TRILOGIA:LA PRIMER PARTE CONTADA POR PAULA,LA SEGUNDA POR PEDRO Y LA TERCERA EN UN MOMENTO ESPECIFICO DE SUS VIDAS
lunes, 7 de abril de 2014
CAPITULO 30
A la mañana siguiente me serví zumo de naranja en un vaso alto y me lo fui
bebiendo a sorbitos mientras movía la cabeza al ritmo de la música de mi iPod. Me
desperté antes de que saliera el sol, y luego estuve retorciéndome en el sillón hasta
las ocho. Después decidí limpiar la cocina para pasar el rato hasta que mis menos
ambiciosos compañeros de piso se despertaran. Cargué el lavavajillas, barrí y pasé
la mopa, y luego limpié las encimeras. Cuando la cocina estuvo reluciente, cogí la
cesta de la ropa limpia, me senté en el sofá y doblé y doblé hasta que hubo una
docena o más de montones a mi alrededor.
Llegaron murmullos de la habitación de Valentin. Se oyó la risa tonta de
Rosario y luego hubo silencio durante unos minutos más, seguidos de ruidos que
me hicieron sentir un poco incómoda sentada sola en la sala de estar.
Apilé los montones de ropa plegada en la cesta y los llevé a la habitación de
Pedro. Sonreí al ver que ni se había movido de la postura en la que se había
quedado la noche anterior. Dejé la cesta en el suelo y lo tapé con la colcha,
reprimiendo la risa al ver que se daba la vuelta.
—Mira, Paloma —dijo, musitando algo inaudible antes de que su
respiración volviera a ser lenta y profunda.
No pude evitar mirarlo dormir; saber que estaba soñando conmigo me
produjo un escalofrío en las venas que no pude explicar.
Pedro parecía volver a estar profunda y plácidamente dormido, así que
decidí irme a la ducha, deseando que el ruido de alguien moviéndose por la casa
acallara los gemidos de Valentin y Rosario, y los crujidos y golpes de la cama
contra la pared. Cuando cerré el grifo me di cuenta de que a ellos no les
preocupaba quién pudiera escuchar.
Me peiné y puse los ojos en blanco al escuchar los agudos gritos de Rosario,
que se parecían más a los de un caniche que a los de una actriz porno. Sonó el
timbre de la puerta, cogí mi bata azul y me ajusté el cinturón mientras atravesaba
corriendo la sala de estar. Los ruidos de la habitación de Valentin se acallaron
inmediatamente y, al abrir, me encontré la cara de Adrian sonriendo.
—Buenos días —dijo.
Con los dedos me llevé el pelo mojado hacia atrás.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—No me gustó la manera en que nos despedimos anoche. Por la mañana he
salido a por tu regalo de cumpleaños y no podía esperar a dártelo. Así que…
—dijo, sacando una cajita brillante del bolsillo—, feliz cumpleaños, Paupy.
Me puso el paquete plateado en la mano, y me incliné para besarle la
mejilla.
—Gracias.
—Venga. Quiero ver tu cara cuando lo abras.
Metí el dedo por debajo del celo por la parte inferior de la caja y luego
arranqué el papel, pasándoselo a él. Era una pulsera de oro blanco con una fila de
diamantes engarzados.
—Adrian —susurré.
—¿Te gusta? —dijo con su deslumbrante sonrisa.
—Sí —dije, mientras lo sostenía delante de mí, asombrada—, pero es
demasiado. No podría aceptar esto aunque hubiera estado saliendo un año
contigo, y mucho menos después de una semana.
Adrian gesticuló.
—Pensé que dirías eso. He buscado arriba y abajo toda la mañana para
encontrar un regalo de cumpleaños perfecto y, cuando vi esto, supe que solo hay
un sitio donde pueda estar —dijo, cogiéndolo de mis manos y abrochándomela
alrededor de la muñeca—. Y tenía razón. Te queda increíble.
Levanté la muñeca y moví la cabeza, hipnotizada por el brillo y el color de
las piedras a la luz del sol.
—Es la cosa más bonita que he visto en mi vida. Nadie jamás me ha dado
algo tan… —caro me vino a la cabeza, pero no quería decir eso— … elaborado. No
sé qué decir.
Adrian se rio y luego me besó en la mejilla.
—Di que te lo pondrás mañana.
Sonreí de oreja a oreja.
—Me lo pondré mañana —dije, mirándome la muñeca.
—Estoy encantado de que te guste. La mirada en tu cara merece el esfuerzo
de las siete tiendas que he recorrido.
Suspiré.
—¿Has ido a siete tiendas? —Asintió con la cabeza, y yo cogí su cara con
mis manos—. Gracias. Es perfecto —dije, dándole un beso rápido.
Me abrazó.
—Tengo que irme. Voy a comer con mis padres, pero te llamaré más tarde,
¿de acuerdo?
—Vale. ¡Gracias! —Le grité mientras lo veía salir corriendo escaleras abajo.
Me metí deprisa en el apartamento, incapaz de apartar los ojos de mi
muñeca.
—¡Joder, Pau! —dijo Rosario cogiéndome la mano—. ¿De dónde has
sacado esto?
—Me lo ha traído Adrian. Es mi regalo de cumpleaños —dije.
La mirada de Rosario, que seguía boquiabierta, pasaba de mí a la pulsera.
—¿Te ha comprado una pulsera de diamantes del tamaño de una
muñequera de tenis? ¿Después de una semana? ¡Si no te conociera bien, diría que
tienes una entrepierna mágica!
Me reí en alto y empecé una fiesta ridícula de risitas en la sala de estar.
Valentin salió de su dormitorio con aspecto cansado y satisfecho.
—A ver, chifladas, ¿de qué os reís tanto?
Rosario me levantó la muñeca.
—¡Mira lo que le ha regalado Adrian por su cumpleaños!
Valentin miró con ojos entreabiertos y luego se le salieron de las órbitas.
—¡Guau!
—Sí, ¿verdad? —dijo Rosario asintiendo.
Pedro apareció tambaleándose en un extremo de la habitación, parecía
bastante hecho polvo.
—Tíos, hacéis un ruido de cojones —se quejó mientras se abotonaba los
vaqueros.
—Disculpa —dije, liberando la mano de la sujeción de Rosario. Nuestro
casi encuentro de la noche anterior me vino a la cabeza y me parecía que no podía
mirarlo a los ojos.
De un trago se bebió lo que quedaba de mi zumo de naranja y luego se secó
la boca con la mano.
—¿Quién coño me dejó beber tanto ayer por la noche?
Rosario lo miraba con desprecio
—Tú solito. Te fuiste y compraste una botella de licor después de que Pau
saliera con Adrian, y te la tomaste entera antes de que ella volviera.
—Maldita sea —dijo, meneando la cabeza
—¿Te lo pasaste bien? —preguntó mirándome.
—¿Lo dices en serio? —solté, mostrando rabia sin pensármelo dos veces.
—¿Qué?
Rosario se rio.
—La sacaste a la fuerza del coche de Adrian, rojo de ira cuando los pescaste
montándoselo como dos críos de instituto. ¡Habían empañado los cristales de las
ventanas y todo!
Los ojos de Pedro se desenfocaron, intentando recordar algo de la noche
anterior. Yo hice esfuerzos para contener mi mal humor. Si no se acordaba de que
me había sacado del coche, tampoco se acordaría de lo cerca que estuve de
entregarle mi virginidad en bandeja de plata.
—¿Cómo de cabreada estás? —preguntó haciendo un gesto de disgusto.
—Bastante cabreada
La verdad es que estaba más enfadada por el hecho de que mis sentimientos
no tuvieran que ver en absoluto con lo que había ocurrido con Adrian. Me ajusté la
bata y salí furiosa del salón. Pedro me siguió inmediatamente.
—Paloma —dijo, mientras sujetaba la puerta que yo le había cerrado en la
cara. Lentamente, la empujó hasta abrirla y se quedó de pie delante de mí
esperando que lo increpase movida por mi ira.
—¿Recuerdas algo de lo que me dijiste anoche? —pregunté.
—No. ¿Por qué? ¿Me comporté como una rata? —En sus ojos inyectados en
sangre se leía la preocupación, lo que solo servía para multiplicar mi mal humor.
—¡No, no fuiste un rata conmigo! Tú…, nosotros… —me tapé los ojos con
las manos y luego me quedé helada cuando sentí la mano de Pedro en la muñeca.
—¿De dónde ha salido esto? —dijo, mirando airado la pulsera.
—Es mía —dije separándome de él.
No apartaba los ojos de mi muñeca.
—Nunca antes la había visto. Parece nueva.
—Lo es.
—¿De dónde la has sacado?
—Adrian me la dio hace unos quince minutos —dije, viendo cómo su cara
pasaba de la confusión a la rabia.
—¿Qué coño hacen aquí las cosas de ducha? ¿Ha pasado la noche aquí?
—preguntó, elevando la voz con cada pregunta.
Me crucé de brazos.
—Fue a comprar algo por mi cumpleaños esta mañana y lo trajo.
—Todavía no es tu cumpleaños. —Se le puso la cara de color rojo oscuro
mientras intentaba mantener los nervios bajo control.
—No podía esperar —dije, levantando el mentón con orgullo tenaz.
—No me extraña que tuviera que sacarte a rastras de su coche, parece como
si estuvieras… —Fue bajando la voz y apretando los labios.
Entrecerré los ojos.
—¿Qué? ¿Como si estuviera qué?
Se le tensaron las mandíbulas y respiró profundamente, exhalando por la
nariz.
—Nada. Todavía estoy cabreado e iba a decir algo repugnante que en
realidad no pienso.
—Eso no te pasaba antes.
—Lo sé. Eso mismo estaba pensando —dijo, mientras caminaba hacia la
puerta—. Te dejo para que te vistas.
Cuando agarró el pomo de la puerta se paró, frotándose el brazo. En cuanto
los dedos tocaron la parte que debía de estar amoratada, se subió la manga y vio el
moretón. Se quedó mirándolo un momento y se volvió hacia mí.
—Me caí escaleras abajo anoche. Y me ayudaste a ir a la cama… —dijo,
conforme cribaba las imágenes borrosas que debía de tener en su cabeza.
El corazón me latía con fuerza y me costó tragar saliva cuando comprobé
que de golpe caía en la cuenta de lo ocurrido. Entrecerró los ojos.
—Nosotros… —comenzó, dando un paso hacia mí, mirando el armario y
luego la cama.
—No, no lo hicimos. No ocurrió nada —dije, al tiempo que negaba con la
cabeza.
Se encogió avergonzado, ya que debía de estar recordándolo.
—Empañaste los cristales de Adrian, te saqué de su coche y luego intenté…
—dijo, agitando la cabeza. Se volvió hacia la puerta y agarró el pomo con los
nudillos blancos—. Estás haciendo que me convierta en un psicópata, Paloma
—gruñó por encima de mi espalda—. No pienso con claridad cuando te tengo
alrededor.
—¿Así que ahora es culpa mía?
Se volvió. Sus ojos pasaron de mi cara a mi ropa, a mis piernas, luego a mis
pies para volver a mis ojos.
—No sé. Mi memoria está un poco brumosa…, pero no recuerdo que tú
dijeras no.
Me adelanté, preparada para argumentar ese pequeño hecho irrelevante,
pero no pude. Tenía razón.
—¿Qué quieres que te diga, Pedro?
Miró la pulsera y luego a mí con ojos acusadores.
—¿Esperabas que no me acordase?
—¡No! ¡Me fastidiaba que te hubieras olvidado!
Sostuvo mi mirada con sus ojos marrones.
—¿Por qué?
—¡Porque si yo hubiera…, si hubiéramos…, y tú no…! ¡No sé por qué!
¡Simplemente estaba cabreada!
Se movió furioso por la habitación y se detuvo a unos milímetros de mí. Sus
manos tocaron cada lado de mi cara, su aliento era rápido mientras examinaba mi
cara.
—¿Qué estamos haciendo, Paloma?
Clavé primero la mirada a la altura del cinturón, luego empecé a subirla por
los músculos y los tatuajes de su estómago y su pecho, y finalmente la posé en la
calidez marrón de sus ojos.
—Dímelo tú.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario