jueves, 17 de abril de 2014

CAPITULO 64



ME di la vuelta y escruté mi reflejo con escepticismo. El vestido era blanco,
con la espalda al aire y peligrosamente corto; la parte superior se sujetaba con un
tirante corto de piedras de bisutería alrededor del cuello.
—¡Vaya! Pedro se va a mear encima cuando te vea así —dijo Rosario.
Puse los ojos en blanco.
—¡Qué romántico!
—Ya está, te quedas con ese. No te pruebes ninguno más, ese es el mejor
—dijo ella, aplaudiendo emocionada.
—¿No te parece demasiado corto? Mariah Carey enseña menos carne.
Rosario sacudió la cabeza.
—Insisto.
Di otra vuelta, mientras Rosario se probaba un modelo tras otro; le costaba
más decidirse cuando el vestido era para ella. Acabó eligiendo uno
extremadamente corto, ajustado y color maquillaje que dejaba un hombro al aire.
Fuimos en su Honda hasta el apartamento, donde descubrimos que se
habían llevado el Charger y que Moro estaba solo. Rosario sacó su teléfono y
marcó. Cuando Valentin descolgó, sonrió.
—¿Dónde estáis, cariño? —Asintió con la cabeza y entonces me miró—. ¿Por
qué iba a enfadarme? ¿Qué tipo de sorpresa? —dijo con cautela.
Volvió a mirarme, se metió en el dormitorio de Valentin y cerró la puerta.
Rasqué las pequeñas orejas puntiagudas de Moro, mientras Rosario
murmuraba en el dormitorio. Cuando volvió a salir, intentó reprimir una sonrisa.
—¿Qué están tramando? —pregunté.
—Vienen de camino. Dejaré que sea Pedro quien te lo cuente —dijo ella con
una sonrisa de oreja a oreja.
—Oh, Dios mío…, ¿qué? —pregunté.
—Acabo de decir que no puedo decírtelo. Es una sorpresa.
Me puse a juguetear con el pelo y a morderme las uñas, incapaz de
quedarme quieta mientras esperaba a que Pedro me desvelara su última sorpresa.
Una fiesta de cumpleaños, un cachorro… No conseguía imaginarme qué podía
venir después.
El poderoso motor del Charger de Valentin anunció su llegada. Los chicos se
reían mientras subían las escaleras.
—Están de buen humor —dije—. Es buena señal.
Valentin entró el primero.
—Es que quería que pensaras que había una razón para que él se hiciera
uno, y yo no.
Rosario se levantó para recibir a su novio y lo rodeó con sus brazos.
—Qué tonto eres, Valen. Si quisiera un novio loco, saldría con Pedro.
—No tiene nada que ver con lo que siento por ti —añadió Valentin.
Pedro entró por la puerta con una gasa cuadrada en la muñeca. Me sonrió y
después se dejó caer en el sofá, apoyando la cabeza en mi regazo.
No podía apartar la mirada del vendaje.
—A ver…, ¿qué has hecho?
Pedro sonrió y me hizo agacharme para besarlo. Notaba su nerviosismo. En
apariencia sonreía, pero tenía el claro convencimiento de que no estaba seguro de
cómo iba a reaccionar yo ya lo que había hecho.
—He hecho unas cuantas cosas hoy.
—¿Como qué? —pregunté suspicaz.
Pedro se rio.
—Tranquila, Paloma. Nada malo.
—¿Qué te ha pasado en la muñeca? —dije, mientras le levantaba la mano
por los dedos. Un estruendoso motor diésel se detuvo fuera y Pedro se levantó de
un salto del sofá para abrir la puerta.
—¡Ya iba siendo hora! ¡Llevo en casa al menos cinco minutos! —dijo con
una sonrisa.
Un hombre entró de espaldas y cargando un sofá fris cubierto de plástico,
seguido por otro hombre que sujetaba la parte trasera. Valentin y Pedro movieron
el antiguo sofá (conmigo y Moro todavía encima) hacia delante y los hombres
dejaron el nuevo en su lugar. Pedro quitó el plástico y después me levantó en
brazos, dejándome después sobre los blandos cojines.
—¿Has comprado uno nuevo? —pregunté con una sonrisa de oreja a oreja.
—Sí, y he hecho un par de cosas más. Gracias, chicos —dijo, mientras los
transportistas levantaban el viejo sofá y se iban por donde habían venido.
—Ahí se van un montón de recuerdos —ironicé.
—Ninguno que quiera recordar. —Se sentó a mi lado y suspiró,
observándome durante un momento antes de quitarse el esparadrapo que sujetaba
la gasa de su brazo—. Por favor, te pido que no alucines.
En mi mente se agolparon la conjeturas sobre lo que podía ocultar ese
vendaje. Me imaginé una quemadura, o puntos, o alguna otra cosa igual de
truculenta.

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