TRILOGIA:LA PRIMER PARTE CONTADA POR PAULA,LA SEGUNDA POR PEDRO Y LA TERCERA EN UN MOMENTO ESPECIFICO DE SUS VIDAS
sábado, 12 de abril de 2014
CAPITULO 47
Rosario se echó los mechones de su larga y húmeda cabellera sobre un
hombro, y unas gotas de agua le cayeron sobre la piel desnuda. Era una
contradicción andante. Había pedido plaza en Eastern para que pudiéramos
mudarnos juntas. Se autoproclamaba mi conciencia, dispuesta a intervenir si yo
daba rienda suelta a alguna de mis tendencias intrínsecas que conllevaran perder
el control. Iniciar una relación con Pedro iba en contra de todo lo que habíamos
hablado, y mi amiga se había convertido en su sobreexcitada animadora.
Me apoyé contra la pared.
—¿Te enfadarías mucho si me limitara a no ir?
—No, me cabrearía increíble e irrevocablemente. Iniciarías una pelea de
gatas en toda regla, Pau.
—Entonces supongo que tendré que ir —dije, metiendo la llave en la
cerradura.
Mi móvil sonó y apareció en la pantalla una foto de Pedro poniendo una
cara graciosa.
—¿Diga?
—¿Ya estás en casa?
—Sí, me ha dejado hace unos cinco minutos.
—Bien, estaré allí dentro de otros cinco.
—¡Espera! ¿Pedro? —dije después de que colgara.
Rosario se rio.
—Acabas de tener una cita decepcionante con Adrian, y has sonreído al ver
la llamada de Pedro. ¿De verdad eres tan dura de mollera?
—No he sonreído —protesté—. Viene de camino. ¿Puedes reunirte con él
fuera y decirle que ya estoy en la cama?
—Sí, sí que has sonreído, y no, sal y díselo tú misma.
—Sí, claro, Ro, salir ahí y decirle que ya estoy en la cama es un plan
perfecto.
Se dio media vuelta y se dirigió a su habitación. Levanté las manos y volví a
dejarlas caer sobre los muslos.
—¡Ro! Por favor.
—Que te diviertas, Pau.
Sonrió y desapareció en su habitación.
Bajé las escaleras y me encontré a Pedro sobre su moto, que estaba aparcada
delante de los escalones delanteros. Llevaba una camiseta blanca con dibujos
negros, que destacaba los tatuajes de sus brazos.
—¿No tienes frío? —pregunté, apretándome más la chaqueta.
—Estás guapa. ¿Te lo has pasado bien?
—Eh…, sí, gracias —dije, distraída—. ¿Qué haces aquí?
Pisó el acelerador y el motor rugió.
—Iba a dar un paseo para aclararme las ideas. Quiero que me acompañes.
—Hace frío, Pepe.
—¿Quieres que vaya a coger el coche de Valen?
—Mañana vamos a jugar a los bolos. ¿No puedes esperar hasta entonces?
—He pasado de estar contigo cada segundo del día a verte diez minutos si
tengo suerte.
Sonreí y sacudí la cabeza.
—Solo han pasado dos días, Pepe.
—Te echo de menos. Sube el culo al asiento y vámonos.
No pude discutir. Yo también lo echaba de menos. Más de lo que podría
admitir jamás. Me subí la cremallera de la chaqueta, me senté detrás de él y deslicé
los dedos en las presillas de sus tejanos. Me acercó las muñecas a su pecho y
después las puso una encima de otra. Cuando creyó que lo abrazaba lo
suficientemente fuerte, arrancó y salió despedido a toda velocidad calle abajo.
Apoyé la mejilla en su espalda y cerré los ojos, mientras respiraba su olor.
Me recordó a su apartamento, a sus sábanas y a cómo olía cuando iba por su casa
con una toalla anudada en la cintura. La ciudad se volvía borrosa a nuestro paso, y
no me importaba lo rápido que conducía o el frío que me azotaba la piel; ni
siquiera me fijaba en dónde estábamos. Solo podía pensar en su cuerpo contra el
mío. No teníamos destino ni horario, y cruzábamos las calles mucho después de
que todo el mundo, excepto nosotros, las hubiera abandonado.
Pedro se detuvo en una gasolinera y aparcó.
—¿Quieres algo? —me preguntó.
Dije que no con la cabeza, mientras me bajaba de la moto para estirar las
piernas. Me vio desenredarme el pelo con los dedos y sonrió.
—Déjalo. Estás acojonantemente guapa.
—Sí, parezco sacada de un vídeo de rock de los ochenta —respondí.
Él se rio y después bostezó, mientras espantaba las polillas que zumbaban a
su alrededor. La boquilla de la manguera tintineó y resonó con más fuerza de lo
que debería en la calma de la noche. Parecía que éramos las únicas dos personas
sobre la faz de la Tierra.
Saqué el móvil y comprobé la hora.
—Oh, Dios mío, Pepe. Son las tres de la mañana.
—¿Quieres volver? —preguntó con gesto de decepción.
Apreté los labios.
—Sería mejor que sí.
—¿Sigue en pie lo de los bolos de esta noche?
—Ya te he dicho que sí.
—Y vendrás conmigo a la fiesta de Sig Tau dentro de un par de semanas,
¿verdad?
—¿Insinúas que no cumplo mi palabra? Me parece un poco insultante.
Sacó la manguera del depósito y la colgó en su base.
—Es que ya no sabría predecir qué vas a hacer.
Se sentó en la moto y me ayudó a subirme detrás de él. Pasé los dedos por
las presillas de su cinturón, pero después lo pensé mejor y lo rodeé con mis brazos.
Suspiró y enderezó la moto; parecía resistirse a encender el motor. Se le
pusieron los nudillos blancos de la fuerza con la que agarraba el manillar. Cogió
aliento, como si fuera a empezar a hablar y después sacudió la cabeza.
—Me importas mucho, ya lo sabes —dije, mientras lo abrazaba con fuerza.
—No te entiendo, Paloma. Pensaba que conocía a las mujeres, pero tú eres
tan confusa que no sé a qué atenerme.
—Yo tampoco te entiendo. Se supone que eres el rompecorazones de
Eastern. No estoy disfrutando de la experiencia de estudiante de primer año que
prometían en el folleto —respondí bromeando.
—Bueno, eso es un hito. Nunca me había acostado con ninguna chica que
luego quisiera librarse de mí —dijo él, sin dejar de darme la espalda.
—No se trata de eso, Pedro —mentí, avergonzada de que hubiera
adivinado mis intenciones sin darse cuenta de la razón que tenía.
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