piel, pero intenté no ponerme tensa. Cuando el zumbido empezó, la preocupación se hizo evidente en los ojos de Pedro.

—Paloma —empezó Pedro, pero sacudí la cabeza con displicencia.

—Vale. Estoy lista.

Sujeté el teléfono lejos de la oreja, poniendo una mueca de disgusto tanto por el dolor como por la inevitable bronca.

—¡Yo te mato, Paula Chaves! —gritó Rosario—. ¡Te mato!

—Técnicamente, ahora soy Paula Alfonso —dije, sonriendo a mi nuevo marido.

—¡No es justo! —se quejó. El enfado era evidente en su voz—. Se suponía que iba a ser tu dama de honor! ¡Tenía que ir a comprar el vestido contigo, organizarte una despedida de soltera y coger tu ramo!

—Lo sé —dije, viendo que la sonrisa de Pedro se desvanecía cuando volví a poner cara de dolor.

—No tienes por qué hacer esto, lo sabes, ¿no? —dijo él, juntando las cejas.

Le apreté los dedos con la mano que tenía libre.

—Lo sé.

—¡Eso ya lo has dicho! —espetó Rosario.

—No hablo contigo.

—Oh, desde luego que sí que vas a hablar conmigo —dijo furiosa—. Vas a hablar conmigo largo y tendido. Nunca voy a dejar de recordártelo, ¿me oyes? ¡Nunca jamás te perdonaré!

—Pues claro que lo harás.

—¡Eres…! ¡Eres…! ¡Eres simplemente malvada, Pau! ¡Eres una amiga íntima horrible!

Me reí, empujando al hombre que estaba sentado a mi lado.

—No se mueva, señora Alfonso.

—Lo siento —dije.

—¿Quién era ese? —soltó Rosario.

—Era Martin.

—¿Quién demonios es Martin? Deja que lo adivine, ¿has invitado a un completo desconocido a tu boda y no a tu mejor amiga? —Su voz se volvía más aguda con cada pregunta.

—No. No ha estado en la boda —dije, aguantando la respiración.

Pedro suspiró y se movió nervioso en la silla, apretándome la mano.

—Se supone que soy yo la que tiene que hacer eso, ¿recuerdas? —dije, sonriéndole a pesar del dolor.

—Lo siento. No creo que pueda aguantarlo —dijo él, con la voz llena de angustia. Relajó la mano y miró a Martin—. Date prisa, ¿quieres?

Martin sacudió la cabeza.

—Cubierto de tatuajes y no puede aguantar que su novia se ponga una simple frase. Habré acabado dentro de un minuto, tío.

Pedro frunció más el ceño.

—Mujer. Es mi mujer.

Rosario ahogó un grito cuando por fin comprendió la conversación.

—¿Te estás haciendo un tatuaje? ¿Qué te está pasando, Pau? ¿Respiraste vapores tóxicos en ese incendio?

Bajé la mirada al estómago para ver el borrón que me llegaba justo hasta la cadera y sonreí.

—Pepe lleva mi nombre en la muñeca. —Contuve de nuevo la respiración cuando el zumbido prosiguió. Martin secó la tinta de mi piel y volvió a empezar.

Solo podía hablar entre dientes—. Estamos casados. Yo también quería algo. Pedro sacudió la cabeza.

—No tenías por qué.

Entrecerré los ojos.

—No vuelvas a empezar. Ya lo hemos hablado.

Rosario soltó una carcajada.

—Te has vuelto loca. Te ingresaré en el manicomio cuando llegues a casa.

—Su voz seguía siendo penetrante y exacerbada.

—No es ninguna locura. Nos queremos y hemos estado viviendo juntos a temporadas todo el año. Así que ¿por qué no?

—¡Porque tienes diecinueve años, idiota! ¡Porque te escapaste de casa y no se lo dijiste a nadie, y porque no estoy allí! —gritó ella.

—Lo siento, Ro. Tengo que dejarte. Nos vemos mañana, ¿vale?

—¡No sé si quiero verte mañana! ¡No sé si quiero volver a ver a Pedro—dijo desdeñosa.

—Nos vemos mañana, Ro. Sabes que quieres ver mi anillo.
—Y tu tatuaje —dijo. En su voz se notaba que estaba sonriendo.

Cerré el teléfono y se lo di a Pedro. El zumbido volvió a empezar y me concentré en la sensación ardiente, a la que siguió el dulce segundo de alivio mientras me secaba el exceso de tinta. Pedro se guardó mi teléfono en el bolsillo,
me cogió la mano con las dos suyas y se agachó para apoyar su frente en la mía.

—¿Alucinaste tanto cuando te hiciste los tatuajes? —le pregunté, sonriendo por la expresión de dolor de su cara.

Se revolvió inquieto; parecía sentir mi dolor mil veces más que yo.

—Eh…, no. Esto es diferente. Es mucho, mucho peor.

—¡Listo! —dijo Martin con tanto alivio en su voz como transmitía la cara de Pedro.

Dejé caer la cabeza hacia atrás sobre la silla.

—¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios! —suspiró Pedro, dándome palmaditas en la mano.

Bajé la mirada hacia las preciosas líneas tatuadas sobre la piel roja e irritada:

Señora Alfonso







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