martes, 1 de abril de 2014

CAPITULO 10






Parecía que acababa de cerrar los ojos cuando oí el despertador. Alargué el
brazo para apagarlo, pero aparté la mano con horror cuando noté una piel cálida
bajo los dedos. Intenté recordar dónde estaba. Cuando obtuve la respuesta, me
mortificó que Pedro hubiera podido pensar que lo había hecho a propósito.
—¿Pedro? Tu despertador —susurré. Seguía sin moverse—. ¡Pedro! —dije,
dándole un codazo suave.
Como seguía sin moverse, pasé el brazo por encima de él, buscando a
tientas en la penumbra, hasta que noté la parte superior del reloj. No sabía cómo
apagarlo, así que empecé a darle golpecitos hasta que di con el botón para retrasar
la alarma, y volví a dejarme caer resoplando sobre mi almohada.
Pedro soltó una risita burlona.
—¿Estabas despierto?
—Te prometí que me portaría bien. No dije nada de dejar que te tumbaras
encima de mí.
—No me he tumbado encima de ti —protesté—. No podía llegar al reloj.
Probablemente sea la alarma más molesta que haya oído jamás. Suena como un
animal moribundo.
Entonces, Pedro extendió el brazo y tocó un botón.
—¿Quieres desayunar?
Lo fulminé con la mirada y dije que no con la cabeza.
—No tengo hambre.
—Pues yo sí. ¿Por qué no te vienes conmigo en coche al café que hay calle
abajo?
—No creo que pueda aguantar tu falta de habilidad para conducir tan
temprano por la mañana —dije.
Me senté en un lateral de la cama, me puse las chancletas y me dirigí a la
puerta arrastrando los pies.
—¿Adónde vas? —preguntó.
—A vestirme para ir a clase. ¿Necesitas que te haga un itinerario durante los
días que esté aquí?
Pedro se estiró y caminó hacia mí, todavía en calzoncillos.
—¿Siempre tienes tan mal genio o eso cambiará una vez que creas que todo
esto no es parte de un elaborado plan para meterme en tus bragas?
Me puso las manos sobre los hombros y noté cómo sus pulgares me
acariciaban la piel al unísono.
—No tengo mal genio.
Se acercó mucho a mí y me susurró al oído:
—No quiero acostarme contigo, Paloma. Me gustas demasiado.
Después, siguió andando hacia el baño y me quedé allí de pie, estupefacta.
Las palabras de Carla resonaban en mi cabeza. Pedro Alfonso se acostaba con todo
el mundo; no podía evitar sentir que tenía algún tipo de carencia al saber que no
mostraba el menor deseo ni siquiera de dormir conmigo.
La puerta volvió a abrirse y Rosario entró.
—Vamos, arriba, ¡el desayuno está listo! —dijo con una sonrisa y sin poder
reprimir un bostezo.
—Te estás convirtiendo en tu madre, Ro —refunfuñé, mientras rebuscaba
en mi maleta.
—Oooh… Me parece que alguien no ha dormido mucho esta noche pasada
—Pedro apenas ha respirado en mi dirección —dije mordazmente.
Una sonrisa de complicidad iluminó el rostro de Rosario.
—Ah.
—Ah, ¿qué?
—Nada —dijo ella, antes de volver a la habitación de Valentin.
Pedro estaba en la cocina, tarareando una melodía cualquiera mientras
preparaba unos huevos revueltos.
—¿Seguro que no quieres? —preguntó.
—Sí, seguro. Gracias, de todos modos.
Valentin y Rosario entraron en la cocina, y Valentin sacó dos platos del
armario, en los que Pedro amontonó los huevos humeantes. Valentin dejó los
platos en la encimera, y él y Rosario se sentaron juntos para satisfacer el apetito,
que, con toda probabilidad, se debía a lo que habían hecho la noche anterior.
—No me mires así, Valen. Lo siento, simplemente no quiero ir —dijo
Rosario.
—Pero, nena, en la fraternidad se celebran fiestas de citas dos veces al año
—argumentó Valentin mientras masticaba—. Todavía queda un mes. Tendrás
tiempo suficiente para encontrar un vestido y cumplir con todo el rollo ese de
chicas.
—Iría, Valen…, es muy amable por tu parte…, pero no conoceré a nadie allí.
—Muchas de las chicas que asisten no conocen a mucha gente —dijo él,
sorprendido por el rechazo.
Ella se desplomó sobre la silla.
—Las zorras de las fraternidades siempre van a esas cosas. Y todas se
conocen…, será raro.
—Vamos, Ro. No me hagas ir solo.
—Bueno…, quizá… ¿podrías encontrar a alguien que acompañara a Pau?
—dijo ella mirándome a mí y después a Pedro. Pedro alzó una ceja, y Valentin
negó con la cabeza.
—Pepe no va a fiestas de citas. Son cosas a las que llevas a tu novia… Y
Pedro no…, bueno, ya sabes.
—Podríamos emparejarla con alguien.
La miré con los ojos entrecerrados.
—Sabes que puedo oírte, ¿no?
Rosario puso una cara a la que sabía que no podía negarme.
—Pau, por favor… Te encontraremos a un chico majo e ingenioso y, por
supuesto, me aseguraré de que esté bueno. ¡Te prometo que lo pasarás bien! Y
¿quién sabe? Tal vez consigas ligar.
Pedro dejó caer la sartén en el fregadero.
—No he dicho que no fuera a llevarte.
Puse los ojos en blanco.
—No hace falta que me hagas favores, Pedro.
—Eso no es lo que quería decir, Paloma. Las fiestas de citas son para los tíos
con novia, y todo el mundo sabe que a mí el rollo de ennoviarme no me va. Sin
embargo, contigo no tendré que preocuparme de que mi pareja espere un anillo de
compromiso después.
Rosario puso morritos.
—Porfi, porfi, Pau…
—No me mires así —dije en tono quejoso—. Pedro no quiere ir; y yo
tampoco. No seríamos una compañía agradable.
Pedro cruzó los brazos y se apoyó en el fregadero.
—No he dicho que no quisiera ir. De hecho, creo que sería divertido si
fuéramos los cuatro —dijo encogiéndose de hombros.
Todas las miradas se centraron en mí, y yo retrocedí.
—¿Por qué no podemos quedarnos aquí?
Rosario hizo un mohín y Valentin se inclinó hacia delante.
—Porque tengo que ir, Pau. Soy un novato. Tengo que asegurarme de que
todo vaya bien, de que todo el mundo tenga una cerveza en la mano, cosas así.
Pedro cruzó la cocina y me rodeó los hombros con el brazo para acercarme
a su lado.
—Vamos, Paloma. ¿Vienes conmigo?
Miré a Rosario, después a Valentin y finalmente a Pedro.
—Está bien —dije resignada.
Rosario chilló y me abrazó, después noté la mano de Valentin en la espalda.
—Gracias,Pau —dijo.

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