viernes, 25 de abril de 2014

CAPITULO 90




Llegamos al apartamento de Pedro  y me fijé en que la Harley estaba aparcada debajo de las escaleras, mientras que faltaba el Charger de Valentin.

Lancé un suspiro de alivio y seguí a Rosario por los peldaños helados.

—Con cuidado —me previno.

Si hubiera sabido lo perturbador que sería poner de nuevo un pie en el apartamento, no habría permitido que Rosario me convenciera para ir allí. Moro salió corriendo de una esquina a toda velocidad y se chocó con mis piernas porque
sus patitas traseras no pudieron frenar el impulso en las baldosas de la entrada. Lo cogí y dejé que me saludara con sus besitos de cachorro. Al menos, él no me había olvidado. 

Lo llevé en brazos por el apartamento, mientras Rosario buscaba su bolsa.

—¡Sé que las dejé aquí! —dijo Ro desde el baño, antes de salir a toda prisa al pasillo hacia la habitación de Valentin.

—¿Has mirado en el armarito que está debajo del lavabo? —preguntó Valen.

Miré mi reloj.

—Date prisa, Ro. Tenemos que irnos.

Rosario suspiró de frustración en el dormitorio. Volví a mirar mi reloj y di un bote cuando la puerta principal se abrió violentamente detrás de mí. Pedro  entró torpemente, envolviendo con sus brazos a Aldana, que se reía junto a su boca.

Llevaba una caja en la mano que me llamó la atención; al darme cuenta de lo que era, me sentí asqueada: condones. 

Tenía la otra mano en la parte trasera del cuello de él, y era incapaz de decir quién abrazaba a quién.

Pedro  tuvo que mirar dos veces cuando me vio de pie sola en medio del salón; se quedó congelado, así que Aldana levantó la mirada con el esbozo de una sonrisa todavía en la cara.

—Paloma —dijo Pedro , estupefacto.

—¡La encontré! —dijo Rosario, antes de salir corriendo de la habitación de Valentin.

—¿Qué haces aquí? —preguntó él.

El olor a whisky que despedía su aliento se mezcló con las ráfagas de copos de nieve, y mi ira incontrolable pudo más que cualquier necesidad de fingir indiferencia.

—Me alegra ver que vuelves a ser el de siempre, Pepe—dije.

El calor que irradiaba mi cara me quemaba los ojos y nublaba mi visión.

—Ya nos íbamos —le gruñó Rosario.

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